—Sácame de aquí, Arturo.
Los campesinos del lugar llevaban mantas sobre los hombros y niños pequeños en brazos. Miraban a lo que había sido la iglesia del pueblo y a las dos figuras embarradas que se alejaban fatigosamente, agarradas del brazo.
Apuntaba el día con la misma palidez que si alguien hubiera encendido una vela tras una membrana de hielo.
Giuseppe se miró las manos y sacudió la cabeza.
Les quedaba mucho camino hasta llegar a donde estaban el carro y
Bonifacio.
Giuseppe se apoyó en Arturo, y observó que sus piernas no eran lo que habían sido.
—Pero estoy vivo —murmuró, y se hincó de rodillas.
Arturo lo puso de pie.
—Sí —dijo sonriendo—. Ahora nos habrían venido bien unas piernas como las del Gran Lambrini.
Giuseppe se detuvo y agarró a su discípulo, pero cambió de parecer.
«Mi boca —pensó— está cerrada con siete sellos.»
Puesto que muchos han intentado componer la narración de las cosas realizadas entre nosotros, me ha parecido también a mí, que he investigado todo cuidadosamente desde los orígenes, hacerte una narración ordenada, para que conozcas el fundamento de las enseñanzas que has recibido de palabra.
LUCAS 1 1-4
Acerca del camino de los dos mil álamos y el encuentro
con las siete hermanas embarazadas de Rafael
Durante las semanas siguientes, Giuseppe y Arturo desgastaron las suelas por los caminos de Emilia. Tenían que alejarse lo más pronto posible; lo mejor sería llegar tan al norte que nadie hubiera oído hablar del Hombre de los Milagros o de Alberto el Venerable. No sabían cuántas millas habían dejado atrás, porque no contaban los días, las horas ni las semanas. Giuseppe iba al pescante, y Arturo corría junto a
Bonifacio
. Así atravesaron los extensos campos de cereales de la llanura del Po. Pernoctaban bajo el cielo tachonado de estrellas, descansaban en los estrechos diques del delta y se maravillaban ante la profundidad del universo y la brevedad de la vida; pero hablaban sobre todo de la suerte, que aún los acompañaba. Porque Arturo conocía un camino en que se alineaban dos mil álamos. No sabía si era un atajo o un rodeo, pero al final del camino estaba la ciudad de Rafael, y en la ciudad de Rafael vivían las siete hermanas.
Era octubre, y el calor cedía ya. Durante el viaje, Giuseppe entretuvo a su alumno narrando sus peligrosas hazañas, y no ahorró detalles al describir su heroísmo. Se concentró sobre todo en el ataque del bosque, donde logró vencer a cinco bandidos que cargaban con dos muertes en su conciencia y estaban a punto de añadir una más a su colección. Si no hubiera aparecido
él
para salvar a la futura novia de Viareggio.
—No voy a contarte lo que dijo la doncella en aquella ocasión, pequeño Arturo, pues es bien sabido que la alabanza en boca propia sabe a calabaza.
—Menudo valor el suyo, maese —dijo el muchacho con un suspiro, mientras preparaba un asado de conejo en el noreste del Véneto.
—Como decía, no es cosa de pavonearse —murmuró, mientras dividía el botín tras un afortunado paseo nocturno por los alrededores, en que él y Arturo habían hecho buen uso de las herramientas de cavar. La chica era bastante joven, no tendría más de diecisiete años, según el cálculo de Giuseppe, que obtenía esa información por los huesos y la anchura de las caderas.
—Un cráneo bien formado —le dijo a Arturo cuando estuvieron dentro del agujero—, pómulos altos y nuca redonda, sobre todo dientes sanos, y los pies son estrechos y lindos.
—Piernas largas —añadió Arturo, comparando el fémur de la mujer con el suyo.
—Parece que ahora te interesa el otro sexo —gruñó Giuseppe—. Ya he oído en qué se divertía mi alumno mientras uno estaba a punto de estirar la pata en la madriguera de un zorro.
