—¿Que sufría de lunatismo?
—Exacto, porque era como una especie de locura que le sobrevenía periódicamente. Es una persona bondadosa, y me duele verla sufrir tanto. Salta a la vista que arrastra un gran pesar, pero está igual de claro que también guarda un terrible secreto. El sacerdote ha hablado con ella varias veces. Pero no ha servido de nada.
Giuseppe se recostó en la silla.
—¿Le molesta la mosca, madre venerable?
La abadesa adquirió una expresión ausente y dio un manotazo distraído al insecto, que se posó en el borde de la mesa.
—Basta con que me llames madre, y la mosca no me molesta.
—Si fuera el caso, sobra con una palabra suya.
—¿A qué te refieres?
Giuseppe sonrió con aire avergonzado y llamó como de costumbre la atención de una mosca, extendió los dedos y le pidió que se tumbara. Después la mató con la mano abierta y la echó de la mesa.
La abadesa lo miró fijamente.
—¿Cuál es tu nombre de pila? —preguntó.
—Giuseppe, madre. Giuseppe Emanuele Pagamino. Soy originario de Umbría.
—Has dicho que tenías algo para combatir la melancolía.
—Así es, madre. De hecho, es una de las enfermedades con que he sido más afortunado, aunque la fortuna no tiene nada que ver en ese asunto.
—Pero ¿cómo se trata una dolencia del alma con un ungüento?
—La madre venerable ha de imaginar un hueso de aceituna que le dificulta la digestión. ¿Qué hace el médico en ese caso? Lo saca. Sea dando de beber mucha agua o realizando un corte, porque lo que está enfermo hay que extirparlo. También cuando se aloja en el alma. He conocido a muchos pacientes con dolor en el alma que han bebido mi brebaje, pues afloja las tensiones.
—¿Haces como con la mosca? ¿Es lo que quieres decir?
—Es cuestión de confianza.
Giuseppe se acercó a la ventana y admiró la obra del Creador, que aquel atardecer tenía un aspecto tan bueno como el sexto día.
La abadesa lo observó de soslayo y siguió su mirada.
—Contemplas la obra del Señor.
—Y las montañas —murmuró Giuseppe.
Ella asintió con la cabeza, como respondiendo a una voz interior.
—Es el contraste —dijo—, porque ¿no hay acaso un contraste entre la obra de Dios y la medicina de los hombres?
—Ese tipo de pensamientos supera mi inteligencia, madre.
—Conozco a los de tu calaña. Has dado la espalda a Dios, pero el Todopoderoso no te ha olvidado. Te ve y te oye.
—¿También en el berzal?
—No puedes hacer nada sin que Él te vea.
—Suena tranquilizador.
—¿Eres hereje, Pagamino?
—Soy demasiado insignificante para merecer tal título, madre venerable, aunque en Arabia se dice que las personas son como las hormigas, débiles y fuertes a la vez.
—¿Has estado en Arabia?
—He estado en el paraíso y en el infierno, y ahora he encallado en algún lugar de la vida.
—Hablas rápido y mientes con destreza. Me di cuenta enseguida, cuando te fingiste enfermo, aunque tu compañero estaba a punto de morir de agotamiento. He estado viendo tu carro y tu farmacia, y no he encontrado nada que no tengamos nosotras, aparte de las habituales fórmulas para elevar la inteligencia y estimular la potencia.
—Son ungüentos comprobados, madre.
—Tienes también tarros con
Verbascum thapsus
contra la epilepsia, y una cocción de tanaceto y guisantes como medio contra la parálisis. Estafa, pura estafa.
—Han ayudado.
—Será a tu bolsillo.
La abadesa recogió la mosca muerta del suelo y la puso ante sí.
—¿Dónde se aprende a domesticar moscas?
—Es algo que he sabido hacer siempre.
—Vaya, ¿un talento innato?
Giuseppe desvió la mirada.
—La madre venerable se burla de mí.
—No; simplemente me pregunto si voy a atreverme a encomendar a sor Emilia a un hombre que negocia con los sufrimientos de la gente y me hace perder el tiempo hipnotizando moscas; porque en cualquier plaza de mercado puedo encontrar un bufón que haga bailar a los ratones.
—Entonces recomiendo a la abadesa que vaya en busca de ese hombre.
—Desde luego, era la respuesta que merecía. ¿A las órdenes de quién estás, Giuseppe?
—A mis propias órdenes, madre.
—¿Pagamino es el corazón del mundo?
—Soy víctima fácil de los halagos. Nunca me he sentido ni el corazón ni la pulpa ni la piel del mundo, sino más bien como el resto que se tira.
—¡Santo cielo! —exclamó, sacudiendo la cabeza con resignación y sentándose en una silla con semblante cansado y absorto—. Simula que está enfermo, miente y engaña, pero sostiene que puede hacer lo que las cuarenta y nueve monjas de San Marcelo, además del sacerdote del pueblo, no han logrado.
Giuseppe se puso en pie.
—Tal vez sea mejor que continúe mi viaje —dijo con un suspiro.
—No; te ruego que te quedes.
—¿Un estafador? ¿Un mentiroso domador de moscas?
