El Embustero de Umbría (29 page)

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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: El Embustero de Umbría
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—Claro, porque no estaba tu maestro y señor para preguntarle. Cuéntame lo que hiciste mientras me cortas las uñas de los pies, que las tengo tan crecidas que se me van a hundir en la carne.

Arturo se colocó los pies de su señor sobre las rodillas y empezó a trabajar.

—Bueno, pues recurrí al
Triturus cristatus
ese.

—¿Recurriste a qué? —dijo Giuseppe, retirando el pie.

—Al
Triturus cristatus
, maese. En la casa de Florencia había un gran estanque.

—Sí, lo recuerdo.

—Y el jardinero mayor puso en aquel estanque muchas plantas de todas clases, y al fondo vivía una salamandra con la cabeza moteada de marrón.

Giuseppe entrecerró un ojo y pidió a Arturo que continuase, tanto con el relato como con el cuidado de las uñas de sus pies.

—Pues sí, el abdomen de la salamandra contiene una secreción que el jardinero mayor empleó una vez que la señora tuvo estreñimiento. Ella se hinchaba y se hinchaba, hasta que él le untó la tripa con aceite de salamandra. Así que yo hice lo mismo con la pobre mujer.

Giuseppe miró fijamente ante sí.

—Yo creía que habías usado tu propia saliva —masculló.

—Era una mentirijilla, maese, porque no me atrevía a decir que el aceite procedía de un animal que había encontrado en un estanque. Por suerte, la mujer dio a luz un hijo sano, y así terminó todo felizmente para aquella familia.

—Felizmente… —gruñó Giuseppe—. ¿Cómo va a terminar felizmente la historia cuando los padres son blancos como la leche y el hijo es negro como la pez?

—Sí, aquello fue un enigma, sin duda.

Giuseppe agarró a su alumno por el lóbulo de la oreja.

—No era más enigmático que una vaca que come hierba y después caga. Claro, la habías frotado con tinte para verrugas, y como consecuencia el niño salió negro como el diablo al trasluz.

—Pero tras el barullo inicial, los padres se pusieron muy contentos con el pequeño.

—Por supuesto que se pusieron contentos —suspiró Giuseppe—, porque el Paraíso está bajo los pies de las madres, como reza el Corán. Pero háblame de las siete hermanas de Rafael. Aunque antes sírveme un poco de eso que llamamos agua bendita. Noto que me invade la melancolía, y los acontecimientos que he vivido se me han grabado en la mente; necesito tranquilidad, cuidados femeninos y abundante bebida. Puedes imaginar que la vida que he llevado mientras estábamos separados no ha sido ningún jardín de rosas. Creo que viviré al acecho y perseguido hasta el fin de mis días; que al obispo de Lucca no va a importarle la historia de Del Sarto, y, aunque fueron los elementos los que mataron al verdugo, seguro que anotan tanto la tormenta como el terremoto en el debe de Pagamino; y cuando haya que ajustar las cuentas, Agostino se cobrará en muerte y destrucción.

Arturo escanció la bebida contra la melancolía y empezó el relato del puente colgante de Rafael.

Giuseppe bebió, cerró los ojos y dormitó. Vio con su mirada interior el molino amarillo rodeado de sauces llorones, cuyas ramas colgantes, deshilachadas, ocultaban el domicilio de las siete hermanas. Eran a cuál más bella y a cuál más dulce, de modo que el día transcurría en medio de canciones, pero no canciones que resuenan alto y claro, sino esa clase de tarareo a media voz que tiene relación con el viento entre los árboles y la corriente del río. En la galería exterior se ve una hilera de mecedoras de mimbre, para poder acompañar el ritmo de las melodías de las jóvenes. Una de ellas está trenzando mimbre, las mayores golpean la colada contra las piedras del estanque. El ritmo de los golpes y el balanceo de las mecedoras hacen juego con el viento sur y el tiempo que pasa. Pero la menor de ellas, a saber, la chica del pelo verde, está tumbada en la cama del ático: sufre mal de amores porque aquel a quien ama ha muerto. Se llama Aqua; le han puesto el nombre de una constelación, igual que al resto de la familia.

