Giuseppe no respondió y salió a la terraza, que estaba envuelta en una maravillosa luz de luna. La naturaleza se había cubierto de tonos plateados, los árboles parecían viudas de negro cuando se inclinaban sobre el agua del estanque. De las campanas de junco llegaba el sonido de la añoranza y la brisa nocturna.
«Quiero quedarme aquí —pensó—; por primera vez me siento como en casa. El desasosiego y la nostalgia se han marchado del brazo.»
—Pero aun así sabes que algún día tendrás que partir.
—¿Cómo has entrado, Rinaldo? Claro que a lo mejor hay una puerta trasera en el Paraíso, una miserable puerta de servicio para sirvientes, vendedores ambulantes y chupacirios.
—Lo veo y no lo creo. Giuseppe en el Jardín del Edén; es el mundo al revés. Pero disfruta mientras puedas, Seppe, pues es cosa sabida que la del Paraíso es una felicidad efímera, y pronto habrás de marcharte; porque con tu fama y tus méritos va a pasarte como a todos los demás que se han aventurado por estos parajes.
—Si sé hipnotizar moscas y moscardones y curar la sarna de la gente, ¿por qué tengo que oírte, Rinaldo?
—No te quepa duda de que ese sufrimiento te acompañará hasta el día de tu muerte, viejo.
—Sí, a ti te pasa como a mi hernia: aunque molestos y sin valor, habéis venido con intención de quedaros. Aunque ya he aprendido a aceptar la hernia.
—No me molesta ni la mitad que tú.
—¿Con quién habla, maese? —preguntó Arturo.
Giuseppe levantó la mirada.
—Con una carcoma, pequeño cretino; es decir, conmigo mismo, pues así es como se muestra la vejez, como en una baraja de cartas. En una carta aparece el reuma, en otra la sordera, y cuando descubres la siguiente, ves una manchita negra, que resulta ser tu futuro interlocutor. Pero no te preocupes por eso, porque a la historia que acabas de contar le falta un verso.
—¿Un verso, maese?
—Exacto; porque la preciosa Aqua es tan fecunda como sus seis hermanas.
—Lo es, maese, y el niño que lleva en su seno es de Giovanni.
—Arturo —dijo Giuseppe, agarrando a su alumno de la oreja—, me han cuidado, alimentado y lavado, mi ropa está limpia, y las uñas de los pies, cortadas. Si tenía piojos, sarna y otros bichos, ya han desaparecido, pero el jabón no ha acabado con mi cerebro. Y que yo sepa, no hay mujer que haya quedado embarazada por una planta de albahaca, de modo que ¿cómo vas a explicarlo?
Pasó un rato largo hasta que Arturo respondió; y cuando elevó la voz, tenía lágrimas en los ojos.
—Habrá sido un milagro, maese —dijo en un susurro.
Consuela como la lluvia,
aplaca como el sueño, más dulce que una sonrisa
y más suave que el rocío
Giuseppe miró hacia las verdes tierras bajas de Lombardía. Tras él estaban el viejo carro y el asno, más viejo aún. El conjunto parecía un producto de desecho hilvanado chapuceramente, arrojado desde un continente volador. Sus enseres, fruto de la experiencia de una larga vida: ungüentos, frascos, fórmulas y tarros, así como, no lo olvidemos, la voz de ultratumba, siempre amonestándolo.
—Esté dónde esté —murmuró—, vaya a donde vaya, siempre me martiriza la misma pregunta: ¿qué hago aquí cuando preferiría estar allí? Porque es en Rafael donde debería estar. Después de cuatro semanas de viaje estoy expuesto al sol invernal, y sólo me espera el frío. Esta noche voy a amenazar a los carámbanos del firmamento.
—¿Para qué servirá, maese? —preguntó Arturo.
—Para que el cielo me oiga.
