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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (9 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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Dos hombres llegaron corriendo, se detuvieron y miraron la amplia extensión que tenían delante. Fue una pena que no hubiera otro edificio cerca. Natashya pensó que eso los habría despistado durante más tiempo. Quizás habría podido deshacerse de uno silenciosamente. Pero los puntos de emboscada que muestran los expedientes de campaña no siempre aparecen con las características necesarias para un ataque perfecto.

Los hombres sacaron sus armas, evidentemente se sentían en peligro. La presencia de aquellas armas decidió la intervención de Natashya. Eran más. Eso les daba ventaja, pero ella podía conseguir que las circunstancias le fueran más favorables, allí, en ese momento.

Levantó las pistolas.

Uno de los hombres se volvió hacia ella. También ella tenía la pistola levantada, los brazos doblados para tenerla cerca del cuerpo, como si la mantuviera apuntada a un triángulo de tiro delante de él. La vio por encima de la mira.

Natashya apretó el gatillo de la pistola que llevaba en la mano derecha justo en ese momento. La bala de 9 milímetros le estalló entre los ojos. Volvió a disparar, con la otra pistola, y metió dos balas en el cuello del otro hombre. Por la forma en que se tambaleó pensó que seguramente una de ellas le había sesgado la médula espinal.

Se acercó rápidamente a los cadáveres. Los estallidos sordos y ásperos de sus disparos resonaron en el pasadizo que tenía a la espalda.

Se arrodilló, metió la pistola que llevaba en la mano izquierda en el bolsillo del guardapolvo y los registró. No llevaban identificación alguna. Eso era normal. Cuando se encarga el asesinato a alguien, el contratante normalmente se queda con la identificación de los sicarios para que no puedan rastrearlos hasta él.

La muñequera de uno de ellos le llamó la atención. Oyó voces en los auriculares que llevaba. Estaban sobre aviso Quienquiera que fueran sus atacantes sabían que iba armada.

Natashya estudió la muñequera y reconoció la táctica utilizada por las fuerzas especiales de todo el mundo. Levantó la cubierta esperando ver su cara.

Pero la cara que apareció no era la suya, sino la de Yuliya.

Se levantó, sacó la pistola del guardapolvo y corrió hacia el edificio en el que había dejado a su hermana.

5
Capítulo

Alejandría, Egipto

19 de agosto de 2009

L
ourds se acercó a la pantalla del ordenador y estudió las fotos de la misteriosa campana. Las imágenes que Leslie Crane había enviado a distintos sitios de Internet relacionados con la 70 arqueología y la historia eran muy profesionales. Pero no mostraban toda su superficie. Las habían sacado desde dos lados, con lo que se perdía gran parte de la inscripción. Por suerte, él sí la tenía completa.

Leslie estaba a su lado y Lourds notaba el calor de su cuerpo más de lo que habría deseado. No le gustaba que le distrajeran cuando estaba trabajando.

El texto que acompañaba las fotos era sencillo y directo, y simplemente preguntaba si alguien sabía algo sobre la historia de aquel objeto. Unas cuantas respuestas se habían acumulado a lo largo de las dos semanas que las fotografías llevaban en Internet, pero ninguna de ellas parecía fuera de lo normal.

—¿Has recibido algún correo electrónico relacionado con la campana? —preguntó Lourds.

—Ninguno que dijera nada sobre su historia. Me hicieron algunas preguntas.

—¿Qué tipo de preguntas? —dijo Lourds recostándose en la silla.

—Dónde la había encontrado. Qué iba a hacer con ella. Ese tipo de cosas.

—¿Contestaste?

—No, lo que buscaba era información, no darla. Leslie se quedó callada un momento.

—¿Crees que la gente que nos atacó tenía que ver con el envío de esas fotos?

—Creo que sí. ¿Cómo iban a saber si no dónde estaba?

—Utilicé un servidor centralizado. Creía que así estaba segura.

Lourds asintió.

—Según mi ayudante, el problema con la seguridad en Internet es que en cuanto alguien crea un supuesto programa para proteger el tráfico de datos, hay quien se ocupa de burlarlo.

—Ya, hice un trabajo sobre encriptación antes de que me contrataran para este programa —comentó con voz ligeramente quebrada—. No puedo creer que haya pasado esto. Lo envié a sitios web de universidades. ¿Por qué iba a atraer la atención de unos asesinos un objeto desconocido como esta campana?

Al fijarse en la preocupada expresión de la cara de Leslie en la pantalla del ordenador, se volvió hacia ella.

—Lo que sucedió no es culpa tuya.

Leslie cruzó los brazos.

—Si no hubiera enviado esas fotos no habría pasado nada. Y James no habría… —Inspiró entrecortadamente—. Nadie habría resultado herido.

—Lo que hiciste fue ponerte sin saberlo en una situación especialmente desagradable. —Le cogió una mano y se la apretó suavemente—. Lo que conseguiste descubrir…

—Sin darme cuenta —lo interrumpió.

