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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (5 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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Lourds se incorporó de forma instintiva, incapaz de quedarse sentado y ver cómo hacían daño a la joven. Pero no estaba entrenado para ese tipo de cosas. Sí que había estado en sitios peligrosos, pero había tenido suerte. El peor acto violento que había experimentado en toda su vida había sido una pelea jugando al fútbol.

El hombre puso el cañón de la pistola en la sien de Leslie.

—Siéntese, señor Lourds, o esta guapa jovencita morirá.

Obedeció, pero que aquel hombre supiera cómo se llamaba lo desconcertó.

—Muy bien. Ponga las manos sobre la cabeza.

Lourds obedeció con el estómago revuelto. A pesar de las complicadas situaciones en las que se había visto envuelto mientras estudiaba lenguas en países con gran inestabilidad, jamás le habían apuntado con una pistola. Tuvo la impresión de que el corazón se le desbocaba, algo que nunca había sentido.

—¡Al suelo! —ordenó el hombre empujando a Leslie.

Una vez tumbada, el hombre miró los objetos que había sobre la mesa y cogió la campana sin dudarlo.

Ese fue su primer error. Tanto él como sus compinches apartaron la vista de Leslie.

Antes de que Lourds pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, Leslie se levantó, se tiró encima de uno de los hombres, lo derribó y le quitó el arma. Después se metió debajo de un pesado escritorio que había en la parte de atrás del set.

Aquello pilló desprevenidos a los asaltantes. No esperaban que una mujer ofreciera resistencia.

La habían subestimado, pero sin duda se trataba de auténticos profesionales, pues no les costó nada reaccionar.

El sonido de disparos inundó la habitación al tiempo que el escritorio recibía un castigo para el que no estaba preparado. Las balas lo inundaron todo de astillas.

Leslie respondió. Sus disparos sonaban más fuertes que los de sus atacantes y parecía que sabía lo que estaba haciendo. La pared de detrás de los atacantes se llenó de agujeros e hizo que tosieran por el polvo del yeso.

Entre tanto, el equipo buscó refugio.

Al igual que los ladrones.

«¡No! —pensó Lourds—. Ningún objeto vale las vidas de toda esta gente».

Entonces oyó el teléfono de Leslie.

Podía llamar para pedir ayuda.

En medio de aquel caos, rodó por el suelo y se metió detrás del escritorio con Leslie.

—Yo hablo y tú disparas, o moriremos los dos.

—¡Buena idea!

Leslie le pasó el teléfono, que ya estaba preparado para marcar un número de urgencias. Se oyeron más disparos y un grito. Lourds confió en que fuera uno de los atacantes y no un miembro del equipo el que había resultado alcanzado.

Cuando unas sorprendidas palabras en árabe sonaron en el teléfono, Lourds empezó a hablar.

Antes de que pudiera acabar la segunda frase, el ruido de sirenas se intensificó.

La ayuda estaba en camino.

Los ladrones también lo oyeron.

Escaparon, uno de ellos dejó un reguero de sangre.

Leslie fue tras ellos y dejó de disparar hasta tener un buen blanco.

Lourds la siguió justo a tiempo de apartarla cuando una descarga final por parte de los ladrones hacía astillas la puerta de la oficina.

En el suelo, aterrorizado pero todavía entero, Lourds la abrazó. Sintió la suave presión de piel femenina contra su cuerpo y pensó que si tenía que morir en ese momento, seguro que había peores formas de hacerlo.

Se apretó contra ella y protegió su cuerpo con el suyo.

—¿Qué estás haciendo? ¿Quieres que te maten? —preguntó.

—¡Se escapan! —exclamó Leslie intentando zafarse del abrazo.

—Sí, y es lo que tienen que hacer, irse bien lejos. Tienen armas automáticas, son más que nosotros y la Policía está al llegar. Casi toda, a juzgar por el ruido que hacen. Ya nos has salvado el pellejo. Es suficiente. Tira la pistola y deja que se hagan cargo los profesionales.

Leslie se relajó entre sus brazos. Por un momento, Lourds pensó que iba a protestar y a llamarle cobarde. Sabía bien que en una situación límite las personas que observan desde la barrera confunden a menudo la sensatez con la cobardía.

Dos de los jóvenes del equipo de producción asomaron la cabeza desde su escondite. Como no les dispararon, Lourds pensó que estaban lo suficientemente a salvo como para levantarse. Se incorporó y ayudó a Leslie.

Cundo salían hacia el pasillo se fijó en los orificios que llenaban el final del pasillo, además de las paredes, techos y suelo. Los malos no eran tiradores de primera, pero habían repartido suficientes balas a su alrededor como para dejar las cosas claras.

—Llama a la Policía —pidió a uno de los jóvenes árabes del equipo—. Diles que los ladrones se han ido y que sólo quedamos nosotros. Que se enteren bien antesde llegar o las cosas se pondrán feas otra vez.

