Read El Embustero de Umbría Online

Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (39 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
2.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No es éste mi destino —se quejaba a Urbano—, y no es justo.

Giuseppe se arrodilló.

Porque había visto cómo le iba a Arturo, que llevaba ya cinco días en el lazareto, donde lo cuidaban unas monjas jóvenes que le servían agua fresca, sopa caliente y carne cocida al menor requerimiento. Le hubiera gustado saber qué mal padecía exactamente su alumno, y esperaba que llegara un día en que lo ingresaran allí para curarle el fuerte dolor de estómago.

Pero no ocurrió tal cosa. Aunque se quejaba de violentos dolores, una hermana de edad le diagnosticó estreñimiento y le dio un jarabe denso que lo tuvo toda la noche pegado a la letrina.

A la mañana siguiente de aquella experiencia, se detuvo en medio de su trabajo de escarda y se apoyó en la azada. La vista desde lo alto del convento era tan hermosa que el corazón se le salía del pecho: desde allí, el resto del mundo parecía un planeta lejano, un lugar en que el alma encontraba sosiego, y la mente, descanso. Si no fuera por el Urbano de marras. Aquel palurdo era un trabajador duro, y hábil escardando, en la medida en que se puede tener talento para escardar. Era asimismo aplicado y no se daba ningún descanso; trabajaba y trabajaba mientras emitía pequeños gruñidos o reía a mandíbula batiente, llamaba a Giuseppe y le enseñaba un escarabajo marrón que, con ternura indecible, aplastaba entre los dedos. Había en la mirada del hombre un amor inextinguible, una terrible necesidad de entrega que reforzaba la sensación de injusticia que tenía Giuseppe; no sólo se sentía ninguneado y maltratado, sino directamente abandonado. Aunque no había perdido oportunidad de mostrar su posición de maestro, herborista y boticario, sus palabras caían como la lluvia en el Sáhara. Porque en San Marcelo uno trabajaba, y si no trabajaba, rezaba, y si no rezaba, se estaba en la biblioteca, transcribiendo y haciendo legibles los viejos manuscritos.

El convento era, pues, grande, tenía una bonita iglesia con frescos y ornamentos, y un dormitorio de dimensiones considerables en el primer piso de la nave oriental. Había una pequeña sacristía, donde se guardaban los sagrados objetos de la misa, así como una sala capitular, un locutorio, dos cuartos de estar, la habitación de las novicias, la sala de calefacción, que sólo se utilizaba en invierno, un pozo y la lavandería, la cocina, un almacén y el gran refectorio, el lazareto y el despacho de la madre superiora.

Y era precisamente a ella a la que pensaba recurrir Giuseppe. La había visto después de misa conversando con el cura local. La abadesa era grande como un castillo, tenía cara de pocos amigos y los hombros de un galeote. Pero como se decía a sí mismo mientras se aseaba: «Ya he sabido gobernar a otras por el estilo, y al fin y al cabo soy un hombre de mundo; además, cuanto mayores son los melones, más blanda es la pulpa.»

Estaba sentada en su escritorio cuando entró Giuseppe. Sus ojillos grises expresaron una mezcla de sorpresa y reprensión.

—¿Qué haces aquí?

—Perdone, madre abadesa, pero soy el que llegó hace casi una semana. Mi alumno está ingresado en el lazareto.

—¿Y…?

—Pues que quisiera presentarme, si no le causa molestia. Mi nombre completo es…

—¿No tendrías que estar escardando?

—Sí, junto con Urbano.

—Entonces, ¿qué haces aquí? —Se levantó y avanzó hacia él, que hundió los hombros.

—Me llamo Pagamino, Giuseppe Pagamino. Soy herborista, formado en la Universidad de Salerno, y he dedicado la mayor parte de mi vida a recoger plantas y hierbas para alegrar y sanar a mucha gente. Por ejemplo, he vivido largos años con los franciscanos y he estado al servicio del obispo de Lucca. Por mencionar una pequeña parte de mi historia.