Lourds asintió y continuó.

—Por muy sin darte cuenta que fuera conseguiste encontrar algo increíble.

—El problema es que la hemos perdido.

Lourds volvió a concentrarse en las imágenes.

—A veces no es necesario tener algo para poder aprender de él. A veces basta con saber que existe. —Asintió delante de la pantalla—. Eso es lo que puso tras nuestra pista a los que robaron la campana. Saber que existía. Lo único que tenemos que hacer es averiguar cómo lo supieron.

—Creo que simplemente eran ladrones contratados por la persona que quería la campana.

—Exactamente. Eso es lo que eran. Pero a juzgar por su aspecto, me atrevería a decir que eran mercenarios especializados. Quizá ladrones a sueldo. No tenían pinta de coleccionistas. Parecían más bien participantes en una convención de alquiler de matones, aunque una de las opciones más caras de ese mercado.

—Pero si alguien sabía de la existencia de la campana, ¿no la habría comprado en la tienda hace años?

—Conocer la existencia de un objeto y saber dónde se encuentra son dos cosas muy distintas —aseguró abriendo su servidor de correo electrónico.

—En tu opinión, ¿eso es bueno?

—Es muy bueno.

—¿Por qué?

—Porque quiere decir que hay una pista. La que condujo a esos hombres hasta la campana, hasta nosotros, la que nosotros también podemos averiguar. Una pista va en dos direcciones. Quizá consigamos averiguar quién estaba buscando la campana. Y quizá nos enteremos de lo que sabe de ella.

Esperó hasta que aparecieron los correos, hacía días que no los miraba.

En la pantalla aparecieron muchos nombres conocidos.

—¿Qué haces? —preguntó Leslie.

—Ponerme en contacto con algunas personas que conozco. Voy a hacer unas cuantas preguntas. Quizá tenga la misma suerte que el hombre que buscaba la campana.

Siguieron apareciendo correos.

—¡Guau! —exclamó Leslie—. ¿Contestas alguna vez?

—A veces. La gente que me conoce sabe que casi siempre es mejor llamarme. Se pierde mucho tiempo respondiendo todos los correos.

Un nombre llamó su atención.

Yuliya Hapaev. Le había escrito en más de una ocasión.

La conocía personalmente. Siempre que iba a Rusia intentaba verla por todos los medios. Pulsó sobre el clasificador y aparecieron todos los mensajes de Yuliya.

Había media docena. Tres de ellos tenían adjuntos.

—¿Una ardiente admiradora? —inquirió Leslie.

—Una arqueóloga que conozco.

—El nombre parece ruso.

—Lo es.

Lourds abrió el primero. Tenía fecha de once días atrás.

—¿La conoces bien?

En apariencia la pregunta parecía inocua, pero Lourds entendió lo que quería saber.

—Conozco a Yuliya, a su marido y a sus hijos bastante bien.

—¡Ah!

Leyó el primer mensaje.

Querido Thomas:

Espero que cuando recibas este mensaje estés bien y a punto de hacer un fabuloso descubrimiento. He encontrado algo interesante.

Si tienes tiempo, me gustaría hacerte unas consultas. Te habría llamado, pero todavía no sé si merece la pena dedicarle mucho tiempo.

Atentamente,

Yuliya

Otros tres mensajes mostraban preguntas parecidas, enviadas por seguridad en caso de que su servidor hubiese perdido el correo. El de la universidad tenía fama de hacerlo.

La imagen atrajo su atención al instante. Tecleó para ampliar la imagen y poder leer la inscripción que había en la superficie.

—Parece un
frisbbe
antiguo o un plato —comentó Leslie.

—No es ninguna de las dos cosas, es un címbalo.

—¿Un címbalo? ¿De qué?

—Es un instrumento musical. —Muy interesado, utilizó el ratón y el teclado para abrir una de las imágenes digitales que había tomado de la campana.

—¿Qué haces? —Leslie se inclinó y miró por encima de su hombro. El pelo le rozó ligeramente la mejilla.

—¿Te has fijado en la inscripción del címbalo? —La voz de Leslie era tensa por la agitación. Lourds lo notaba.

—¿Crees que se parece a la de la campana?

—Sí.

—Tendré que fiarme de tu palabra. Tú eres el experto.

—Lo soy. —Miró la inscripción del címbalo. Al igual que la de la campana, era incapaz de descifrarla.

Se levantó y fue hacia la mochila que había dejado encima de una silla. Revolvió en ella, sacó un móvil y lo encendió. Sacó también una pequeña agenda y buscó el número de Yuliya Hapaev. Tenía dos, uno de casa y otro vía satélite para el trabajo.

Imaginó que con ese descubrimiento, Yuliya estaría trabajando aunque fuera tarde. Llamó a aquel número.

