Junto al muro de la iglesia había sentada una leprosa, con un cazo entre los muñones que otrora fueron piernas. Tenía el rostro parcialmente cubierto por un chal gris, pero Tiziano logró mirar a los ojos a la pobre, que le dirigió una retadora mirada de odio, como si supiera que el dinero del capitán nunca terminaría en su cazo. Él le sostuvo la mirada, fascinado y horrorizado, y después se observó en el espejo y vio que su propio semblante se deformaba, porque debajo de la piel estaba la enfermedad, la mente leprosa, deforme, adornada con una belleza que seducía, traicionaba y aniquilaba.
Tiziano terminó su aseo matutino y pagó la cuenta a la dueña de la posada. Aquella atareada mujer tenía, además del albergue, una tiendecita de sal y un puesto en que vendía material de escritura y cuadernos con motivos semipornográficos. La posadera se llamaba Aluna, era pequeña, fuerte y de andar ligero, lo controlaba todo y siempre tenía un comentario para todo y para todos.
Caminó a lo largo del río en dirección al hospital Santo Spirito. Era temprano, y el Tíber olía más a pescado que a cadáver.
El obispo de Lucca estaba en Roma, y Tiziano era parte de la escolta del venerable padre. No tenía ni idea de por qué acudía Agostino a Roma, y en el fondo le era indiferente. Con el tiempo había aumentado la indiferencia, y con ella llegó el tedio, y el tedio vital exigía cada vez más penitencia. Tiziano pensó en el viejo soldado Friggo. Pensó en Friggo cuando aún estaba vivo, y en Friggo ya muerto. Pero pensó sobre todo en el momento en que murió. Sintió la vivencia como un cambio de piel, como una burbuja que estallaba, como un aire renovado y un dolor que desaparecía. Fue así de sencillo. Quitarle la vida a Friggo. Tiziano sabía que era diestro matando, sus manos y su mente colaboraban de manera ejemplar. Pero sabía también que debía actuar con prudencia, pues toda pasión tiene sus trampas. Pensaba ya en la posadera, la regordeta Aluna de mirada frívola. Pensaba en ella muerta. Al fin y al cabo era lo que ella pedía cuando se dirigía a él: el cuchillo. Lo veía ante sí cuando cerraba los ojos: la piel abriéndose desde la laringe hasta el pubis. Pero ha de andar con cuidado, pues su nombre está en el registro de huéspedes y puede que Aluna no merezca la pena. Otros sí la habían merecido. Por ejemplo, el joven soldado que tomó bajo su protección. Se llamaba Claudio. Un mozo feliz y sencillo, con ganas de vivir y aprender. Tiziano le dio una tabla que mostraba cómo tenía que entrenarse para ponerse físicamente en forma, y, aunque los ejercicios eran durísimos, el joven se afanó hasta quedarse en los huesos. Después se trató de dominar el arte de contener la respiración bajo el agua. Tiziano llevaba un reloj de arena, una cuerda y una piedra, y observaba a Claudio saltando del puente al río. Debía estar sumergido por lo menos cinco minutos. Sólo consistía en esperar. Pero cuando Tiziano sacó a su alumno del agua, el chico estaba a punto de morir. Por desgracia, sus habilidades de espadachín estaban muy debilitadas, de modo que el maestro en persona tuvo que intervenir. Delante de todos los reclutas, Tiziano hundió la espada en el pecho de Claudio, rematando la faena con un corte experto.
Se hace el silencio en el patio de armas: algunos lloran, otros miran a su señor con admiración redoblada. Tiziano abandona el recinto con pasos rígidos, pero con la espalda erguida. La energía le irradia de los miembros, fluye a su cerebro, se despliega y se convierte en una enorme flor negra.