Uno de los miembros del equipo, que ya estaba pálido, se puso blanco y corrió al teléfono.

Leslie se soltó de Lourds y fue hacia una ventana para mirar hacia la ciudad.

Él se colocó a su lado, pero no vio nada.

—Hemos perdido la campana antes de saber qué era —comentó Leslie.

—Bueno, eso no es del todo cierto. Tengo copia de la inscripción y saqué un montón de fotos con la cámara digital. Puede que hayamos perdido la campana, pero no su secreto. Vayan donde vayan no estarán totalmente fuera de nuestro alcance.

Lourds pensó que si seguían descifrando aquel enigma acabarían por tener que enfrentarse de nuevo a una pistola. Alguien deseaba aquella campana lo suficiente como para matarle a él y a todo un equipo de televisión. ¿Asesinarían también para impedir que la analizaran? Aquéllas no eran precisamente las cosas que le ocurren a un catedrático de Lingüística.

Ni tener que hablar con cien policías egipcios acelerados.

Pero, a juzgar por el sonido de los pasos en el pasillo, tuvo la impresión de que aquel día iba a aprender un montón de cosas nuevas.

3
Capítulo

Plaza de San Pedro

Status Civitatis Vaticanae

17 de agosto de 2009

E
n el interior de las murallas de la Ciudad del Vaticano viven menos de mil personas, pero reciben la visita anual de millones de turistas y fieles. No es por ello extraño que el país más pequeño de Europa tenga también el índice de criminalidad per cápita más alto del mundo. Todos los años, junto con turistas y fieles, los carteristas y los descuideros llegan en tropel.

El cardenal Stefano Murani era uno de los habitantes de la ciudad sagrada y, la mayor parte del tiempo, le encantaba vivir allí. Le trataban bien y todo el mundo le mostraba respeto, llevara sotana de ceremonia o traje de Armani, que era lo que solía vestir cuando no se ponía las vestiduras. Aquel día no las llevaba porque tenía asuntos personales que resolver y no le importaba que lo recordaran como a un representante de la Iglesia católica romana. A veces prefería ser él mismo y hacer las cosas que le gustaban.

Era un hombre apuesto que medía un metro y ochenta y dos centímetros. Era consciente de su imagen y se preocupaba por tener el mejor aspecto. Tenía el pelo castaño oscuro, cortado una vez a la semana por su peluquero personal, que iba a sus habitaciones privadas para ocuparse de él. Una fina línea de barba marcaba su mandíbula y se ensanchaba ligeramente en la mejilla para unirse a un recortado bigote. Sus ojos negros dominaban la cara, era lo que más recordaba la gente que lo conocía. Había quien pensaba que eran fríos y despiadados. Otros, más inocentes, simplemente opinaban que eran directos y firmes, una inequívoca señal de fe en Dios.

Su fe en Dios, al igual que la fe en sí mismo, era perfecta. También lo sabía.

Su trabajo era el trabajo de Dios también.

En ese momento, el niño de diez años que forcejeaba mientras lo agarraba por el brazo estaba convencido de que era el mismo diablo el que le había apresado. O eso es lo que había dicho antes de que el cardenal le hubiera hecho callar. El terror se había apoderado de los ojos de aquel niño y le arrancaba lastimeros lloros. Estaba más delgado que un silbido, puro huesos y harapos.

Murani pensó que no deberían haberle dejado entrar en la Ciudad del Vaticano. Deberían de haberlo parado y echado al instante. Cualquiera podía darse cuenta de que era un ladrón, un simple ratero que empezaba a aprender el oficio. Pero también había quien pensaba que bastaba una visita al Vaticano para alterar para siempre la vida de una persona. Así que se dejaba entrar hasta a las sabandijas callejeras como aquel espécimen. Quizás esos que creían en la piedad y el acceso suponían que allí encontrarían a Dios.

Murani no se incluía entre los locos que pensaban así.

—¿Sabes quién soy? —le preguntó.

—No —contestó el niño.

—Deberías saber el nombre de la persona a quien le vas a robar la cartera. Podría darte alguna pista sobre la elección de objetivos. Puesto que no te conozco, tu castigo será rápido y suave. Sólo te romperé un dedo.

Frenético, el niño intentó golpear a Murani.

El cardenal se echó hacia un lado y la andrajosa zapatilla de deporte falló por los pelos. Entonces le rompió el dedo como si fuera un palito de pan.

El niño se tiró al suelo y empezó a gritar de dolor.

—Que no vuelva a verte —dijo Murani. No era una amenaza, era un hecho, y ambos lo sabían—. La próxima vez te romperé algo más que un dedo. ¿Me entiendes?

—Sí.

—Ahora, levántate y lárgate de aquí.

El niño se puso de pie sin decir palabra y se dirigió tambaleándose hacia la multitud, sujetándose la mano herida.

