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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (7 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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A pesar de que el ataque en el set de la televisión había ocurrido tres días antes y de que confiaba en la seguridad del hotel, le invadió una sensación de pánico. Se estiró y sintió el familiar dolor en la espalda y hombros que aparecía cuando llevaba demasiadas horas inclinado sobre un escritorio.

Gracias a la ayuda del equipo de Leslie había ampliado las fotografías de la campana, las había puesto en la pared y después las había dejado sobre la mesa para estudiarlas e intentar, en vano, descifrar aquel misterioso lenguaje. No dudaba de que finalmente lo conseguiría, pero parecía que lograrlo le iba a costar tiempo.

Fue hacia la puerta descalzo, con una camiseta y unas bermudas, pero se detuvo antes de poner la mano en el pomo. Pensó dónde debería colocarse, teniendo en cuenta los recientes acontecimientos.

Se dirigió hacia el armario que había al lado de la puerta. Cogió la plancha que colgaba ni la pared. Quizá no fuese un arma propiamente dicha, pero con ella en la mano no se sentía tan vulnerable.

«En el fondo estás hecho un Neandertal, Lourds», se dijo a sí mismo, aunque no era tan tonto como para creer que la Policía de Alejandría lo tenía todo controlado, por mucho que así lo asegurara. Seguían sin saber quién había asaltado el estudio de televisión.

Tampoco sabían quién había asesinado al pobre James Kale. La visión del cuerpo carbonizado de aquel hombre en la morgue del hospital, con los dedos de una mano cortados, seguía atormentándole en sueños. Había ido con Leslie y el equipo a identificar los restos. Por suerte, tenía la mente ocupada con las inscripciones de la campana. De otra forma, la visión y el olor de aquel cuerpo torturado le habría provocado pesadillas.

Volvieron a llamar a la puerta.

Se dio cuenta de que se había escondido sin haber contestado.

—¿Quién es? —Se avergonzó de que le temblara la voz, como si volviera a salir de la pubertad.

—Leslie.

La posibilidad de que la joven estuviera al otro lado de la puerta le hizo olvidar el riesgo. Miró a través de la mirilla y, tras comprobar que Leslie estaba sola, abrió la puerta.

Llevaba ropa de verano, sandalias, pantalones pirata y un top cortito sin mangas color lima que dejaba ver un delicado diamante en el ombligo. Aquella piedra brillaba de forma fascinante. Durante los tres días que habían estado juntos jamás se le habría ocurrido que pudiera llevar algo así.

Algo muy primitivo se agitó en su interior, y logró apartar de su mente todo pensamiento relacionado con la muerte del productor.

—¿Estabas planchando? —preguntó Leslie.

La miró desconcertado, preguntándose de qué le estaba hablando, hasta que se dio cuenta de que tenía en la mano la plancha.

—Perdona, no me sentía muy seguro. No suelo dar la bienvenida a mis visitas con una plancha en la mano —se excusó, y la volvió a dejar en su sitio.

—Yo prefiero los palos de golf —aseguró Leslie.

—¿Juegas al golf?

Leslie sonrió.

—No tan bien como me gustaría, pero mi padre me dio un
wedge
para protegerme. Le pedí una pistola Glock, pero me regaló un palo de golf —contestó, y después se encogió de hombros como queriendo decir: «¡Qué le vamos a hacer!».

—¿Dónde aprendiste a disparar?

—Al final mi padre se rindió ante mi insistencia por las armas de fuego. Me enseñó ambas cosas, a jugar al golf y a disparar. Pasó un tiempo en las fuerzas especiales y después trabajó como entrenador antes de retirarse. Es un buen profesor. Viene bien, ¿verdad?

—Después del incidente del otro día, he de decir que sí. ¿Quieres pasar?

Leslie entró y echó un vistazo a su alrededor. Lourds sentía curiosidad. Llevaban tres días allí y no había ido a verlo hasta ahora. Se preguntó qué habría cambiado.

—Me sorprende.

—¿Qué?

—La habitación está limpia. Me imaginaba que siendo catedrático y soltero, no estaría todo tan ordenado.

—¿Creías que ibas a encontrar un estereotipo? ¿El profesor despistado?

—Sí, supongo que sí.

—Tampoco reúno los requisitos para ser un viejo cascarrabias. —Lourds indicó hacia las sillas que había en la terraza. La habitación estaba bien distribuida y tenía una zona de trabajo y otra de esparcimiento—. Si no te importa, quizá sería mejor que nos sentáramos fuera. Las vistas son increíbles y tu compañía está a la altura.

La noche envolvía Alejandría. La ciudad relucía como un joyero en la oscuridad. Había luna llena, que parecía de plata entre las nubes tenebrosas esparcidas por los cielos de arena. Hacia el norte, la luz de la luna besaba las blancas olas que llegaban desde el mar Mediterráneo. Más allá, el discordante ruido del tráfico nocturno y los alegres gritos de los turistas que se habían dejado llevar demasiado inundaban las calles.