Después de Claudio viene Tomaso, que jura hacer cualquier cosa por su capitán. Éste le toma la palabra y le pide que salte sobre la garganta de Midranno, en los Alpes Apuanos, porque es un desafío digno de un soldado. Lo que ignora Tomaso no va a causarle daño, que no hay persona que haya dado un salto tan largo, y la mañana en que sube a la montaña para contentar a su capitán, los pájaros del cielo callan, porque saben que Tomaso ha ido a la garganta para morir.
Tiran juntos de los caballos el último tramo, y Tiziano comparte su agua con el silencioso muchacho, que mira fijamente al abismo que separa una pared del monte de la otra.
—Nada más fácil que volver a casa —afirma Tiziano.
—¿Usted cree, capitán? Porque es un salto muy largo y muy difícil —dice Tomaso con un suspiro.
—Es verdad que es un salto largo, Tomaso, y si te falta valor, no te preocupes, que vendrán otros que lo intenten, y un buen día un muchacho me hará el hombre más feliz de Lucca.
Tomaso coge carrerilla y se impulsa con todas sus fuerzas, se queda suspendido en el vacío agitando las piernas, y desaparece.
Hizo una parada y contempló los barcos de pesca y los niños que andaban bajo los puentes. Muchos de ellos vivían en los parques de la ciudad, dormían debajo de los arcos, mendigaban de día y robaban de noche. Eran como moscas sobre un pedazo de plátano: igual de abundantes, igual de dinámicos e igual de despreocupados. Los observaba cuando, pasada la medianoche, partían a trabajar. Sus gritos iban y venían por las callejas de la ciudad, y cuando se juntaban para repartir el botín, las risas sonaban depravadas y envejecidas.
Echó mano de un mocoso. Calculaba que tendría a lo sumo cuatro años. El chico lo miró y sonrió. De pronto Tiziano le dio todos los florines que llevaba encima. Junto con el dinero, quería haberle dado el consejo de que cambiara de vida, pero no le dijo nada, y para cuando el rapaz salió corriendo, fanfarroneando y seguro de su victoria, el donante ya se había arrepentido de su prodigalidad.
Cruzó el Tíber en un lugar donde se reunían los leprosos. Había mucha gente sobre el puente. Estaba pasando una gabarra arrastrada por bueyes. Avanzó lentamente. Había allí gabarreros, sirgadores, pesadores y medidores, estibadores y aduaneros. La alegría reinaba a bordo. ¿Por qué no había de ser así? La vida de los gabarreros era despreocupada, siempre de viaje, sin dejar nunca huellas.
—Venimos de Alejandría, ciudad de moscas y profetas —anunció el gabarrero a una mujer que estaba bañando a su hijo en el río—. ¿De dónde eres tú, preciosa?
—De la calle de los Rascatripas —respondió ella.
Aquello regocijó a los hombres.
Tiziano pensó en la misión que tenía en el hospital.
Al despedirse del obispo en su aposento, Agostino lo había mirado con la misma clase de afecto que cuando volvió de Gadolfo con la noticia de la muerte de Del Sarto. El capitán pasó horas hablando en su defensa, y terminó con una confesión. Había fallado a la Iglesia y no había cumplido la misión que el padre Agostino le había encomendado. Pero el estado de ánimo del obispo era totalmente distinto, y Tiziano recordó la conversación palabra por palabra.
—Debería haberme dado cuenta, padre. Debería haber reconocido aquella lengua falsa.
—¿Puede pedirse tanto a una persona joven?
—Debería haberme dado cuenta de que el viejo mentía.
—Ah, pero Pagamino tiene un amplio repertorio, y en esas cosas eres un novato. No eres el único al que ha engañado, y lo que sucedió en Gadolfo era mucho más grande de lo que parecía.
—Es de carne y hueso, padre.
