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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (3 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—¿Sigue sin hablar? —preguntó Gallardo.

DiBenedetto se volvió y lo miró. Tenía una cara joven a pesar de la droga. Había cumplido veintidós años, pero sus ojos azules como el hielo eran viejos y extraños. Si la humanidad y la compasión los habían habitado alguna vez, hacía tiempo que los habían abandonado.

—Grita, llora, suplica. A veces incluso intenta adivinar qué es lo que queremos saber. Pero no lo sabe —comentó el joven asesino encogiéndose de hombros—. Da pena, pero Faruk ha disfrutado intentando hacerle hablar.

Gallardo levantó el panel que conectaba la cabina con la caja del camión.

Su huésped estaba tirado en el suelo. Se llamaba James Kale. Era uno de los productores del programa
Mundos antiguos, pueblos antiguos
. A pocos años de los cuarenta debía de haber sido un hombre apuesto antes de que los carniceros de Gallardo la hubieran tomado con él. Tenía el pelo lleno de sangre, la cara destrozada con puños americanos; le habían sacado un ojo. También le habían amputado los dedos de la mano derecha y lo habían castrado.

Eso último había sido idea de Faruk. Aquel árabe era cruel y sentía placer con la tortura.

Kale estaba acurrucado en posición fetal y apretaba con fuerza la mano mutilada contra el pecho. Tenía los pantalones oscurecidos por la sangre. Había sangre por toda la caja, en las paredes y en el suelo, e incluso salpicada en el techo. El productor se balanceaba vertiginosamente en el recortado borde de la vida, a punto de hacer la última zambullida en el abismo.

Faruk estaba sentado con la espalda apoyada en la pared y fumaba un cigarrillo. Tenía unos cincuenta años, era un hombre oscuro y endurecido; vestía una chilaba manchada de sangre. Algunas canas salpicaban su barba, en la que también había sangre. Miró a Gallardo y sonrió.

—Insiste en que no sabe nada del objeto que le va a enseñar la chica al catedrático —dijo con acento gutural y dejando caer una mano sobre el muslo de Kale.

Éste soltó un grito y apartó su temblorosa pierna.

Faruk, conmovido, se la acarició.

—Tengo que confesar que después de haberle cortado los huevos empiezo a creerle.

Aquella sangrienta visión repugnó a Gallardo. Había visto ese tipo de cosas anteriormente. Incluso las había hecho y volvería a hacerlas si no tenía a nadie que lo hiciera por él. Pero aquello no era lo que le preocupaba. Miró a Faruk y dibujó una línea con el índice por debajo de la barbilla.

El árabe sacó sonriendo una cuchilla del interior de la chilaba. Tiró la ceniza del cigarrillo, se inclinó hacia delante y alisó el pelo de Kale, haciendo que se estremeciera y gritara asustado. Cogió un mechón de pelo, le echó la cabeza hacia atrás y dio un tajo en el cuello al descubierto.

Gallardo se dio la vuelta y cerró el panel. Se concentró en observar al catedrático y a la mujer de la televisión.

2
Capítulo

H
ola, soy James Kale y si estás oyendo este mensaje es porque evidentemente no he contestado. O estoy ocupado o no hay cobertura. Deja un mensaje y te llamaré lo antes posible. Y, mamá, si eres tú, te quiero».

Al escuchar aquella voz tan familiar, Leslie frunció el entrecejo. James era digno de confianza. Se preciaba de estar disponible para la gente con la que trabajaba. Debería contestar. A menos que hubiera dejado de nuevo aquel maldito aparato sin carga. No habría sido la primera vez. Un día de éstos iba a atarlo al cargador.

—¿Pasa algo? —preguntó Lourds. Estaba sentado al otro lado de la pequeña mesa de la terraza donde lo había llevado a desayunar.

El tráfico era lento e iba acompañado de hombres, camellos y caballos. Había burros que tiraban de carros con ruedas de bicicleta en dirección a los zocos. Los mercados al aire libre atraían a mucha gente del lugar, además de a los turistas. Los lugareños llevaban verdura fresca y los turistas compraban recuerdos y regalos para sus familiares. A pesar de llevar unos días en la ciudad, Leslie todavía se maravillaba por la forma en que aquella moderna ciudad parecía atascada en un estilo de vida milenaria.

El camarero había retirado los platos después de haberles servido una selección que incluía sopa
molokhiyya
con conejo, pisto
torly
con cordero, pechugas de pichón a la parrilla rellenas con arroz condimentado, melón y uva, seguido de pastel de pasas empapado en leche y servido caliente, y café turco con sabor a chocolate.

—Estaba intentando llamar a mi productor —le explicó dándose cuenta de que no había contestado a su pregunta indirecta.

—¿Está en algún lugar cercano? Podríamos ir a buscarlo.

—No hace falta. Estoy segura de que está bien. James es un niño grande y yo no soy su madre. Debe de estar en el set. Hablaré con él cuando lleguemos allí.

—¿Qué te llevó al mundo del espectáculo?

—¿Detecto cierta censura?