Lourds le acercó la silla y sentó cerca de una pequeña mesa circular.

—Las noches egipcias están llenas de un exótico misterio. Mientras estés aquí deberías salir y ver tanto como puedas de la ciudad y los alrededores. Es increíble. ¿Sabes quién es E. M. Forster?

—Un novelista, escribió los libros sobre Horatius Hornblower.

Atónito, se dejó caer en la silla de mimbre al otro lado de la mesa. Durante los tres últimos días, su inteligencia, personalidad y encanto le habían ido cautivando. Estaba claro por qué los productores de televisión la habían elegido para ser la moderadora del programa.

—¿Has leído sus libros?

Leslie meneó la cabeza. Parecía un poco avergonzada.

—Vi las películas en A amp; E. No leo mucho, no tengo tiempo.

—¿Te gustan las películas antiguas? —Al menos era algo—. Creo que Gregory Peck estaba muy bien en ésa.

—No vi la versión clásica, sino los
remakes
con Joan Gruffudd.

—No pueden ser tan buenas como las novelas. —Lourds descartó la idea como una auténtica locura—. Es igual, E. M. Forster escribió: «La mejor forma de ver Alejandría es deambular sin rumbo».

Leslie se inclinó hacia la mesa y apoyó la mejilla en sus entrelazados dedos.

—Seguramente la ciudad sería más bonita si tuviera un guía. —Sus verdes ojos brillaron.

Lourds apoyó los codos en la mesa y se inclinó hacia ella.

—Si alguna vez necesitas un guía, cuenta conmigo.

Leslie puso una sonrisa algo picara y dijo:

—Así lo haré.

—¿Qué te ha traído por aquí?

—Curiosidad.

—¿Acerca de qué?

—Por la noche, después de cenar, desapareces. Empezaba a pensar que te había ofendido en algo… —dudó— o que pasabas el tiempo hablando por teléfono con tu amada. O incluso enviando fotografías por Internet.

—No, nada de eso. No estoy ofendido, no tengo a nadie que sea muy importante para mí. No, no te estoy evitando. He estado absorto en el rompecabezas de la campana.

—Cuando he entrado y he visto todas las fotografías es lo primero que he pensado. De hecho, la campana es la razón por la que he venido. He pensado que quizá necesitabas alguna distracción.

—¿Una distracción?

—Cuando me bloqueo en un proyecto suelo dejar el lugar de trabajo y voy a tratar el tema con mis amigos. A veces eso estimula alguna cosa en mi subconsciente que lleva tiempo esperando despertar.

—¿Estás sugiriendo que demos un paseo? ¿Los dos?

—Sí —dijo mirándolo directamente a los ojos.

Lourds observó la pared llena de fotos de la campana. No le preocupaba dejarlas allí. En realidad la campana no dejaba de ser una curiosa antigüedad.

La cuestión era: ¿quería dejar aquel rompecabezas el tiempo suficiente como para pasar un rato con una mujer guapa e interesante en una de las ciudades más románticas del mundo?

Al parecer sí.

—Me visto y nos vemos abajo —propuso.

—Tontadas, estás muy bien.

Lourds sonrió.

—Bueno, al menos tendré que calzarme. —Estuvo listo en menos de un minuto.

Ciudad de Riazán, Riazán

Rusia

19 de agosto de 2009

La frustración y el entusiasmo embargaban a la catedrática Yuliya Hapaev cuando se sentó frente a un pequeño escritorio, en el anodino sótano que le facilitaba la Universidad de Riazán cuando trabajaba en algún proyecto interesante. Aquella habitación mantenía una fría temperatura de laque no podía librarse ni aun llevando un jersey bajo la batade laboratorio.

Sin verdaderas esperanzas de encontraruna respuesta, comprobó su correo electrónico. Otra vez. Miró las paredes grises, tan desprovistas de todo que incluso atrajeron su atención un instante mientras esperaba que aparecieran los últimos mensajes.

Comprobó la hora y vio que eran casi las siete. Soltó un gruñido. Se había prometido a sí misma que aquel día volvería pronto a la residencia que le habían asignado. La sensación de que había olvidado algo le molestaba, aunque no conseguía averiguar de qué se trataba. Su familia estaba en Kazan. No tenía que preparar comidas ni poner lavadoras, no había nada que pudiera distraerla aparte de su trabajo.

Trabajar catorce o quince horas diarias en el campo que prefería era casi como estar de vacaciones. A su marido no le gustaba mucho, pero lo entendía porque él sentía lo mismo por algunos de los proyectos de construcción en los que trabajaba.

La fortuna le había sonreído cuando logró la beca para estudiar los objetos recientemente hallados en la excavación arqueológica entre los ríos Oká y Pronya.

A pesar de que el lugar se había cerrado en 2005 y se había prohibido hacer más excavaciones, todavía quedaban una serie de objetos que no se habían catalogado adecuadamente.