Volvió a mirar la pantalla y estudió las dos imágenes. No cabía duda acerca del parecido entre las dos inscripciones. Fuera la lengua que fuese en la que estaban escritas, compartían algo.

El teléfono sonó una y otra vez.

Ciudad de Riazán, Riazán

Rusia

19 de agosto de 2009

Yuliya se estiró y oyó el crujido de las vértebras. Mucha gente pensaba que la parte más dura de ser arqueólogo es la excavación, pero desenterrar objetos en un yacimiento era algo agradable comparado con estar sentada delante de un escritorio estudiando esos objetos durante horas y horas.

«Necesitas un descanso para poder ver las cosas con otros ojos». Sabía que era verdad. Había estado investigando tanto como había podido, pero estaba completamente atascada. No recordaba haber estado nunca tan bloqueada.

Decidió llamar a casa y dejarlo por aquella noche. Levantó el címbalo de la mesa y se dirigió hacia el otro lado de la habitación para guardarlo en la cámara acorazada.

Entonces vio al hombre en la puerta.

Se paró en seco y lo miró, aterrorizada por su envergadura y la brutalidad de su cara.

—¿Habla mi idioma? —preguntó aquel hombre en ruso.

—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado?

El hombre sonrió, pero su expresión no era precisamente encantadora. Todo lo contrario, tenía la sonrisa fría de un tiburón depredador.

—Sé un poco de ruso, pero no lo suficiente como para hablar de lo que tenemos que tratar —dijo acercándose.

Yuliya dio un paso atrás.

—Es usted la catedrática Hapaev, ¿verdad? Ha estado haciendo preguntas en Internet acerca de eso —dijo indicando con la cabeza el címbalo.

—¡Salga de aquí antes de que llame a seguridad! —Yuliya intentó mantener la voz firme.

El hombre hizo caso omiso y alargó la mano para coger el címbalo.

Yuliya reculó y lo mantuvo fuera de su alcance. No tenía mucho espacio en el que maniobrar.

Entonces, como por arte de magia, apareció una pistola en la mano de aquel hombre.

En el exterior sonaron unos disparos amortiguados por las paredes. Yuliya sabía bien qué eran esos sonidos sordos. Estaba familiarizada con las armas. Natashya había intentado enseñarle a disparar, pero había demostrado ser muy mala. Finalmente había concluido que aun en el caso de que aprendiera, no sería capaz de tener una pistola en casa, con los niños.

Sonaron más disparos.

El hombre dijo algo en italiano, pero la pistola no se movió.

Yuliya sabía lo suficiente como para reconocer aquel idioma, pero no como para entenderlo. Al principio pensó que estaba hablando con ella, pero luego se fijó en que lo hacía a través de un micrófono muy fino que llevaba pegado a la mejilla.

—¿Quién era la mujer que ha salido de este edificio? —preguntó el hombre.

«¡Natashya!». A Yuliya se le heló la sangre y su corazón se desbocó.

—¿Quién era? —El hombre avanzó y la cogió por la muñeca, haciendo que casi se le cayera el címbalo. Aunque Yuliya consiguió retenerlo en el último momento.

Volvieron a oírse disparos.

—¿Quién era? —El hombre apuntó con la pistola al ojo izquierdo de Yuliya.

—Mi hermana —contestó con voz ronca. Se sintió muy mal por haberlo confesado, pero quería desesperadamente volver a ver a sus hijos. No quería que crecieran sin ella—. Natashya Hapaev, es inspectora de Policía. —Se armó de valor—. Sin duda ya habrá dado aviso.

El hombre soltó un juramento y le arrebató el címbalo de las manos.

Pensó que no la mataría, que lo que le había dicho y la pistola de Natashya lo habrían asustado. Incluso cuando el brillo del silenciador la cegó y su cabeza salió disparada hacia la pared que tenía detrás creyó que iba a salir viva de aquello.

Entonces el vacío la arrastró, al tiempo que la oscuridad nubló su visión.

Con el corazón como un martillo hidráulico en el pecho, Natashya Safarov corrió a través de la oscuridad. Aquellos hombres buscaban a Yuliya. Aquel pensamiento iba acrecentándose en su mente.

Las balas la perseguían e impactaban en el suelo y en los árboles a su alrededor mientras volvía a toda velocidad hacia el edificio en el que había dejado a su hermana. Cargó las pistolas sobre la marcha y después metió la de la mano izquierda en el bolsillo para poder sacar el móvil.

Pulsó el número de emergencias de la Policía.

—Departamento de Policía de Riazán —contestó una lacónica voz masculina.

—Soy la inspectora Safarov, del Departamento de Moscú —le informó rápidamente. Los sordos estallidos interrumpieron sus palabras. Añadió su número de identificación—. Me están atacando en la Universidad de Riazán.

—¿Quién, inspectora?

—No lo sé. —Una bala descortezó un árbol a pocos centímetros de su cabeza—. ¡Envíe a alguien ahora mismo!

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