—Lo que dice es muy misterioso, maese.
—En el retrete del zorro no había nada de misterioso; todo lo contrario a tus fechorías, Arturo, que están llenas de episodios en que se ve lo bien que saltas al potro y cómo utilizas de mala manera las fórmulas ahorradas con el sudor de mi frente. ¿Quieres que te refresque la memoria, pequeño cretino? ¿No había una historia de una mujer de Copparo que de pronto se volvió fecunda tras tu visita?
—No lo recuerdo, maese.
—No, claro, porque estarías tan atareado esparciendo tu simiente que no podías contar a cuántas mujeres montabas. Pero yo no he reunido una auténtica farmacia para tu entretenimiento, y tampoco he empleado treinta años de mi vida estudiando medicina para beneficio de tus órganos sexuales. Aparte de que no veo que haya milagro alguno en hacer lo que han hecho hombres y mujeres desde que Adán y Eva engendraron a Caín y Abel.
Arturo volvió a colocar el fémur en su sitio.
—¿Habla del Hombre de los Milagros, maese?
—Sí, hablo precisamente de él; pero corría también la bonita historia de las siete hermanas que sanaron asimismo de su infertilidad. —Arrojó el trapo que había usado para el aseo—. No habrá habido harén en Arabia donde el sultán se haya divertido tanto.
—Ha de saber, maese —dijo Arturo, recogiendo el trapo—, que había muchos curanderos atendiendo a los campesinos de la zona con ungüentos, aceites y otros favores.
—Ya me lo imagino —bufó Giuseppe—; porque el mundo está lleno de estafadores y quirománticos, igual que la cagada está llena de moscas. Y el peor moscardón se llama casualmente Rinaldo.
—¿Es ese señor algún conocido de maese?
—Era conocido, pero señor no lo ha sido nunca. Eduardo Rinaldo es un auténtico cerdo que, por una u otra razón, decidió meterse monje. Puedes aprender mucho de su historia, pequeño cretino, porque en lugar de vestir el algodón clásico de los monjes, Rinaldo empezó a adornarse con todo tipo de aderezos elegantes que encontraba. También se puso a componer canciones, sonetos y baladas; aunque bien sabe Dios que el mundo está lleno de monjes parecidos a Rinaldo, que son el bochorno del mundo. No se avergüenzan de su obesidad, su cara hinchada y sus ropajes exuberantes. No son humildes como palomas, sino que se pavonean como gallitos y coronan sus cabezas con llamativas crestas, y entre sus cosas hay de todo, desde aguas perfumadas hasta tarros con jarabes medicinales y cantimploras de vino de malvasía. Están gordos y aquejados de gota, y todo el mundo sabe que la gota no es enfermedad de sobrios. Ojalá Dios interviniera para ayudar a la gente sencilla que paga la fiesta. —Giuseppe se secó el sudor de la frente—. Y ese Rinaldo —gimió— predica la moral desde Nápoles hasta Lucca. Además, despluma a los ingenuos campesinos, igual que se despluma una gallina.
—¿Conoció tal vez a ese monje de joven, maese?
—De muy joven, Arturo: éramos hermanos de sangre cuando estudiábamos en Salerno. No recuerdo cuántos años fueron. Pero el mundo ha de saber que Rinaldo y Pagamino eran como un hombre y su sombra, porque solíamos estar juntos de la mañana a la noche. Compartíamos todo, penas y alegrías, estudios y trabajo nocturno; porque fue Rinaldo quien me inició en el trabajo de excavar.
—¿Eran ladrones de cadáveres?