Ella entrecerró los ojos.
—Creo que perteneces a ese tipo de personas de las que puede decirse sin temor que sólo las contrariedades y la miseria las hacen soportables.
—Y es que el Todopoderoso reparte siempre a partes iguales el sol y el viento.
—Cuida la boca, mercachifle.
Giuseppe bajó la mirada.
La abadesa abrió la puerta.
—Estoy cansada. Tal vez sea injusta contigo. Consultémoslo con la almohada. Porque en cuanto a la pobre Emilia, difícilmente empeorará con los ungüentos de un buhonero.
Giuseppe hizo una reverencia y salió.
—Pagamino.
—¿Sí, madre?
Ella lo midió con la mirada de pies a cabeza.
—No desaparezcas en medio de la noche. Me da la sensación de que no has venido aquí por casualidad.
—Ah, la abadesa quiere decir que hay caminos y senderos que el ojo humano no puede ver, pero por los cuales transitamos a diario. ¿No es así?
—Es cosa sabida que los caminos del Señor son inescrutables.
—Es lo mismo que decía una carcoma con que me crucé en el camino.
—¿Una carcoma? Yo hablo del Todopoderoso.
—Si el buen Dios ha dado a Pagamino algo más que nueces para la boca desdentada, ha sido porque lo ha querido así.
—¿Para negar a Dios?
—Para dudar, madre; la duda es el pasillo que lleva a la verdad, a la sabiduría y a la liberación de mi alma.
Ella se le acercó.
—Hay que ver cuánto sabes de todo.
Giuseppe entrecerró un ojo.
—He estudiado las estrellas y la oscuridad en que habitan.
—Sí, debes de saber algo más que tus oraciones.
—¿Eso es un cumplido o un reproche?
La abadesa sacudió la cabeza.
—Prométeme que estarás aquí por la mañana. Prométeme que hablarás con sor Emilia.
Giuseppe hizo un movimiento con el brazo.
—La madre venerable tiene la palabra de Pagamino.
Sobre el profanador de tumbas que enloqueció
pero no renunció a su habilidad en meter la pata
siempre hasta el fondo
Estaba inclinado sobre la cama de Arturo. El lazareto se hallaba en silencio y notablemente vacío.
Arturo estaba tumbado boca arriba, durmiendo pacíficamente. Sus mejillas se veían de modo manifiesto más plenas, y su piel, más sana. Las manos estaban limpias; las uñas, bien cuidadas y redondeadas con pulcritud. El pelo negro estaba dividido en dos por una raya blanca y recta que completaba la imagen del predilecto de su madre. Una sonrisa beatífica adornaba su boca.
Giuseppe acercó los labios a su oreja.
—¡Despierta, príncipe de los estafadores!
Arturo despertó, sobresaltado.
—¿Es usted, maese?
—Pocas veces se ha visto a la holgazanería y la hipocondría bailar tan apretadas. ¿Dónde están todas las señoras?
Arturo miró a su alrededor con expresión temerosa.
—No lo sé, maese. Suele haber una hermana velando por la noche.
—Cuyo único objetivo es satisfacer tus deseos, ¿no es así? Pues eso se ha acabado. Arriba. Es increíble cómo has engordado. Si parezco un palo de escoba a tu lado.
Giuseppe lo sacó a empellones hasta el pórtico y lo puso al corriente de la situación: la mula estaba enganchada al carro, el equipaje estaba hecho, y tendrían que dar de latigazos a la bestia para salir de allí a toda prisa.
—¿Ha estado atareado con la palanqueta, maese?
—No, no he estado atareado con la palanqueta, al contrario, he… Venga, vámonos rápido.
—Pero no me he despedido de las hermanas que me han cuidado, maese.
Giuseppe dio dos vueltas sobre sí mismo.
—Mírame, gordinflón. ¿Qué ves?
—¿Que qué veo?
—Ves a un hombre que está a menos de un canto de gallo de volverse loco.
—Lo veo, maese.
—Vaya, lo ves. —Sintió que le sobrevenía la furia, pero se dominó—. Ve a donde está la mula, como te dice tu señor. Pero rápido, ¿entiendes? —Calló y se agachó.
Se había abierto una puerta. Una débil luz vaciló en el oscuro corredor.
La abadesa llevaba una vela en la mano.
—Buenas, la paz del Señor sea con usted —dijo Giuseppe, haciendo una reverencia—. Precisamente estaba enseñando a mi alumno ese verso del Libro de los Salmos que siempre me acude a la mente.
—¿Qué verso?
—El mismo que sale de mis labios apenas despierto: «El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas me hace reposar. Me conduce hacia…».
—A mí me parece que estabas a punto de romper una promesa.
—Nada más lejos de mi ánimo, madre venerable. Arturo es testigo de que Giuseppe Pagamino jamás ha roto una promesa.
La abadesa rodeó con el brazo el hombro del joven.
—No impliques a inocentes en tus conjuros, Pagamino. Vamos, vuelve a acostarte, muchacho, te conviene descansar todo lo que puedas.