—Y los hilos que lo manejan están hechos del mismo material inocente que los que manejan las marionetas del mercado. Ahora debemos concentrarnos en quien mueve los hilos. —Mira a Tiziano de forma ardiente—. El mayor enemigo de la Iglesia cristiana se nos ha aparecido, soldado. Tú y Del Sarto habéis estado muy cerca, tan cerca que Satanás ha tenido que emplearse a fondo para salvar a su discípulo. Un terremoto no es nada habitual, y la noticia de la catástrofe de Gadolfo ha llegado hasta Aviñón. El Papa está preocupado por Pagamino y pregunta a sus cardenales: «¿A quién tengo que dirigirme? ¿Quién es la persona más cercana que puede aconsejar a la Santa Sede en esta cuestión?» El pontífice ha nombrado veinticuatro cardenales, de los que veintitrés son franceses, y trece de ellos son de la misma comarca que él, Gascuña. No tienen ni idea de lo que ocurre en Lucca o Roma, y no digamos en Gadolfo. Santo cielo, Gadolfo, qué insignificancia, menuda aldea. Pero el Papa no quiere estar en Francia para siempre, Tiziano. Se aproxima la hora de volver a casa. Muchos creen que ha llegado la hora, y algunos dicen incluso que él debería dejar la silla pontificia a otra persona que pueda establecerse en el lugar que le corresponde en justicia, es decir, Roma. Incluso hay quien piensa que el viejo Pagamino y su lengua zalamera pueden ser de provecho en esta cuestión. Sólo hemos de atraparlo.
—Siempre estoy a su servicio, padre; y los días de Pagamino están contados.
—Pero cuando se quieren cazar ratas, hay que pedir consejo a un cazador de ratas. Iremos a Roma, Tiziano. Te presentaré a un hombre que quizá sea el próximo Papa de Roma. Hay muchos interesados, y el francés no quiere dejarlo por propia voluntad. El papa Clemente tiene los medios, es rabiosamente rico; pero ¿qué puede hacer el dinero contra un terremoto?
—Pero en Italia ya ha habido terremotos antes —interviene Tiziano—: en Venecia, en…
Agostino levanta la mano.
—No seas modesto, capitán. Cuando el Príncipe de las Tinieblas es tan generoso como para darnos una señal, sería descortés llamarlo un capricho de la naturaleza, y lo que partió Gadolfo en dos podría sacudir también Aviñón. —Bebe un sorbo de su imprescindible zumo—. Por desgracia, el señor que debemos visitar en Roma no está bien de salud en este momento. Lleva varias semanas en el hospital. Al principio los médicos acudían a su casa, pero como en el hospital tenía la paz que precisaba, accedió a ingresar allí. —Agostino junta las manos—. No necesitas saber más, capitán, pero prométeme que no vas a contar ninguna historia de monos, porque su excelencia no tolera a ese animal. —Pone las manos en los hombros de Tiziano—. Partiremos mañana, y dentro de unos días tendrás la satisfacción de conocer a un cazador de ratas, y quién sabe, tal vez al Papa de Roma número ciento noventa y siete: Inocencio VII.
—Me siento honrado, padre.
—Te sientes honrado, pues claro que sí. Me preocupo por tu bienestar. Pienso a menudo en el pobre Friggo, qué mal le fue. Fíjate que en Bolonia discuten aún sobre el crimen de Friggo.
—¿Conserva aún el venerable padre la joya que le di?
Agostino gira sobre los talones y se lleva el índice a los labios.
—La guardé cuidadosamente en el mejor de los escondites: la jarra de mi aposento. Pero cuando volví, la jarra estaba vacía. Es extraño el destino de esa joya.
—¿Su destino?
—¿No te das cuenta? Alguien, una camarera o un lacayo, habrá bebido de la jarra y se habrá tragado la joya del emir. No quiero ni pensar dónde puede hallarse hoy. Desde luego, aquí no está. ¿Te entristece su pérdida, Tiziano?
—No, no me entristece.
—¿Qué es lo que te entristece, soldado?
—Descuidar mis obligaciones.
—Creo que estás preparado para realizar la mayor misión de tu vida, lo veo en tu rostro. No temes la muerte, puesto que tampoco amas mucho la vida.