—Quizá recelo sería una palabra más acertada —aclaró sonriendo.

—¿No te gusta la televisión?

—Sí, pero a veces me parece muy interesada.

Ligeramente cuestionada, Leslie dijo:

—Me encanta estar delante de una cámara. Me gusta verme en televisión. Y es más, a mi madre y a mi padre también les gusta. Así que intento hacer tanta como puedo. ¿Te parece suficiente interés? —preguntó sonriendo.

—Y más honrado de lo que esperaba.

—¿Qué me dices de ti? ¿Estás dispuesto a formar parte de esta serie? ¿Remueve alguna zona oscura de tu vanidad?

—En absoluto —aseguró Lourds—. De no haber sido por que el decano y la junta directiva me instaron a que lo hiciera, seguramente habría declinado amablemente la oferta. Estoy aquí porque la universidad insistió. Y porque me ofrecía la oportunidad de volver a Alejandría. Me encanta esta ciudad.

Intrigada, Leslie posó la barbilla sobre las manos, con los codos sobre la mesa, y miró aquellos cálidos ojos grises.

—Así que si no hubieses aceptado, no habrías disfrutado de este maravilloso sitio.

—Ni de la encantadora mujer que me ha traído aquí. —Su mirada se posó sobre la de ella y la mantuvo un momento.

Un calor que no tenía nada que ver con el sol del mediodía recorrió el cuerpo de Leslie: «Vaya, eres muy bueno, Lourds. Habrá que tener cuidado contigo».

DiBenedetto enfiló el camión por un callejón a pocas manzanas del café donde comían Lourds y Leslie Crane. Antes de detenerse, un Mercedes alemán entró detrás de ellos. Gallardo lo vio en el espejo retrovisor.

Buscó en su chaqueta de verano y sacó una pistola de calibre nueve milímetros de la pistolera.

—Pietro —dijo a través del micrófono.

—Sí, soy yo, no dispares —pidió la grave voz de Pietro.

Más relajado, Gallardo mantuvo la mano en la pistola hasta que el Mercedes se detuvo detrás del camión. Miró a través del cristal tintado y vio la impresionante masa de Pietro detrás del volante de aquel lujoso coche.

Gallardo salió del vehículo. DiBenedetto hizo lo mismo. Abrieron las puertas del sedán y entraron en él.

Faruk bajó del camión con una chilaba limpia. Había dejado la sucia en la parte de atrás. Se ocupó de cerrar la puerta con cuidado. Incluso después de hacerlo, el olor a gasolina inundó todo el callejón. Satisfecho con su trabajo, Faruk se dirigió a su lugar habitual y se reunió con los demás en el interior del coche. También apestaba a gasolina.

—¿Todo arreglado? —preguntó Gallardo.

Faruk asintió y le entregó la documentación de James Kale, el pasaporte y los objetos personales. Había limpiado el cadáver.

—Sí, todo está listo. He rociado el interior con gasolina y detergente, y he conectado una bengala a la puerta. Cuando abran la caja, el interior del camión será un infierno.

Gallardo asintió. La gasolina y el detergente eran el napalm de los pobres. Provocaría un fuego intenso y concentrado, lo que complicaría la identificación del cadáver mucho más que el hecho de que toda su documentación estuviera en su poder. Habían robado el camión la noche anterior para utilizarlo aquella mañana. No había nada en él que pudiera relacionarlos.

Pietro fue hasta el otro extremo del callejón y salió a la calle, lo que provocó una serie de enfadados avisos de claxon por parte del resto de los conductores, que espantaron a un camello.

—Cimino —dijo Gallardo por el micrófono.

—Aquí estoy. Han vuelto a ponerse en marcha.

—¿Van a pie?

—Sí.

—Abandona, envía a alguien.

—Vale.

A Gallardo se le encogió el estómago. Habían seguido durante ocho meses la pista del objeto que Stefano Murani les había encargado que encontraran. La pista los había conducido finalmente de El Cairo, donde sólo habían encontrado rumores, hasta Alejandría, donde tendría que haberse imaginado que estaba.

El problema con los objetos ilegales era que no dejan rastro, o, en el mejor de los casos, es muy irregular. Y si alguno de ellos no se movía mucho, como era el caso —el propietario de la tienda que lo había vendido les había dicho que había estado diecisiete años en la estantería de un cuarto trasero—, entonces las pistas quedaban ocultas por el paso del tiempo.

Antes de asesinar al productor, tres hombres yacían muertos en el sangriento rastro que habían seguido desde El Cairo. Todos ellos eran comerciantes de extrañas —y robadas— antigüedades.

—Se dirigen hacia el estudio —le informó Cimino.

Se oyó una sorda explosión a la izquierda, en dirección al lugar en el que habían abandonado el camión. Gallardo se dio la vuelta y vio una nube de humo que se elevaba por encima de los edificios. Al poco tiempo se oyeron sirenas.

—Bueno, no han tardado mucho, ¿no? Esta ciudad está llena de putos ladrones —murmuró DiBenedetto desde el asiento trasero.