Dejaron atrás a las hermanas mientras el otoño guardaba algún resto de verano. La despedida fue emocionante, aunque inevitable, pero Giuseppe estaba amargado y absorto. Descargó su ira sobre su alumno, que era la causa de que tuviesen que partir antes de tiempo. Se había extendido el rumor de que el Hombre de los Milagros vivía en Rafael, y la gente empezó a acudir con sus dolencias. Ya desde el canto del gallo se formaba una larga fila de gente con reuma, epilepsia y los habituales estreñimientos. Pero cuando el círculo se amplió a mujeres que querían curar su esterilidad, Giuseppe se inquietó. Porque había familias de Verona y viajeros de Modena, y los rumores sobre curaciones se propagan más rápido que el fuego en la estepa; de modo que una mañana despertó a su alumno y le ordenó que enganchara el asno al carro.
—¿Vamos a conocer mundo, maese?
—No, vamos a huir del mundo, estúpido enfermo mental.
Arturo recogió sus cosas.
—Me había encariñado con la vida del molino —murmuró.
—A tu amo le ocurría lo mismo —gruñó—, porque se había imaginado que Rafael iba a ser la última parada del viaje, pues es imposible estar más cerca del Paraíso. Te limpian la camisa cada dos días, tienes el pelo brillante como el de una novia, pocas veces han sido más felices tus pies. La tripa tan dilatada que puedes permitirte ser exigente. No hay mayor deleite. Pues bien cierto es que cuando un africano no está acosado por el hambre, dice: «Nunca como carne de mono.» Pero ahora nos espera la vida vagabunda y el invierno. Y ¿a quién se lo debemos? No, no respondas, porque si no hubiera sido por ti y tus servicios, tu maese habría atravesado la puerta de la vejez escuchando los sones de los juncos y la corriente gorgoteante. Pero no había de ser así, y pronto la camisa olerá como acostumbra, cosa que no sienta bien a unas narices mimadas con jabón. Debería arrojarte a ti y a todo el tinglado en medio del camino para poder disfrutar mis últimos años en paz. Desde luego, hace falta ser estúpido para abandonar voluntariamente esta posada. Pero con la fama que tan celosamente has labrado desde Gadolfo hasta Ferrara, pronto tendremos al obispo y toda su guardia en el patio trasero. Espero que al menos comprendas esto, Arturo: somos unos proscritos, y no hay cuchillo que no tiemble de ganas de rajarnos. El Paraíso ha cerrado la puerta y fuera esperan Henoc, Irad, Lámec y el resto de los nietos de Caín.
—Pero ¿adónde vamos a ir, maese?
—Al país que llaman Nod, al este del Edén, porque en Nod viven los nómadas sin hogar que en la mañana de los tiempos tenían domicilio fijo en el Paraíso.
Todas las hermanas estaban en la terraza cuando el carro atravesó traqueteando el puente colgante. El bajo sol otoñal iluminaba el pelo de las mujeres, que resplandecía con los colores del otoño. Era un día brumoso en que la humedad del estanque descomponía la luz, que disolvía la casa hasta formar una imagen centelleante y granulada.
—Ahora que me había hecho a la idea de ver a los pequeños. .. —dijo Arturo, sorbiéndose las lágrimas.
—Ahora puedes hacerte a la idea de ver el trasero de
Bonifacio
—gruñó Giuseppe.
Emprendieron el camino bajo los grandes sauces llorones. El carro levantaba una polvareda tras de sí, y cuando Arturo reunió valor y miró hacia atrás desde el pescante, el puente y el molino ya no se veían.
Se secó las lágrimas.
—Jamás olvidaré a las hermanas de Rafael —afirmó con un suspiro.
Los ojos de Giuseppe centellearon.
—Tampoco ellas van a olvidarte, guapo, porque cada vez que miren a su descendencia, recordarán cómo eras. ¡Qué vergüenza! Coge las riendas, cretino, que tu señor necesita descansar para que el cerebro esté en disposición de afrontar las fatigas aún por venir.