—¿Y…?

—Pues que pensaba si habría algo en que mis conocimientos pudieran ser de utilidad. En uno u otro sentido.

—A ti te han puesto a escardar, ¿verdad?

—Así es, madre venerable, y no me quejo, ni se me pasaría por la cabeza. Agradezco el tratamiento dado a mi alumno, aunque confío en que sus sufrimientos se hayan aliviado. También agradezco mi alojamiento, que comparto con ese Urbano que trabaja conmigo en el berzal, escardando mañana, tarde y noche. Lo agradezco de todo corazón. Mañana, tarde y noche.

—O sea que has venido a darme las gracias…

—A eso y a hablarle de mi época en la corte francesa, aunque no soy hombre que disfrute alabando sus propias hazañas.

La abadesa arqueó las cejas.

—Claro que esa historia podemos contarla en otro momento —dijo Giuseppe retrocediendo hacia la puerta, donde empezó a hacer reverencias, hasta que llegó al corredor del claustro, donde continuó haciendo reverencias, hasta desaparecer con paso rápido por la escalera que llevaba al huerto.

Enseguida divisó a Urbano, que estaba donde había estado todo el tiempo, aunque su sonrisa era más amplia aún y sus encías estaban más visibles. Todo estaba en silencio, había tal silencio que podía oírse el vuelo de un moscardón que dibujaba una pequeña línea negra en el enrarecido aire montañés. Urbano emitió un sonido gutural incomprensible. Tal vez estaba exhortando a Giuseppe a que agarrase la azada y siguiera trabajando. Puede que el hombre sólo quisiera ser cortés y compasivo. Eso jamás llegaría a saberse.

Era, pues, un día especialmente silencioso, una revelación incomparable: sencillo por completo, un prototipo de todos los demás días, aunque con la particularidad de que irradiaba una locura absoluta. Giuseppe se dijo: «Me está invadiendo el pesimismo.»

Se sentó con las piernas estiradas en el suelo.

Urbano lo miró fijamente. A Giuseppe no le importaba. Ni aunque lo mirase todo el mundo.

«Tengo que irme de aquí. —Las palabras se repetían como el eco de las montañas—. Aunque eso suponga perder a Arturo. No, no voy a perder a Arturo; tenemos demasiadas cuentas pendientes, porque ¿qué es eso de estar en el lazareto, en una cama que debería haber sido para mí? Está comiendo la carne destinada al desnutrido y dejando que lo refresquen con zumo de limón dos veces a la hora, mientras mi garganta está seca como el cuero. Que permita tal barbaridad supone un escarnio para su maestro, quien, además, comparte esta celda con un engendro anatómico, una desviación sin relación alguna con batracios, personas o primates. La única distracción que tengo es cuando Urbano engancha el caballo al carro y vaciamos la letrina en el río, porque entonces no lo huelo. Voy a volverme loco de tanto escardar, chiflado por un trabajo de idiota e hipersensible al silencio. Si no me marcho de aquí cuanto antes, terminaré como mi compañero. Ya han empezado los síntomas: mi cuello se ha acortado y me está desapareciendo la nariz. Dentro de un año habrá dos burros en el berzal, y el otro se llama Urbano.»

No obstante, continuó trabajando todo el día en el huerto, comió sus gachas, bebió su agua y se durmió mecido por los ronquidos rítmicos de Urbano. Y así pasó una semana más. Para entonces Giuseppe había logrado permiso para visitar a su alumno, quien lo recibió vestido con una camisa recién lavada. Arturo estaba tan recuperado que podía incorporarse. Las mejillas, tan pálidas otrora, estaban redondeadas y rubicundas, y el apagado fulgor que tantas veces velaba su mirada se había disipado, transformándola en clara e intrépida. Incluso los dientes estaban limpios y relucientes como la fragante ropa de cama.

—Bienvenido, maese —dijo, contento—, bienvenido a nuestro hermoso lazareto.