—¡En absoluto, válgame Dios! Pero todo tiene un comienzo, y aquello empezó con el estudio del esqueleto humano, el diagnóstico de enfermedades mediante la observación de cadáveres. Después nos fuimos interesando más por las joyas que llevaban los muertos en sus ataúdes. Las palabras de la tentación fueron las primeras que se dijeron en el Paraíso, recuérdalo, Arturo; y la tentación fue demasiado fuerte para Rinaldo y Pagamino. Si hubiéramos tenido un mecenas o un padre acaudalado, todo habría sido diferente. No obstante, Rinaldo era un amigo generoso. Recuerdo especialmente un anillo que me regaló. Lo llamaba
Aurora
, pues tenía los mismos colores del alba. Yo debía llevarlo en el dedo hasta el día en que conociera a una mujer, quien habría de llevarlo puesto al matrimonio. Aquella misma tarde terminaba la Cuaresma, y estuvimos en un banquete en casa del famoso médico Edward Lacarte, que enseñaba Medicina en la universidad. Recuerdo como si fuera ayer el momento en que enseñé el anillo a los reunidos. Recuerdo la reacción de la gente, pues el anillo que adornaba mi dedo anular era el mismo con que Lacarte había enterrado a su madre poco tiempo antes. —Giuseppe bajó la cabeza—. Fui expulsado, quemaron todos mis papeles. Me quedé sólo con la ropa que vestía.
—Pobre maese. ¿Quiere que lo despioje?
—Calla, cretino. Calla y escucha a la desgracia, pues entonces empezó para mí una nueva vida. Una vida que iba de pueblo en pueblo; me convertí en un hombre cuya vida estaba relegada a las sombras. Entre las personas yo era una rata, y pronto comencé a parecer una. En cuanto a mi amigo Rinaldo, se metió monje, y hoy en día va con la coronilla rapada. Un día de éstos voy a coger un cuchillo y arrancarlo de mi cabeza, porque no deja de hablarme. Pero oírlo predicar la moral es como reírse de la luna; son los orondos y elocuentes quienes mandan, y entre ellos el hermano Rinaldo es un maestro. Me pongo enfermo cuando pienso en esas cosas, se me sube la sangre al cerebro y enseguida me entra dolor de cabeza. Siéntate aquí, Arturo, que voy a cambiar de tono.
Después siguió la historia del príncipe de Mirandola, quien en agradecimiento le regaló una valiosa joya que había comprado en Roma.
Giuseppe giró la cadena entre sus dedos.
—¿Ves esto, Arturo? Es una joya que no puede valorarse en florines, ni tampoco con todo el oro que guarda el califa bajo la arena del desierto.
—¿Se lo regaló el príncipe, maese?
—Un regalo de agradecimiento, pequeño cretino; porque esta cadena tiene una historia con que voy a entretenerte mientras me despiojas, aunque no aquí. Pronto será de día, y no quisiera que me pillaran con las manos en la masa. Cuida de tapar el ataúd y cúbrelo de tierra, que nadie vea que hemos estado aquí.
Cuando con las primeras horas del día continuaron su camino hacia el pueblo de Rafael, Giuseppe relató su encuentro con el príncipe y la historia de la joya que ahora le pertenecía.
—Hace más de cien años, el gallardo Ricardo Corazón de León trató de vencer a los infieles en Egipto. Junto con Felipe Augusto de Francia, luchó contra el general Salah-el-Din, llamado también el gran Saladino. En realidad era kurdo, había declarado la guerra santa a los cruzados y, tras haber conquistado Jerusalén y Palestina, se convirtió en el gran guerrero del islam. Como decía, luchó contra Ricardo, y me duele decirlo, pero el rey cristiano perdió la batalla frente a los infieles. El canalla de Saladino no tuvo reparos en saquear al rey de Inglaterra en el momento de la victoria. Saquear, Arturo, toma nota. Y entre las joyas que le robaron los infieles había una cadena, que su mujer había regalado a Ricardo cuando él marchó a la guerra por su fe. Aquella joya pasó de general en general, de califa en califa, hasta que terminó en manos del emir de El Cairo. Hombre malo y codicioso donde los haya, que, aparte de su sórdido harén, tenía cuarenta y seis amantes negras como el carbón, llevadas de África y criadas a la sombra de El Cairo. Una de ellas, llamada Gomorra por la ciudad pecadora, encontró un día a su amante, el rechoncho emir, muerto en la cama, y así fue como la joya real volvió a cambiar de dueño, pues pasó a estar en el tobillo de una puta.