—Justo lo que iba a decir —repuso, sonriendo—. Buenas noches, rechoncho amigo. —Y le dio un beso en la frente.
Cuando Arturo se fue, la abadesa se giró hacia Giuseppe.
—Hay una muchacha que te espera. No lo habrás olvidado, ¿verdad?
—De ningún modo, madre venerable, de ningún modo.
—En tu mirada hay engaño, Pagamino.
—Y lealtad, madre.
—Quiero que sepas por qué te confío esta misión, ya que no es por tus capacidades, y tampoco por los medicamentos que guardas en tu carro. —Calló y se acercó a Giuseppe—. Sino por tu mirada.
—¿Por mi mirada?
La abadesa se sentó en el banco.
—Es en los ojos de las personas donde se ven sus aflicciones —susurró—; podemos escondernos tras máscaras, disfrazarnos con ropajes abigarrados e incluso raparnos la cabeza, pero nuestros ojos siempre dirán la verdad sobre nosotros. Sufrimiento y contrariedades, pesar y esperanza. Todo eso hay en los tuyos, Pagamino. ¿Me equivoco?
Él no respondió; se sentó junto a la monja y escondió el rostro entre las manos.
—Pero aun así jamás doblaste la cerviz.
—¿La cerviz?
Giuseppe sacudió la cabeza, se levantó y estuvo un rato inmerso en sus propios pensamientos. Sintió que una fuente se abría en su interior. Un flujo fresco y claro que limpiaba y renovaba el viejo paisaje.
—Ya lo creo que he doblado la cerviz —susurró—. Me he arrastrado como un perro para eludir el bastón, he hablado demasiado y mi lengua ha inventado historias más allá de toda prudencia, sólo para evitar los palos que merecía. Otras veces el bastón ha sido más celoso y no se ha ajustado a la fechoría. Porque ¿cuántos bastonazos tienen que darle a uno por robar guisantes? Estas manos no están sucias, arrugadas y retorcidas sólo de tanto juntarse para orar; hay pocas cosas que no hayan hecho para llenar la boca y enfrentarse a la noche. —Miró a la abadesa a los ojos—. He profanado tumbas —continuó—, he robado a los muertos, un herrero me fabricó tres hierros planos cuya única finalidad era abrir ataúdes. He pasado tanto tiempo en la oscuridad que ni las lombrices ni los gusanos me muerden, y he hurgado tanto entre cadáveres que se me ha contagiado el color de la piel de los difuntos. En mis pupilas debe de verse la locura, porque he estado medio año bajo la catedral de Lucca, encarcelado por un crimen que era menor que robar la aceituna más pequeña del árbol más grande del olivar. Pongo al cielo por testigo. Durante seis meses me entretuve con arañas y bichos anónimos. El caso es que me han castigado con mayor dureza por lo que no he hecho, y he escapado al látigo cuando mis espaldas lo merecían. O sea que lo que ve en mi mirada, madre venerable, es el resquicio de la duda. Lo único que me ha enseñado la experiencia de toda una larga vida ha sido que hay que terminar el plato cuando te invitan. —Se sentó de nuevo en el banco y apoyó la cabeza en la pared—. Ahora la madre venerable ya sabe la verdad sobre Pagamino el mercachifle.
—¿La sé?
—Puede que no toda. Aunque se dé bien la vuelta a los bolsillos, siempre hay que dejar algo de pelusa para un día de necesidad, ¿no es lo que se dice?
La abadesa bajó el tono de voz.
—Ignoro qué se dice acerca de la pelusa de los bolsillos, pero sé que toda vida es algo único, y eso debería saberlo también un hombre de edad.
—Es lo que afirma mi alumno.
—A un maese se lo conoce por su alumno. —Se quitó con la mano una mota invisible del hábito—. Tú y Arturo podríais quedaros aquí.
—¿En el berzal?
—No necesariamente.
—Gracias, pero las viejas piernas están ansiosas por partir. Y tengo otros planes: he de ir a Rafael.
—¿Qué hay en Rafael?
Giuseppe se enderezó y sonrió.
—En Rafael espera el Paraíso.
La abadesa arqueó las cejas.
—¿O sea que hay un paraíso?
—Al menos hay un jardín, una camisa limpia y siete mujeres encantadoras, un arroyo gorgoteante y comida todos los días.
—¿Te has hecho realmente merecedor de todo eso?
—Hay veces en que uno recibe más de lo que merece; por eso lo llamo el Paraíso. De todos modos, ¿cómo se vuelve uno merecedor de nada?
—Realizando una buena acción. Diciendo la palabra adecuada a una muchacha que vive en la oscuridad. Era precisamente de eso de lo que estábamos hablando.
Giuseppe se puso en pie.
—No creo que pueda ayudar a esa muchacha, madre.
—Tú conoces la oscuridad, Pagamino. Tú mismo lo has dicho. Creo que eres la última oportunidad que tiene Emilia de poder abrirse al mundo. Hace su trabajo, cumple sus obligaciones, nunca pide nada, pero hay algo que no marcha en su vida. Le falta la alegría de vivir. Es muy joven… pero no hay luz en su vida, sólo esa oscuridad negra como la pez.