En la terraza hay colgadas campanitas de todos los tamaños, hechas de caña, que repican en tonos agudos y graves cuando las atraviesa la brisa. Por lo demás, reina el silencio. La paz proviene de la fecundidad, pues no hay en el mundo cosa más pacificadora que una mujer embarazada; y todas las chicas del molino tienen el vientre redondo y la mirada ensimismada.

Arturo se inclina sobre su amo, que está tumbado con la boca abierta.

Está a mitad de camino de Rafael. A la voz que hablaba de las siete hermanas le ha seguido el sueño de su casa, y en ese momento Giuseppe oye el viento en los juncos huecos.

23

Donde se habla de las almendras garrapiñadas del Paraíso
y la cabeza del amante en el tiesto de la albahaca

En el Paraíso huele a agua de rosas y melocotón. Al cielo azul se le añaden una serie de nubes algodonosas que se extienden hasta el infinito, como los pulgones en una rosa. El cielo está limpio y claro, y flota en el aire un deje de grosella y vainilla, así como de anónimas esporas de ultramar. Un aroma de nostalgia mezclado con la fragancia de las ansias por conocer mundo, la endrina del terruño y la denominada hierba de la memoria, que crece en las profundidades de la vida. En el estanque el agua gorgotea, y las burbujas emergen como carcajadas que surgen y revientan, para emitir con el crepúsculo un trino que se funde con la niebla —oh, sí, un tul de lo más refinado—; porque por la noche el Paraíso se mueve a la deriva de costa a costa, y las constelaciones aparecen en la bóveda celeste, para, con el canto del gallo, volver a donde todo empezó con un rubor.

Todo eso lo sabe el que está tumbado en el jardín sobre un lecho de blandos cojines. Mira a lo alto, a las ramas de los sauces, de las que caen constantemente hojas medio marchitas, pues es otoño en el Paraíso y hace fresco. La corteza de los viejos árboles está arrugada y porosa. Se dice que Tiberio escribió con un cuchillo su nombre en uno de los troncos. El tiempo lo ha borrado y el emperador ha desaparecido, pero el árbol sigue bebiendo de la fuente subterránea, y sus raíces recuerdan el filo del cuchillo y la piel de la serpiente, así como la rama de viejas fibras del columpio que utilizaba Abel cuando su abuelo se compadecía de él y lo dejaba jugar en el jardín.

Giuseppe tiende la mano hacia el vaso, bebe el zumo y nota cómo la canela, el jarabe y el agua de manantial se distribuyen como la seda en su boca.

—Dios dio a la persona el salmo —murmura—, y el diablo nos dio el juego, pero a la hora de lavar la ropa, los pobres mortales tenemos que arreglárnoslas solos.

Cierra los ojos y olfatea sus mangas, pues no hay como el olor a ropa limpia. Lo ha dicho tantas veces que es casi una trivialidad: un baño caliente es reconfortante, acostarse con el estómago lleno es maravilloso, el vino de uva madura proporciona alegría, y el hombre dormita dichoso tras el encuentro con el cuerpo femenino; pero meterse por la cabeza una camisa recién lavada supone una muda de piel sin par.

—De todos nuestros órganos sensoriales —suspira—, la nariz es el menos celebrado. No lo digo porque vaya a renunciar a alguno, ahora menos que nunca. Sé de la felicidad que va y viene como el rubor de una doncella. De viejo te contentas con poco, porque a esas alturas de la vida no van a regalarte más que pelos en las orejas.

Giuseppe cerró los ojos. En Rafael había probado absolutamente de todo durante varias semanas. Era una dicha sin fin; parecía que las embarazadas no sabían hacer más que complacer a sus invitados, lamer sus heridas y deleitar sus paladares.