—Ahora unos pocos menos —comentó Faruk.

Chocaron las palmas de las manos.

Gallardo hizo caso omiso al carácter sanguinario de sus mercenarios. En ellos era normal, por eso los había contratado. Volvió sus pensamientos al estudio. Sus hombres y él habían estado allí haciendo preparativos. Conocían su distribución. Entrar les resultaría muy fácil.

—Ponedlos ahí —pidió Leslie—, mientras lo preparamos todo. ¿Sabe alguien algo de James?

—No, pero anoche dio el visto bueno al set y a la ubicación de la cámara —comentó uno de los jóvenes—. Dijo que hoy iría a buscar exteriores.

—Vale, avísame si viene —contestó Leslie antes de volver a prestar atención a la serie de objetos que quería que viera Lourds.

Sentado en el fondo de una alargada habitación, éste observaba los preparativos de aquellos jóvenes con creciente interés. Se notaba que Leslie se esforzaba por que la presentación de los objetos se cuidara al detalle. Incluso estaban grabando.

Un hombre delgado de antepasados egipcios cruzó la habitación con una maleta de aluminio con ruedas.

Con una teatralidad que le iba como anillo al dedo en aquel set de Kom Al-Dikka, el hombre sacó una llave y la introdujo en la cerradura de la maleta. La abrió y guardó la llave.

El sonido de las sirenas de unos vehículos, que sin duda iban a solucionar algún problema cerca de allí, distrajo momentáneamente a Lourds. Uno de los jóvenes del equipo había comentado algo sobre un coche en llamas a pocas calles de allí. Según él, habían acudido como moscas todo tipo de vehículos oficiales.

Con gran parsimonia, el hombre sacó seis objetos de la maleta y los dejó con sumo cuidado en la mesa que había delante de Lourds. Cuando acabó, hizo una reverencia en dirección a Leslie, que le dio las gracias, antes de retirarse para esperar de pie.

Lourds miró a su alrededor sin poder dejar de sonreír. Junto a Leslie había seis chicos y chicas jóvenes que esperaban ver qué hacía. Se sintió como un niño con su juego favorito.

—¿Qué es lo que te parece tan gracioso? —preguntó Leslie.

—Esto —explicó Lourds indicando hacia los seis objetos—. En la universidad no hay año que no me traiga algo algún estudiante para que se lo lea. Aunque normalmente son réplicas, nada auténtico.

—Tengo más recursos que cualquier estudiante universitario. —La voz de Leslie denotaba determinación. Estaba claro que no estaba dispuesta a que nadie echara por tierra su tiempo y su trabajo.

—Ciertamente —comentó Lourds como un cumplido—. Aun así esto se parece más a la actuación de un mago en una fiesta. No lo hace para divertir a la gente, pero en cuanto se enteran de que está, todo el mundo quiere que haga trucos para poder soltar exclamaciones de asombro.

—O quizá quieren pillarlo en alguna metedura de pata y ver cómo se cae de culo —intervino un joven con la cabeza afeitada y tatuajes en los brazos.

—¿Eso es lo que espera la señorita Crane? ¿Una metedura de pata? —le preguntó Lourds.

—No sé —respondió el joven encogiéndose de hombros—. Me he apostado unas libras a que no es capaz de leerlos, pero imagino que ella cree que podrá hacerlo sin problema.

—No me molesta ganarte unas libras, Neil —dijo Leslie—. Estoy segura de que el catedrático Lourds es lo que Harvard dice que es: competente en todas las lenguas antiguas conocidas.

—Competente en algunas —la corrigió. «Aunque me las apaño con todas», se dijo a sí mismo. No fanfarroneaba, podía hacerlo.

—Parece que te estás excusando —dijo Neil sonriendo.

El edificio era uno de los más antiguos de la ciudad. El que hubiera aire acondicionado era un toque de modernidad. La habitación era cómoda, pero no estaba herméticamente sellada como el hotel del que acababa de salir. Estaban en una oficina de uno de los lados. Una serie de ventanas daban al Mediterráneo verde y gris, y otra tenía una hermosa vista del centro de Alejandría. Lourds estaba seguro de que desde allí se veía Kom Al-Dikka.

Leslie le había comentado que habían vaciado la habitación para montar el programa de televisión. En una esquina habían habilitado un pequeño set, iluminado y listo para funcionar, alejado de las ventanas para poder controlar la luz. Lo habían decorado para que pareciera un estudio, con estanterías llenas de libros falsos detrás del escritorio en el que le habían pedido a Lourds que se sentara. Era más grande y mejor que el que tenía en su oficina de Harvard. Estaba tan lleno de aparatos para ordenadores que parecía poder lanzar un cohete al espacio. Lo más adecuado al estatus de estrella del rock que el programa aspiraba otorgarle.

El otro lado de la habitación, ocupando la mayoría del espacio, estaba lleno de cámaras, jirafas y equipos de sonido y audio en estanterías. Había montones de cables que serpenteaban en todas direcciones, aunque no parecía que nadie los controlara realmente. Lourds pensó que aquella habitación daba miedo.

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