Cuando llegó noviembre, el carro estaba subiendo los montes del norte de Lombardía, camino de los grandes lagos. Divisaban frente a ellos las cimas nevadas de los Alpes.
Bonifacio
iba tapado con una manta, y Giuseppe llevaba la camisa enrollada en torno a la cabeza para defenderse del frío. Todo era bello y apacible, pero lo que agradaba a la vista era un tormento para el cuerpo. Las últimas semanas habían sido duras, porque las provisiones que llevaban de Rafael se habían terminado. Por la noche tenían que acostarse pegados uno al otro, cubiertos de mantas y pieles; aunque Arturo intentaba animar a su señor contándole los muchos banquetes que había preparado en Florencia, resultaba contraproducente, pues a un estómago vacío no hay historia que lo calme.
—Maldito sea el día que entré en la casa equivocada —dijo Giuseppe, tirando de la manta para taparse la cabeza—. Si no fuera porque caían chuzos de punta, jamás me habría apiadado de ti, Arturo; porque no has traído más que desgracia a tu amo. Una desgracia enorme. Lo digo con franqueza, porque la hipocresía me da náuseas. Y aquí estoy, en el país de Nod, con reumatismo, artritis y dolor de muelas. ¿Te das cuenta de la culpa que tienes? Eres como un palo atravesado en la rueda de mi felicidad.
—Sí, maese.
Giuseppe bajó el tono de voz.
—Me da la impresión de que no importa adónde vaya, porque por mucho que me esconda en una calleja detrás de Notre Dame, en el corazón de París, Agostino me encontrará al final; mi sombra se proyecta sobre la catedral de Lucca como un mal augurio, y el obispo no cejará hasta quemarme en la hoguera. Porque compartimos un misterio que para mí es tolerable, porque tuve la suerte de escapar de la cárcel de Lucca, si bien jamás comprenderé cómo ocurrió. Agostino tampoco lo entiende, pasa sin dormir noche tras noche, dando vueltas en la cama, musitando sus oraciones y cavilando como un loco que en este juego hay algo que no encaja; junta las frías manos y pide implorante una señal de lo alto. Pero le comunican que para solucionar el enigma tendrá que sacar él solo las castañas del fuego. Lo he visto, Arturo, lo he visto en sus sueños, y era pequeñísimo, absolutamente ordinario. No olvides que quien está sentado en el palanquín es un hombre corriente, y que quien lo transporta es otro hombre. Pensar en los horribles pies del obispo aún sirve para animarme, porque por muchos lugares a los que vaya y por muchos cirios que encienda, sus pies lo martirizarán hasta el fin de sus días. Ese hombre no tiene nada de santo y precisamente por eso se aferra al crucifijo y quema a niños inocentes. Soy lo bastante presuntuoso para creer que mi cara flaca se le aparece incesantemente en cuanto cierra los ojos. Pero tampoco voy a darme más importancia de la que tengo, porque no soy más que un ligero dolor en su colmillo, una rigidez en el cuello, un callo en el dedo del pie, un hueso de aceituna atravesado en la garganta. Pero hasta el dolor más pequeño puede llenar la vida de un hombre si es inexplicable. Y en el juego al que está jugando el obispo de Lucca con Giuseppe de Umbría rigen unas reglas totalmente distintas; y la última carta, pequeño Arturo, la última de las cartas está aún por descubrir.
Estaban en una depresión de la ladera, donde el sendero que discurría por la cresta serpenteaba formando interminables círculos, cosa que ya les había costado una caminata de dos semanas. Las estrellas pocas veces brillaban con nitidez, y Arturo propuso buscar las constelaciones cuyos nombres portaban las hermanas de Rafael.