—Maese… —jadeó Arturo.
—¿Qué te ocurre, mozo? Estás blanco como la cal.
Arturo detuvo la carreta y boqueó en busca de aire.
—Comprendo tu emoción —dijo Giuseppe.
—El jardinero mayor…
—Vaya, hombre, ¿qué pasa con él?
—¿No se acuerda de la profecía de Florencia de la que le hablé cuando nos encontramos por primera vez? ¿La de la cadena de plata que fue hecha para un rey, regalada a un emir y robada a una prostituta?
—¿Estás insinuando que el príncipe de Mirandola ha robado esa cadena a una puta negra? O peor aún, ¿que yo, su respetable maese y protector, he tenido trato con esa misma hetaira? ¿Quieres que te enganche al carro, cretino?
—Pero, maese… —Los ojos de Arturo destellaron—. Eso significa que es usted el de la profecía.
Giuseppe sacudió la cabeza.
—Yo sólo soy yo, y siempre lo he sido, y hazme el favor de colocar las trampas. El bosque está ahí, y es bien sabido que se duerme mal con el estómago vacío.
Seis horas más tarde, cuando el sol desapareció tras los limoneros, olía a conejo asado y albahaca fresca.
Se encontraban, como se ha dicho, en la parte norte del Véneto, donde reinaban una paz idílica y el sol desde la mañana hasta la noche. Olvidados estaban la tormenta, el terremoto y el monstruo Del Sarto, que se lanzó a la muerte por su propio pie. Brevemente, Giuseppe introdujo a su alumno en la precaria situación relativa al obispo de Lucca y sus terribles ayudantes. También mencionó, por supuesto, su estancia en la mazmorra, motivando que las lágrimas brotaran de los ojos de Arturo, que era de llanto fácil.
—Muchas noches —dijo el muchacho— he estado junto a
Bonifacio
echando muchísimo de menos a maese, porque no sabíamos cómo íbamos a arreglárnoslas sin usted.
—Pero enseguida encontraste solución, ¿verdad? —repuso Giuseppe con un gruñido, tomando el mayor pedazo de conejo—. Ese capítulo no me lo has contado. Tal vez tus bribonadas me aligeren la digestión.
—¿Mis bribonadas, maese?
—Tus supuestos milagros, príncipe de la vulgaridad. No te reprimas, ya ves que tengo la boca grasienta, eso suele dulcificar el temperamento. He oído que has extendido el negocio hasta Rosalina Mare, que ya está lejos.
—Es cierto, maese. Para no morirme de hambre, vendí ungüentos para curar las heridas de los pescadores, porque ganarse la vida en el mar es un oficio duro.
—Casi los regalaste, ¿no?
—Sólo a quienes no tenían para pagar.
A Giuseppe se le atragantó la carne, pero después de reflexionar se contentó con sacudir la cabeza, porque, en honor a la verdad, la cena estaba exquisita, y la recuperada compañía del muchacho, a pesar de su ingenuidad, lo reconfortaba; Giuseppe había decidido que jamás volverían a separarse.
—Cuéntame, cretino —gimió, alargando el brazo hacia el pan.
Arturo carraspeó.
—Había una mujer que llevaba mucho tiempo sufriendo. Estaba en el último mes de embarazo, pero la criatura no quería salir, y la comadrona que la cuidaba decía que el niño estaba perdiendo peso. Entonces fue el marido y me pidió algún remedio para que su mujer diera a luz y sobreviviese su hijo. Yo no tenía ni idea de qué podía hacer.