—¡Si no me ahogo, moriré de frío! —gritó, y siguió avanzando agachado contra el viento—. Una vez estuve a punto de morir de sed, claro que también dicen que cuando por fin llueven gachas del cielo, resulta que el mendigo no tiene cuchara.
Vislumbró ante sí el edificio blanco de la iglesia, que relucía en la tormenta como una vacilante imagen onírica.
—Estoy en camino, miserable carcoma —gruñó, y se le llenó la boca de agua—. Si no te has ahogado, verás de nuevo al cochero que te llevó por el mundo. Eso debería alegrarte, parásito moralista.
Cayó de rodillas, rodó por el suelo y volvió a levantarse.
«Si
Bonifacio
aún vive —pensó—, me ocuparé de que sus últimos días sean los mejores. Ese cuadrúpedo ha tratado mejor al buhonero de Umbría que muchos seres de dos patas.»
—Te daré todo el forraje que seas capaz de tragar, querido asno, pues tu amo está dispuesto a cuidarte, aunque tenga la boca llena de barro.
Se sacudió el agua de las sandalias, dio tres saltos sobre una pierna para recuperar el equilibrio, cayó de espaldas y soltó un juramento, exasperado.
—¿Será que el Todopoderoso trata de decirme que no debería haber salido? En ese caso, puedo aclarar que se necesita más que eso para subyugar a un profanador de tumbas que ha estado rodeado de huesos hasta la cintura desde que le brotó la barba. No es así como se asusta a un hombre que ha pasado sus mejores años en el reino de los muertos, porque cuando se le mete una cosa en la cabeza, la hace. Esté diluviando o no.
Elevó la mirada al cielo gris pizarra, pero era imposible ver más allá de sus narices.
Se puso en pie con dificultad, resbaló en el lodo y continuó hasta llegar al atrio de la iglesia.
Un estruendo lejano indicaba que se aproximaba otra tormenta. Giuseppe sacudió la cabeza. Si a la lluvia se le añadían los truenos, aquello sería diferente a sus anteriores experiencias con los elementos: todo parecía indicar que aquella noche iban a vaciarse los cielos. Solamente faltaba un enérgico rayo que quemara lo que no estaba anegado ya. Pero nunca había oído aquella clase de trueno, pues no procedía del cielo, sino de las entrañas de la tierra. Algo antinatural e inquietante estaba ocurriendo, pero si el mundo iba a acabarse de verdad, Gadolfo era un lugar excelente para ello, pues allí era imposible oponer resistencia alguna.
Miró por el rabillo del ojo hacia las nubes de color granito, donde ardía una cuña de luz, un ojo de cobra que parecía observarlo.
—¿Me ves, Dios? —gritó—. Claro, tú lo ves todo. Pero entonces también oíste lo que mi viejo profesor Edward Lacarte dijo sobre ti.
Se apoyó en la pared y repitió las palabras que se oyeron en la Universidad de Salerno en la mañana de los tiempos:
—Si la gente hubiera confiado siempre en Dios y sólo en Dios, habríamos perecido de enfermedad y candidez.
A lo que respondió la telaraña clerical que siempre se apiñaba en los rincones del auditorio:
—Entonces,
dottore
, ¿la salud es obra de Satanás?
La respuesta de Lacarte atravesó la estancia como el retumbar de una catapulta:
—La salud, señores, es obra del ser humano.
Fue lo que se oyó en Salerno, y fue lo que se oyó en Gadolfo, el desagüe por donde todo ser viviente iba a salir aquella misma noche. Porque aquello era un auténtico diluvio.
Se apoyó en la puerta de la iglesia, buscando guarecerse, asió la manilla y se deslizó al interior de la estancia.
Desde el techo el agua chorreaba en forma de largas gotas deshilachadas, que creaban un coro desalentado al golpear el suelo.
—Menuda misa —gimió—, menuda misa mayor. ¿Y la cripta? ¿Dónde está la cripta en este estanque?