Giuseppe hizo una mueca que quería ser una sonrisa, y miró de reojo a una hermana que estaba distribuyendo agua entre los enfermos.

En la mesilla de noche había un ramillete de flores de la estación. Por una u otra razón, Giuseppe sintió una punzada. Nadie le prohibía coger un ramo para el banco que había entre él y Urbano, pero estaba seguro de que aquel monstruo se comería las amapolas en el transcurso de la noche.

—Lo he echado de menos, maese.

Giuseppe guiñó los ojos y apretó los dientes.

—Lo he echado de menos todas y cada una de las horas que pasaban, maese.

—Me alegra oírlo —gruñó—, igual que me alegra verte tan recuperado, aunque cuesta comprender qué mal padecías. Claro que todo el mundo sabe que la hipocondría está bastante extendida. Pero tu enfermedad quizá tenga otro nombre bien distinto, que, curiosamente, no está descrito en los libros y es del todo desconocido para alguien que ha estudiado.

—Las hermanas que me cuidan —susurró Arturo— dicen que es anemia y desnutrición generalizada. Me han mirado la lengua, tomado el pulso y estudiado el color y concentración de la orina. Dicen que va mucho mejor, y a decir verdad —añadió, ahogando un bostezo con la mano—, nunca me he encontrado tan bien.

—No me digas, amiguito —repuso Giuseppe, alzando los hombros con fingido regocijo—. O sea que nunca te has encontrado así. Salta a la vista. Tienes las mejillas lozanas como manzanas en otoño, y tu pelo brilla como las fosforescencias marinas. Y tus muslos —agregó, palpándolos— están tan rollizos que pareces un monje. Menudo milagro.

—Soy muy feliz, maese…

—Sí, ya lo veo —contestó, mordiéndose un nudillo.

Arturo estaba radiante como un sol.

—Me dan toda la comida que puedo tomar: cordero, carne de cerdo y lonjas de buey, gallina recién hervida y un conejo magnífico. Ayer comí asado de liebre, y hoy vamos a tomar sopa de verdura y pan recién hecho, así como un plato de lentejas, fruta del tiempo y el zumo de naranja más sabroso que pueda imaginar.

Giuseppe tenía la mirada perdida. Siempre había sentido debilidad por las naranjas.

—Nunca gachas —murmuró, rotando la cabeza.

—No, qué va —dijo Arturo, riendo—, nunca gachas. Y la cama, maese, es el más delicioso prado veraniego que pueda soñar. Espero que maese duerma igual de bien que yo.

—Bueno, no me quejo —musitó, mientras un espasmo le atenazaba la espalda—, porque duermo como un maldito faquir. Pero después de estar doce horas dándole a la azada, me duermo tan rápido que apenas reparo en el cerdo barrigudo con quien comparto celda.

—¿Ha hecho un amigo aquí, maese?

—¿Un amigo? —Giuseppe soltó una risa ahogada—. Supongo que sí. El amor que me profesa es tan desbordante que no me atrevo a darle la espalda al acostarme.

—Y las hermanas —suspiró Arturo—; nunca había visto manos tan suaves y experimentadas. No me dejan lavarme solo.

—Ah, ¿no? Y ¿quién se encarga de ello, si se me permite la frivolidad?

—Ellas. Me lavan de la cabeza a los pies con un jabón de lo más fragante, y por la noche una hermana vela mi sueño, sentada a mi lado para que no me falte nada. ¿Usted tampoco duerme solo, maese?

—No. Como ya he dicho, tengo la suerte de contar con un compañero de nombre Urbano. Habla por la nariz. —Miró en derredor y bajó la voz hasta convertirla en un cuchicheo irascible—. Pero, Arturo, tú sabes bien que estás en la cama de tu señor, ¿verdad?

—¿En la cama de mi…?

—Exacto. ¡Mírame, mozo! ¿Qué ves?

—No comprendo.