Murani se limpió las rodillas a conciencia hasta que estuvo seguro de que la oscura tela volvía a estar limpia. Miró a su alrededor sin hacer caso a las miradas de los turistas. Aquella gente no era nada, no valían mucho más que el joven ladrón que acababa de liberar. Palurdos y borregos, vivían con temor y miedo al verdadero poder, y él formaba parte de ese poder.

Algún día, él sería todo ese poder.

Cruzó la plaza de San Pedro, su presencia física quedaba eclipsada por la mole de la Capilla Sixtina a la izquierda y el palacio del Gobierno detrás. La oficina de Excavaciones, la sacristía y el Tesoro estaban frente a él a la derecha, flanqueados por la oficina de correos del Vaticano y la caseta de información de la entrada. Delante tenía la
Piedad
, de Miguel Ángel.

Gian Lorenzo Bernini había creado el efecto de conjunto de 42 la plaza en la década de 1660, con un diseño de forma trapezoidal. La fuente diseñada por Cario Maderno era un primer centro de atención para la gente que entraba en ella, pero la columnata dórica de cuatro en fondo atraía inmediatamente la atención de todo el mundo. Le confería un aspecto imperial y trazaba distintas zonas, como los jardines Barberini. En el centro de la parte abierta se elevaba un obelisco egipcio de casi cuarenta metros de altura. Había sido tallado mil trescientos años antes del Santo Nacimiento, había pasado algún tiempo en el circo de Nerón, y después Domenico Fontana lo había llevado allí en 1586.

La plaza se había ampliado y trasformado a lo largo de los siglos. Se había retirado el camino adoquinado y se habían añadido unas líneas de travertino que destacaban en el suelo. En 1817 se colocaron algunas piedras circulares alrededor del obelisco para crear un reloj solar. Incluso Benito Mussolini se quedó impresionado y derribó varios edificios para proporcionar una nueva entrada, la Via Della Conciliazione.

La primera vez que Murani había ido a la Ciudad del Vaticano había sido de niño, con sus padres. Le embargó una emoción que no le había abandonado nunca. Cuando le dijo a su padre que algún día viviría en ese palacio, éste se echó a reír.

Murani podía haber recibido su parte de mansiones y villas repartidas por todo el mundo. Su padre se había enriquecido una y otra vez. De niño le impresionaban los millones de su padre. La gente trataba bien y con respeto a su progenitor allí donde fuera, muchas personas incluso le temían. Pero su padre también tenía sus propios miedos. Esos miedos incluían a otros hombres tan despiadados como él, y a la Policía.

Sólo un hombre cruzaba la Ciudad del Vaticano sin temor, y Murani esperaba ser ese hombre algún día. Quería ser el Papa. El Papa tenía dinero. La Ciudad del Vaticano producía más de doscientos cincuenta mil millones de dólares anuales gracias a sus diezmos, colecciones y empresas comerciales. Con todo, el dinero no era lo que Murani deseaba. Quería el poder del Papa. A pesar de que su puesto lo habían ocupado hombres vencidos por la edad, la enfermedad y los achaques, siempre se había respetado el cargo. Eran poderosos.

La gente —los creyentes y el mundo en general— pensaba que la palabra del Papa era ley. Sin necesidad de una demostración de fuerza, sin ningún intento de probar el poder que tenía el Papa.

El cardenal Stefano Murani era una de las pocas personas que sabía el poder que podría llegar a reunir el Papa si quisiera. Por desgracia, el que ocupaba el cargo en ese momento, Inocencio XIV, no creía en las muestras del poder de su cargo. Intentaba predicar sobre la paz, a pesar de los continuos ataques terroristas y la devastación económica que asolaba el mundo.

Viejo loco.

Murani se vio atraído a temprana edad por la Iglesia católica. Había sido monaguillo de la iglesia del pueblo en el que había nacido, cerca de Nápoles, y le encantaba la forma organizada en que actuaban los sacerdotes. No estaba previsto que se ordenara. Su padre tenía otros planes para él, pero cuando creció, intentó encontrar algún interés en los negocios de su padre y al no ver ninguno, se inclinó por el clero.

Su padre se enfadó mucho con aquel anuncio e incluso trató de hacerle cambiar de idea. Por primera vez en veinticinco años, Murani descubrió que su fuerza de voluntad era más fuerte que la de su progenitor; podía recibir todos los insultos que le profería sin flaquear. A pesar de todo, en su nueva carrera supo encontrarle utilidad a las enseñanzas paternales. Cuando se ordenó continuó con honores sus estudios en informática. Llegó a la Ciudad del Vaticano por la vía rápida y al cabo de poco tiempo fue escalando puestos en el Departamento de Informática, en el que trabajaba en ese momento. Finalmente fue nombrado cardenal, uno de los hombres con poder para elegir al Papa. En la última convocatoria papal había perdido por poco, pero había formado parte del sínodo de cardenales que habían puesto en el cargo a Inocencio XIV.

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