—¿Vas a añadir la mofa al daño que has hecho? —gimió Giuseppe—. No, es mejor olvidar la temporada de Rafael. Sólo nos queda el hueso del dulce fruto, y apenas siento los pies. ¿Sabías, cretino, que en el monte un hombre puede sufrir tal congelación que llega a perder los dedos de los pies?
—No lo sabía, maese.
—No sólo los dedos de los pies, también la nariz; y al final te conviertes en una especie de leproso. Eso es lo que nos espera. Así es la vida en el país de Nod.
—Me apena oír eso, maese.
—También a mí, cretino, también a mí, porque me he tomado la molestia de echar cuentas. Maldita sea, este viento corta como una navaja.
—Voy a intentar hacer fuego, maese. Espere aquí, que voy en busca de unas ramitas.
Giuseppe sacudió la cabeza, resignado; pero ya había visto antes que su alumno era habilidoso con el fuego, y al cabo de un rato una pequeña fogata crepitaba en la concavidad de la montaña.
—Acérquese más, maese —dijo Arturo, poniendo la manta sobre los hombros de su señor.
—Tres veces —murmuró Giuseppe—. Tres veces he estado cerca de la muerte. No creo que pueda evitar la cuarta.
Arturo, que avivaba la hoguera con una rama, se quedó mirando a su señor.
—Tres veces —musitó.
—Tú ocúpate del fuego.
—Pero, maese, ¿no recuerda la profecía? ¿No recuerda lo que le conté en Vía de Pepei?
—¿Dónde?
—En Florencia, maese. El jardinero mayor dijo…
Giuseppe dio una patada a las brasas.
—Y dale… ¿No te he dicho que no quiero oírlo? Puedes guardarte para ti tus disparates. Tenemos otras cosas en que pensar. ¿Cómo crees que vamos a sobrevivir aquí arriba? Los montañeses son famosos por su mezquindad y desconfianza hacia los extraños.
—Pero tenemos a
Hugo
, maese.
Giuseppe miró de reojo a su alumno. Arturo sonrió, metió la cabeza en el carro, rebuscó entre frascos y tarros, y volvió con una caja de madera forrada de hojas húmedas.
Levantó la tapa. En medio del verdor había un batracio de motas pardas.
—¿Qué diablos…? —bufó Giuseppe.
—Pero, maese…
—Llévate a ese bicho.
—Pero si es
Hugo
, maese.
—Esas alimañas producen verrugas. ¿De dónde demonios lo has sacado?
—De un estanque, maese. En Florencia aprendí a utilizar las glándulas mucosas de los batracios para muchas cosas, entre otras la tos crónica. En un lugar húmedo del gran jardín vivía la rana amarilla, cuyas glándulas eran buenas contra el dolor.
—¿Mejor que la leche de adormidera?
—Mucho mejor, maese, porque ese antídoto es eficaz también contra los dolores del alma.
—¿Y los dolores del bolsillo?
—No me cree —dijo Arturo, bajando la vista.
Giuseppe se volvió de costado.
—Siempre me han repugnado los anfibios —murmuró.
—Pero, maese, si son casi milagrosos. El jardinero lo decía siempre: «Consuela como la lluvia, aplaca como el sueño, más dulce que una sonrisa y más suave que el rocío.»
—¡Vaya! ¿Eres también poeta? ¿Qué lirismo ves en una rana?
—El jardinero mayor me hablaba de su extraordinaria transformación, desde los pequeños renacuajos que respiran con branquias hasta las ranas adultas, que respiran como nosotros.
—Eso es precisamente lo que no me gusta.
Giuseppe cerró los ojos y estuvo un rato inmerso en sus pensamientos.
—Cuéntame —susurró al fin—, cuéntame todo sobre el jardinero mayor. Con este estado de ánimo, gozaré si me echan sal sobre la herida.
—Bueno, no hay mucho que contar —dijo Arturo, soplando sus dedos helados—. Aparte de que sabía mucho, como usted, y conocía las diferencias entre plantas y hierbas.