Y algún otro que había aparecido, a pesar de la prohibición.

La zona entre aquellos dos ríos había sido un lugar de encuentro o un crisol de culturas desde el Paleolítico Superior hasta comienzos de la Edad Media. En 2003, Ilya Akhmedov, otra arqueóloga, había descubierto una estructura de madera semejante a la de Stonehenge en Gran Bretaña. Los científicos creían que aquella estructura se había utilizado también para trazar un mapa de las estrellas.

Lo que más le interesaba, y la enfurecía enormemente, era el címbalo de arcilla que estaba en una de las mesas del laboratorio. Era sin duda cerámica celedón y le recordaba los delicados instrumentos chinos y japoneses. Pero tenía una inscripción que no conseguía descifrar. Tampoco lo había logrado ninguno de los lingüistas rusos a los que había tenido acceso.

Al final le había sacado fotos y se las había enviado a Thomas Lourds con la esperanza de que su conocimiento en lenguas antiguas pudiera encontrar una respuesta al rompecabezas con el que se enfrentaba.

Cuando lo descubrieron, era evidente que había estado guardado en una caja para huesos, pues había fragmentos alrededor del címbalo. La caja se había roto o se había descompuesto con el paso del tiempo. Yuliya desconocía el motivo. Había enviado muestras para que las dataran mediante carbono y esperaba una respuesta. El objeto era muy antiguo. Lo sabía.

Su servidor de correo emitió un sonido que le informaba de que habían llegado mensajes. Había recibido uno de la ayudante de Lourds, Tina Metcalf.

Cuando lo abrió, le temblaron las manos.

Querida Yuliya:

Lo siento, pero el catedrático no está y ya sabe cómo es respecto a lo de abrir el correo.

Sabía bien qué relación tenía Lourds con el correo electrónico. Jamás había conocido a nadie que odiara tanto las comunicaciones electrónicas. A menudo intercambiaba extensas cartas con él, por correo postal, claro está, en las que hablaban de los distintos descubrimientos en los que habían participado, además de las ramificaciones de dichos estudios. Había guardado esas cartas a lo largo de los años. Incluso las había utilizado en las clases de Arqueología que impartía en la Universidad Estatal de Kazán.

Le gustaban aquellas misivas y la forma de pensar de Lourds. Era algo de lo que su esposo, albañil, estaba a veces celoso. Pero también sabía que ninguna mujer conseguiría conquistar del todo el corazón de Lourds. El verdadero amor del catedrático era el conocimiento, y pasaríasu vida buscando lo que había desaparecido en la Biblioteca de Alejandría. Ninguna mujer podría competir conuna pasión como ésa. Con todo, algunas jóvenes parecían atraersu atención de vezen cuando; incluso había alguna que lo hacíapor un tiempo.

De haberlo querido, podría haber hecho sudar a ese Don Juan. El correo electrónico continuaba:

Sin embargo, puedo proporcionarle la dirección de correo electrónico que tengo de él en Alejandría
.

«Alejandría, ¿eh?». Se echó a reír. Lourds había vuelto a caer en los brazos de su verdadera amante, la búsqueda de los restos de la gran biblioteca. Se preguntó cómo lo estaría tratando su amante.

Está allí grabando un programa para la BBC. Es un documental sobre lenguas o algo así. El decano estaba muy contento e intentó forzarlo a aceptar, pero la BBC no lo consiguió hasta que accedieron rodar en Alejandría. Estaba en su lista de posibles exteriores.

Ya sabe cómo le gusta esa ciudad…, la biblioteca y todo lo demás. Lo único que dice cuando abre la boca es bla, bla, bla…

Pensó que la joven señorita Metcalf también había sucumbido a la belleza y al encanto de Lourds y que le molestaba que no se hubiese dado cuenta de que era una mujer disponible. Había visto a mujeres prácticamente desmayarse cuando entraba en una sala. Y no es que él se hubiese dado cuenta.

Creo que estará allí unas cuantas semanas. No tengo su número de teléfono y ya sabe que se niega a llevar un móvil. ¡Este hombre!

Si necesita algo (o si se entera de cómo puedo ponerme en contacto con él), dígamelo, por favor.

Le saluda atentamente,

Tina Metcalf (Asistente graduada del doctor Thomas Lourds, catedrático de Lingüística).

Departamento de Lingüística

Boylston Hall

Universidad de Harvard

Cambridge, M A 02138

Así pues, no sabría nada de Thomas en varias semanas.

Molesta, dejó el ordenador y volvió a su laboratorio prestado. El címbalo de arcilla seguía en el centro de una de las mesas.

Era como si la estuviera provocando.

«¡Descíframe!», le decía.

Deseó poder hacerlo.

El bajo techo de la habitación la hacía muy agobiante, como si el peso del edificio se hundiera lentamente sobre ella.

Al cabo de un rato tuvo la sensación de que alguien la estaba mirando.

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