—No, tú no comprendes nada, pero eres un entendido en el arte de la simulación. En eso eres un auténtico maestro.

—Pero, maese…

—¡Cretino desagradecido! Mi espalda ya nunca será lo que fue, me sangran las manos y me duelen los hombros, pero eso no es nada comparado con la tortura que sufre mi mente. Mañana te levantas de la cama y dices que ya estás sano, ¿comprendido?

—Sí, maese.

—No soporto un día más. Demonios, cómo apestas a jabón.

Pero algo más tarde, aquella noche, todo cambió.

La cosa empezó después de las vísperas, o mejor dicho en las nonas, cuando le dijeron a Giuseppe que tenía que ir al despacho de la abadesa tras las vísperas.

Se halló de nuevo ante la venerable superiora, que esa vez le rogó que tomara asiento. El tono era el mismo de la otra vez, sólo que algo más moderado.

—Dices que eres herborista y que has estudiado en Salerno.

—Sí, madre venerable.

—Entonces llevarás en tu carro preparados y ungüentos, medicinas y fórmulas, ¿verdad?

—Creo poder decir que en casos de caída de pelo, pérdida de memoria, tedio, melancolía, sarpullidos, espumarajos y reumatismo, la farmacia de Pagamino puede sanar la mayor parte, y alguno más.

—Aquí tenemos bastantes medicinas, y en cuanto a los estafadores ambulantes, también recibimos a menudo su visita.

—¿De verdad, madre venerable? Y ¿qué suelen hacer con ese tipo de gente?

—Ponerlos a escardar.

Giuseppe entornó los ojos y pensó en su orgullo. Siempre había imaginado el orgullo de un hombre como un pan de trigo redondo, y era posible que la vida hubiese hecho que del suyo quedara sólo un mendrugo, pero ahora ni un mendrugo: se había acabado. No tenía intención de morir en el berzal; de hecho, no pensaba seguir allí ni un día más. Al contrario, pretendía decirle a aquella mujer un par de verdades, porque una vez más lo habían castigado por un delito que no había cometido.

—Y el delito consistía aparentemente en que dejé de lado el camino para poder saciar mi sed. Pero el castigo de tener que andar escardando desde la mañana temprano hasta el anochecer no parece corresponderse a la fechoría de pedir un sorbo de agua y un pedazo de pan. De modo que si la madre venerable no tiene nada en contra, voy a enganchar la mula al carro, despertar a mi alumno y marcharme de aquí. Y permítame añadir que he estado en conventos en que la misericordia y la piedad, la hospitalidad y la compasión humana eran más visibles. También he encontrado más caridad, amistad y generosidad en los leprosos, que no poseen nada, aparte de la matraca y el cazo de limosnas.

La abadesa no se inmutó; se contentó con espantar a una mosca que insistía en posarse en su mejilla.

Giuseppe se puso en pie.

—Adiós, madre superiora.

—Haz el favor de sentarte, Pagamino. Hay una cuestión sobre la que deseo hablar contigo, que es mucho más importante que tus tribulaciones. Resulta que aquí tenemos en ocasiones pacientes cuyos males no podemos sanar. Nos imaginamos que curamos a la mayoría, y estamos agradecidas por ello, pues ésa es la meta de nuestra vida. Pero como decía, a veces no bastan ni las medicinas ni los rezos, y en el caso que voy a presentarte se trata de una de nosotras, la hermana Emilia, que está enferma. Es muy joven. Puede que la hayas visto, se ha rapado la cabeza.

—No, no la he visto.

La abadesa le dirigió una mirada inquisitiva, aunque nada hostil.

—Suele suceder que las dolencias físicas sean más fáciles de curar que las del alma. Al principio pensábamos que era una
lunámbula
, ya sabes a qué me refiero.

BOOK: El Embustero de Umbría
2.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Gone by White, Randy Wayne
Storm and Stone by Joss Stirling
Dark Summer by Jon Cleary
The Speed Queen by Stewart O'Nan