—Estoy entrando en los sueños de mi infancia —susurró—, siguiendo las huellas de pasitos de una época en que nada malo podía ocurrirme. La tierra era mi patio de recreo, y la luna, mi sonajero.

¿Cuánto recordaba de su temprana infancia, aparte de la luz del sol, el calor de una mano y el alboroto de las gallinas?

—La pérdida de memoria del anciano es el regalo de Dios al pecador —murmuró—. Y ¿qué más puede desear un hombre?

Por la mañana, el tenue repicar de junco contra junco lo despertaba al olor de gachas calientes con almendras garrapiñadas y a limpia ropa blanca ondeando al viento.

A continuación, el día transcurría como debe transcurrir, es decir, sentado a la sombra azul verdosa escuchando el arpa lejana con que la mayor de las hermanas solía entretener a la gente que tenía alrededor. Había un extraño vínculo entre su música y la luz de la tarde, vínculo que no había que explicar, sino disfrutar. En ese momento, todas las ideas volvían hacia uno mismo: volaban en corrientes de aire circulares, inspeccionaban los diversos rumbos de su vida, los rodeos y fatales tentaciones, para regresar a casa por la noche con una rama de olivo en el pico, recogida de una playa con cocos de color anaranjado.

Antes del mediodía dejaba que lo llevaran a través de la exuberante vegetación que ocultaba la gran terraza; aunque repetía que no era ningún anciano, gozaba con los esmeros de las mujeres y se fingía más impedido de lo que realmente estaba; y si no hubiera sido por Arturo, habría cedido y permitido que le pusieran la cena en la boca. Aquello agradó a las anfitrionas, que necesitaban practicar antes de que llegara la prole. Solían regocijarse hablando de los invitados como si fueran los reyes magos que anunciaban sus siete nacimientos. Giuseppe no puso ninguna objeción a que lo llamaran de tal modo. Cada vez que levantaba la voz, las hermanas se callaban y escuchaban devotamente. No recordaba cuándo fue la última vez que había tenido un público tan atento. Aquello excitaba a la lengua farisaica, y ponía patas arriba el relato de sus tiempos de estudiante en Salerno, así como la proeza del bosque, donde liberara a la noble doncella de diecisiete feroces bandidos, con el debido respeto a las exigencias de la historia para con la fantasía. Las chicas le pedían una y otra vez que les contara la aventura del terremoto, porque a lo que Giuseppe llamaba sus recuerdos, las chicas lo llamaban aventuras, y en ese sentido eran insaciables. Podían permanecer levantadas hasta medianoche para oír hablar de la bruja de las montañas que ardió en la hoguera en Lucca. El relato más popular era el de la tormenta de Gadolfo. Nunca se cansaban de oír aquel drama. Giuseppe siempre esperaba a que Arturo se acostara para añadir nuevos detalles a aquella noche funesta; las extrañas rectificaciones del chico confundían a las hermanas y echaban a perder la historia, que quedaba demasiado escueta y ordinaria. Pero cuando el alumno se retiraba al catre, el maestro podía hablar sin trabas de los miles de demonios de color cardenillo surgidos de las profundidades de la tierra, aunque siempre se acordaba de decir unas palabras alentadoras al final, para no perjudicar el reposo nocturno de las futuras madres.

Entonces las embarazadas se ponían en fila para que él bendijera sus redondos vientres antes de marcharse a descansar.

—Buenas noches, que tengas felices sueños, Capricornio. Que el sueño te haga bien, Saggita. Que el descanso perfeccione tu belleza, Andrómeda. Que los malos pensamientos eviten tu lecho, Lacerta. Que sueñes con tu hijito, Monocera. Hasta mañana, hermosa Libra.