Tiziano mira al obispo y sabe en ese segundo que Agostino tiene razón. Pero aun así responde:
—Yo amo a la vida, padre, porque amo servir a la Iglesia.
—Bien dicho, amigo mío —replica el obispo dándole la espalda; después extiende los dedos, gira sobre sí mismo y mira a Tiziano a los ojos—. Y en Roma te aguarda tu mayor proeza. ¿Puede pedirse más a la vida que servir al Todopoderoso?
El hospital más antiguo de la ciudad, que era inmenso, mucho mayor de lo que había esperado, estaba abarrotado de gente: enfermos, familiares, monjas, médicos, clérigos, barbero-cirujanos y enterradores.
Tiziano deambuló por las salas, donde cientos de enfermos estaban encamados uno junto a otro, y donde el tratamiento de úlceras, roturas de huesos y la despedida de alguien recientemente fallecido componían un enorme mosaico de sufrimiento humano y enternecedora solicitud. Allí hacían exámenes de orina, ponían vendas y metían los muertos en sacos, y allí el médico trabajaba codo con codo con el cura; cuando uno se rendía, el otro lo relevaba.
Tras caminar sin rumbo, Tiziano cruzó un pequeño jardín de rosales y llegó hasta una casa cuadrada, donde el silencio sustituía al ruido y los gemidos. Al otro extremo del pórtico divisó una figura conocida, que se dirigía a su encuentro a pasos cortos y acompasados.
—Mi fiel amigo —dijo el obispo, tendiendo la mano para que Tiziano le besara la sortija roja—. El señor que hemos venido a visitar está mejorando. Ha tenido un poco de fiebre tras una larga dolencia, pero le han aplicado ladrillos calientes en el estómago enfermo, lo que, junto con abundancia de agua de arroz mezclada con leche de almendra y azúcar de violeta, ha ayudado a regular la digestión. Se llama Laurencio Bernado.
—¿El próximo Papa de Roma? —susurró Tiziano.
—Quién sabe; quién sabe, capitán. El camino a la silla pontificia es como un laberinto, y hay una jofaina en cada esquina, porque quien llega hasta ahí necesita lavarse las manos.
Una pequeña sonrisa ensimismada frunció los labios de Agostino.
Abrió la puerta que daba a una habitación de altas paredes encaladas. En medio del cuarto había una cama, y en ella estaba acostado un hombre mayor que observó a Tiziano con los ojos semicerrados. Sus párpados eran azulados, y la nariz afilada se elevaba en el rostro magro, como si tratara de liberarse de él. La mirada estaba ocupada en no perder el menor detalle. Aun quebrantado por la enfermedad y la edad, el hombre no había perdido su curiosidad, y cuando alzó la voz, tenía el tono de quien está acostumbrado a que lo escuchen.
Tiziano hizo una reverencia.
—Acaban de restregarme los pies con vinagre —dijo el paciente—, por eso huele así. Enderézate, joven; el obispo me ha hablado muy bien de ti.
Tiziano volvió a hacer una reverencia.
—¿No es increíble la manera que tienen de barrer para casa? —continuó el paciente, mirando a Agostino—. Hay en la corte quinientos empleados, cuyo coste anual es de noventa y seis mil florines de oro. En su propia coronación gastó cinco mil florines. ¿No es increíble?
Agostino tomó asiento en una silla junto a la cama.
—¿De dónde saca el dinero el Papa?
—De los nombramientos de funcionarios, cartas pontificias, licencias, dispensas, además de las herencias que recibe. Pero si hubiera que nombrar las tres cosas que más han contribuido a que se enriquezca, serían las indulgencias, las indulgencias y las indulgencias. La sede papal de Aviñón está llena de corrupción, estafa y nepotismo. Aquello es una comilona permanente, y los cardenales no se contienen y construyen nuevos palacios que harían palidecer a un califa. Es increíble cómo barren para casa.