Se apoyó en las filas de bancos y divisó una losa al fondo del recinto.
Avanzó trabajosamente hasta allí, se arrodilló y agarró la piedra con ambas manos, pero se dio cuenta de que era demasiado pesada. «Si fuese más joven, la habría retirado en un momento, pero ahora estoy viejo y débil. Al diablo con todo.»
Escupió con disgusto.
—¿Estás ahí abajo? —gritó—. ¿Hay alguien ahí?
Silencio.
Con un suspiro, se deslizó hasta el suelo y puso la frente contra las rodillas. De pura resignación, se abrió la túnica y descubrió la hernia, del tamaño de un melón.
—Así terminamos los viejos, como embarazadas, con un bulto bajo las caderas, una carga de venillas azuladas que habremos de arrastrar hasta la tumba, a menos que termine con una inmaculada concepción.
Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
—Perdona, Madre Santísima, tú no tienes que sufrir mi mal humor. Demonios, qué maltrecho estoy. ¿Me ves, María?
Al fin y al cabo, había pasado muchos momentos a los pies de la estatua de la Virgen, cuyas lágrimas eran tan gordas como las gotas de una vela de sebo.
—Siempre he sentido debilidad por ti —dijo, suspirando.
—¡Qué lástima! Un viejo y su antiestética hernia.
—¿Aún estás ahí, repugnante sanguijuela? Desde luego, no hay mosca que estire la pata sin que te regodees.
—¿Ha sido una carcoma la causa de que hayas ido tan lejos, Seppe? ¿O ha sido por amor a la Virgen?
—Me ha arrastrado el deber, Rinaldo.
—Vamos, el deber… Mira que tener que oír eso en la casa de Dios… Pareces algo que ha traído el gato, algo mojado y gastado. ¿A qué esperanza te aferras, viejo?
—A que se te seque la boca. A que el padre Agostino se hunda en su propio berenjenal, y a que mañana caiga una camisa seca del cielo.
—No cabe duda de que eres un hombre devoto.
—Hago lo que puedo, y no me importa llevar la contraria a Dios cuando la hospitalidad no se ve por ninguna parte.
—Estás perdido, viejo.
—Te equivocas, Rinaldo. Porque también yo tengo un creador; dame tan sólo la oportunidad de encontrarlo. Tú y los tuyos no sois más que unos publicanos y unos vendecirios.
—Cuida la lengua, estás en una iglesia.
—Es precisamente aquí donde deben oírse mis palabras, y aquí se oirán.
—Estás hecho una ruina, Seppe.
—Como el edificio.
—Ah, pero la iglesia aguantará, puedes estar seguro de ello. Cuando desaparezcas tú, la iglesia seguirá en pie con su tejado y sus hileras de bancos. La palabra de Dios sobrevive a todo.
—Es incomprensible que te haya sobrevivido a ti y a la iglesia.
Giuseppe se desplomó y sintió las gotas de lluvia golpeando su espalda como punzones de cristal.
—Una pulmonía —murmuró—, eso es lo que voy a pillar por mis desvelos. Después toseré hasta morir. «¿Qué le cuelga de la boca al pobre hombre?», preguntan los pequeños; y las madres responden: «Son los pulmones, niños, no miréis.» Pero no he venido hasta aquí para darme por vencido. Giuseppe nunca se da por vencido.
Con una furia repentina giró sobre sí mismo y se echó boca abajo. Tenía la boca apretada contra la rendija que había entre la losa y la cripta.
—¡Arturo! —gritó—. ¿Estás ahí, rapaz? ¡Soy tu dueño y señor, tumbado en el barro!
Silencio.
Giuseppe se dio la vuelta y se quedó tumbado de espaldas. Temblaba de frío, irritación y amargura.
—El tejado no aguantará mucho. Y con él se desvanecerá la suerte. No es que haya sentido jamás que me sonriera, pero desde luego he conocido momentos mejores que éste.