Después de dar las noches a las seis hermanas mayores, Giuseppe subió la escalera del ático del molino, donde estaba acostada la hermana pequeña. En el cuarto austero había una cama, una jofaina y un tiesto de barro ocre con albahaca fresca.

—Que tengas dulces sueños —le dijo a la delicada joven.

—No sueño nunca —replicó ella.

—Pero ¿en qué pasas el tiempo aquí arriba? —preguntó Giuseppe.

—Cuido de mi planta.

—Y cómo; porque debes de tener un don para las plantas, que son igual de verdes que tu cabello. ¿Con qué abonas la albahaca? Crece como las aguas del mismísimo Nilo.

—Con lágrimas y zumo de naranja —respondió la joven.

Al contrario de sus hermanas, Aqua era menuda de tamaño, como una sílfide; su piel era clara, casi transparente, y su cabello, abundante y de color verde primavera.

Cuando sintió la necesidad de saber más acerca del extraño embarazo de las jóvenes, Giuseppe tuvo que sacarle a su alumno la historia de la chica.

—Ha llegado a mis oídos que el Hombre de los Milagros también estuvo saltando al potro en Rafael.

Ahora resultaba que los siete embarazos no se debían en absoluto al Hombre de los Milagros.

—¿Pretendes decirme, apacible cretino, que no has metido mano en el asunto? Claro que tampoco ha sido cosa de la mano…

—Deje que le cuente todo, maese —respondió Arturo, y empezó a narrar la extraordinaria y trágica historia de la chica de pelo verde.

Había tenido seis pretendientes, todos ellos hermanos. Se turnaban en sus visitas al molino y se dejaban agasajar por las seis hermanas mayores, pero sólo tenían ojos para la más pequeña, aunque ella no tenía ojos para ellos. No obstante, los muchachos no se daban por vencidos y siguieron cortejando a la sílfide de Rafael, hasta que un día pasó por allí un hombre que vendía arpas eólicas hechas de caña. Se llamaba Giovanni y era el mozo más apuesto que se hubiese visto. Él y Aqua se enamoraron inmediatamente. Sus encuentros nocturnos no eran bien recibidos por los hermanos, y una vez, avanzada la noche, se abalanzaron sobre él, lo mataron y lo enterraron. Tras aquel crimen, los seis se casaron con las seis hermanas mayores, que no sabían nada de la desgracia ocurrida. Después, ellos se fueron a Génova para ganarse la vida como marineros.

—Maese, ¿recuerda quizá el gran naufragio que sufrió la armada de Génova frente a las costas de Córcega?

—Pues no, no lo recuerdo; pero cuéntame más de la pobre chica —dijo Giuseppe, tumbándose en la cama.

—En los días que siguieron, Aqua lloró la pérdida de su amado; pasaba las noches en la terraza, llamándolo. Finalmente subió al ático y se acostó, porque no quería vivir más. Pero sucedió que Giovanni se le apareció en sueños. Lo veía exactamente igual que si estuviera vivo, de pie junto a la cama; pero estaba muy pálido, sus ropas estaban manchadas de tierra, y en sus afligidos ojos no había vida. Le dijo: «No me llames más, porque no voy a volver, pues estoy muerto y enterrado.» Después Aqua lo siguió hasta el lugar donde lo habían sepultado. Estaban a punto de llegar cuando ella despertó del sueño. Pero la noche siguiente se levantó y se dirigió a la arboleda donde estaba el cadáver de su amado. Con un cuchillo le cortó la cabeza y se la llevó a casa sin que nadie lo supiera. A continuación tomó un tiesto grande y depositó en él la cabeza, la cubrió de tierra y plantó unas preciosas albahacas, que regaba con lágrimas y zumo de naranja. Quedaron, pues, siete viudas en el molino de Rafael, y así es como terminó la historia de Aqua y Giovanni. —Arturo hizo un gesto de impotencia con la mano—. Es triste, ¿verdad, maese? —dijo, suspirando.

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