Tosió, y notó que se le soltaba un diente. Sucedió de manera involuntaria y desgarradora. Cayó como una piña del árbol.
Lo escupió al suelo.
Allí estaba, marrón, medio podrido y bien muerto.
Buscó con la punta de la lengua y encontró el agujero donde se había alojado el diente. Lleno de inquietud, pronunció su propio nombre, y enseguida se dio cuenta de la función que había tenido el diente. Además de mascar la comida, había dirigido a la lengua, que de pronto hacía lo que le daba la gana y le proporcionaba un hablar flojo y tosco.
—Hablo como un retrasado mental —ceceó, y arrojó el diente contra la pared—. ¿Por qué no arrancar los últimos piños, para salir de esta oscuridad como un idiota rematado, que es lo que soy?
Se hizo un ovillo.
—¿Con quién estoy hablando? —susurró, a la vez que divisaba cinco dedos asomando por la rendija que había entre la losa y la cripta.
Se arrojó al suelo y los agarró con ambas manos.
—Arturo —susurró—, ¿eres tú, amigo mío?
—Sí, maese, soy yo.
Giuseppe sintió que el llanto le atravesaba el cuerpo con una furia irrefrenable. Se arrojó sobre la losa, escupiendo y maldiciendo, con los ojos desorbitados, la sangre latiendo con fuerza en las sienes, y la orina fluyendo pernera abajo. Pero la piedra se movió, se desplazó una pulgada, se deslizó como una malhumorada rueda de molino, pero justo lo suficiente para que Giuseppe pudiera mirar hacia abajo, donde una extenuada cara de luna lo observaba desde el pozo negro. Sólo la nariz, la boca y los ojos sobresalían del agua.
—Arturo —susurró Giuseppe—, Arturo, muchacho.
—Maese.
—¿Qué te han hecho? ¿Qué han hecho contigo? Vamos, dame la mano.
Agarró con fuerza los dedos del muchacho, que estaban fríos como el barro.
—Habrás de meter la tripa, amiguito, no tengo fuerza para mover la piedra, y tampoco puedo levantarte a ti.
—Meteré tripa, maese.
Arturo apoyó los codos en el suelo de la iglesia, apretó los dientes y consiguió sacar el cuerpo.
Giuseppe lo puso en pie. Se miraron el uno al otro. Giuseppe tocó la nariz, la boca y la barbilla del chico.
—Eres tú —susurró—. Qué pálido estás.
—Pero soy yo, maese. Ya sabía yo que volveríamos a encontrarnos. Lo sabía.
Giuseppe atrajo a Arturo contra su pecho y, aunque ambos estaban ateridos de frío, sintió que un calor agradable atravesaba su viejo cuerpo.
—Qué flaco estás. Pero eso vamos a arreglarlo enseguida. ¿Conservas aún el carro, Arturo? ¿El de los ungüentos? ¿La universidad de Pagamino?
—Sí, maese, está en lugar seguro.
Bonifacio
cuida de él.
—¿Me estás diciendo que ese viejo borrico aún vive?
—Sí, maese, ya lo creo que vive. Hemos compartido buenos y malos ratos.
—Entonces la vieja carcoma también estará viva, con la tripa llena de tablas podridas. —Rió en voz alta y alisó el pelo negro de Arturo—. ¿Qué te decía yo? —gritó—. ¡Los hemos engañado a todos! Entre los dos, Arturo, ¡los hemos engañado a todos!
—¿A quién has engañado, Pagamino?
Giuseppe giró sobre sí mismo.
Ante la puerta abierta había una figura oscura con una antorcha en la mano.
—¿Quién es? —susurró Giuseppe.
—¿O sea que creías que podrías engañarme, Pagamino? Pero el mayor idiota es el que cree que todos los demás son idiotas.
—¿Del Sarto?
El verdugo se le acercó. El ojo bueno se iluminó. Estaba con las piernas abiertas, dejando que la antorcha se balanceara atrás y adelante.
—¡Todo el mundo va a ver la captura de Del Sarto! —gritó—. ¡Maestro y discípulo! Sólo se escapa del anzuelo una vez, Pagamino. Y, sin embargo, has vuelto a dejarte tentar. —Echó la cabeza atrás y rió con todas sus fuerzas; pero de pronto se encorvó, apretó el puño y arrojó al aire un objeto redondo—. ¡Cógelo, Pagamino! ¡Coge el ojo malo y cúralo, viejo diablo!
Giuseppe se quedó mirando el ojo, que atravesó volando la iglesia, y vio que Arturo se estiraba un poco y atrapaba la canica.
Del Sarto sacó la espada.
—Abre la mano, rapaz, y verás llegar la muerte, porque mi espada anhela tu piel. Tu garganta exalta su hoja. Has cumplido con tu deber. —Avanzó un paso—. Bueno —dijo entre dientes—, te ha llegado la hora, viejo.
—Pues así sea —susurró Giuseppe, y vio que Arturo se ponía en cuclillas.
Se hizo un silencio.
Arturo levantó la mirada, echó el brazo atrás y lanzó el ojo de cristal, que rodó por el suelo. Del Sarto bajó la espada y se quedó mirando a la canica azul, que se detuvo entre sus piernas.
La iglesia se estremeció. Un par de piedras se soltaron del tejado, unas tejas cayeron y se rompieron contra los bancos. Las paredes temblaron; pero la vista de Del Sarto estaba clavada en la grieta que se había abierto e iba desde la cripta hasta la puerta.
La siguiente sacudida estuvo acompañada de un estruendo que no pertenecía a este mundo, pues provenía del fondo de la tierra, e hizo que el tejado se rajara y las paredes se estremecieran.
Del Sarto tenía una bota a cada lado de la grieta de medio metro que había dividido a la iglesia en dos.
A continuación hubo otro estruendo y otra sacudida. El tejado se desprendió y la grieta del suelo se convirtió en unas fauces de color rojo vivo, cuyas comisuras espumajeantes continuaron saliendo por el agujero donde había estado la puerta de la iglesia y hasta donde alcanzaba la vista.
Giuseppe estaba clavado en su sitio.
—Un terremoto —murmuró, mirando a los diez dedos blanco azulados que se veían en el suelo partido en dos de la iglesia. Del Sarto colgaba como una campana sobre la profundidad sin fin.
—Si no lo ayudamos, está perdido —susurró Arturo.
—¡Demasiado tarde! —chilló el verdugo—. Demasiado tarde, porque voy ya camino del infierno. Decidle a Agostino… decidle que tenga cuidado.
Giuseppe se inclinó sobre él.
—Así había que terminar, Del Sarto —siseó—. Suerte en el viaje. —No dejó de mirarlo mientras iba soltando sus dedos uno a uno.
El verdugo abrió la boca.
—No creo —dijo jadeando mientras extendía un brazo, que agarró a Giuseppe y lo hizo caer boca abajo—. ¡Vendrás conmigo! —rugió—. Iremos juntos, Pagamino.
Giuseppe resbaló sobre el abismo, luchando como un poseso, retorciéndose y girando; hundió las uñas en el suelo y sintió la sangre martilleándolo en los oídos.
—Suéltame —gimió.
—¡Tú y yo nos vamos juntos, viejo! —bramó Del Sarto, que ya lo tenía agarrado con ambas manos.
Giuseppe notó que la fuerza de resistencia se le escapaba, que los dedos perdían agarre, que los ojos giraban en sus órbitas.
Del Sarto dio un rugido de triunfo, pero de pronto calló.
Giuseppe miró fijamente a aquel gigante cuya mirada se abrió a un terror indecible. Se quedó observando a algo que estaba detrás de Giuseppe. Su cráneo se iluminó. Las manos soltaron su presa, y desapareció en un infierno humeante.
Giuseppe rodó sobre su espalda.
Arturo se inclinó sobre él.
—¿Está bien, maese?