El enigma de la Atlántida (51 page)

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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—¿Tiene ese pasaje algún significado especial relacionado con el Libro del Conocimiento?

—No que yo sepa.

Volvió a tocar los instrumentos. La respuesta tenía que estar allí, pero le eludía. Se devanó los sesos. La solución tenía que estar escondida, pero ser alcanzable. Al fin y al cabo, si un guardián moría demasiado pronto, los que lo siguieran tendrían que saber cómo descubrirlo todo.

Cogió la linterna e iluminó la imagen en la que se veía a los cinco guardianes recibiendo los instrumentos.

Los cinco los mantenían en alto, en un círculo, dispuestos en una forma especial.

Memorizó la disposición. Volvió y los colocó en esa posición. Tambor, címbalo, flauta, laúd y campana. ¿Tenía algún significado ese orden?

Utilizó la linterna para estudiar detenidamente su superficie. Unos símbolos que no había visto antes en el lateral del tambor y que parecían arañazos atrajeron su atención. Eran débiles y estaban sueltos, no se parecían a los que había en las inscripciones. Tras miles de años era un milagro que siguieran allí.

Rápidamente y entusiasmado fue dándole la vuelta a los instrumentos hasta que halló esos símbolos en todos ellos. Juntos formaban una frase.

—«Romper hace un canto jubiloso». —Volvió a traducirlo. No tenía sentido. Seguramente se había equivocado.

—¿Qué has visto? —preguntó Murani.

Lourds se lo dijo.

—¿Qué son esos símbolos? —Quiso saber Murani, que sólo había visto alguno de ellos con la luz de la linterna.

—«Haced un canto jubiloso».

Murani dirigió la linterna hacia la pared.

—Los símbolos también están ahí.

Lourds levantó la vista y vio que se repetían. La emoción lo embargó. Se acercó, cogió una piedra y golpeó la pared.

Oyó un sonido hueco.

Volvió a golpear.

—Detrás hay un espacio vacío —dijo golpeando de nuevo. En ese momento, la pared se partió.

Murani, Gallardo y algunos guardias corrieron hacia allí y atacaron la falsa pared con la culata de sus fusiles. La pared se hizo añicos que cayeron al suelo.

Al otro ladohabía una elegante e inmaculada cueva llena de estalactitas y estalagmitas. El sonido de los impactos provocó un eco casi musical en su interior.

Antes de que nadie pudiese detenerle, Lourds cruzó la destrozada pared y entró en la cueva. El aire en su interior parecía menos enrarecido y más frío. El ruido fue desapareciendo paulatinamente, pero se fijó en que el sonido se oía como si estuviera en un escenario.

En la pared de la derecha había una imagen del primer hijo con el Libro del Conocimiento en la mano. Tenía un aura de santidad en la cabeza.

En la inscripción que había debajo podía leerse:

Llegad al Señor con un canto jubiloso

24
Capítulo

Cámara de los acordes

Excavaciones de la Atlántida, Cádiz, España

14 de septiembre de 2009

Q
ué significa? —preguntó Murani mientras enfocaba con la linterna la piedra que había atraído la atención de Lourds.

—No lo sé.

Sus palabras flotaron en el vacío de la cueva y volvieron repetidas por el eco.

—Es lo mismo que había en el muro, ¿verdad?

La impaciencia de Murani iba en aumento y sabía que pisaba terreno peligroso. La Guardia Suiza reconocía la autoridad de la Sociedad de Quirino, pero era consciente de que sus caminos eran divergentes. Se opondrían a la muerte de Lourds, Sebastian y el resto. Pero él no podía permitir que vivieran.

Por eso había llevado a Gallardo y a sus secuaces a la excavación. Era posible que el teniente Sbordoni y sus hombres siguieran órdenes, incluido el asesinato, pero la mayoría de los que habían trabajado en la excavación no lo harían.

Se ocuparía de ese contratiempo cuando fuera preciso. De momento necesitaba que Lourds utilizara sus conocimientos. Se dijo que ésa era su última oportunidad.

—Es lo mismo —aseguró Lourds.

—La última pared era falsa.

—No creo que ésta lo sea.

Murani hizo un gesto a Gallardo, que golpeó con la culata de su rifle la piedra, pero sólo se desprendieron varias esquirlas.

El fuerte golpe retumbó en la cámara.

—Sólida —gruñó Gallardo.

Lourds inclinó la cabeza y prestó atención.

Murani supuso que estaba escuchando el eco, pero no sabía por qué. Aquel hombre le sorprendía. Esperaba que pidiera clemencia, pero en vez de eso parecía cada vez más fascinado por lo que estaba sucediendo.

En cuanto a él, casi no podía contener la impaciencia. Llevaba muchos años pensando en el Libro del Conocimiento, desde que había descubierto la existencia de los cinco instrumentos en el libro que el resto de los miembros de la Sociedad de Quirino no habían encontrado en sus archivos.

Apretó la pistola que llevaba en la mano. No estaba acostumbrado a su tacto, pero sabía cómo utilizarla. Y se conocía lo suficiente como para estar seguro de que la utilizaría si era necesario.

Por un momento, dudó si Lourds estaría ganando tiempo. Si era así…

—Vuelve a golpear la piedra —pidió Lourds sin apartar los ojos de la pared.

—Hazlo tú —replicó Gallardo.

Impaciente y preguntándose si se habría alineado con la persona equivocada, el teniente Sbordoni golpeó la pared con su rifle. De nuevo, el sonido retumbó por la cueva.

—Este sitio es como un estudio insonorizado —comentó Leslie.

En el momento en que escuchó esas palabras, Murani recordó que era lo mismo que había pensado él, que era como la antecámara de una iglesia.

—Otra vez —pidió Lourds.

Sbordoni volvió a golpear.

—En otro lado.

El teniente alejó el rifle y le obedeció.

En esa ocasión, Murani notó la doble cadencia del golpe. La cueva amplificaba el sonido tan bien que resultaba perfectamente discernible.

—Ayúdeme —le pidió Lourds alumbrando con la linterna—. Tiene que haber algún mecanismo, una palanca o algo así.

—¿Por qué?

—Hay otro espacio detrás de esta pared.

—¿Otra cueva?

Lourds negó con la cabeza mientras pasaba los dedos por la talla.

—No es tan grande, parece un hueco.

—No tiene más de unos centímetros —dijo Sbordoni mientras buscaba también—. ¿Cree que está escondido en el dibujo?

—Échese hacia atrás y deme tanta luz como pueda sobre la talla —pidió Lourds apartándose también.

Todo el mundo permaneció en silencio. Entonces oyeron un suave susurro en la piedra.

—¿Qué es eso? —preguntó Gallardo.

—Es el mar —intervino el padre Sebastian con voz ronca por el golpe que había recibido—. Hay trozos en los que la pared de piedra de las cuevas es la única barrera que impide que el océano Atlántico las inunde. Si la rompéis, nos ahogaremos.

Aquella idea puso nerviosos a muchos guardias suizos. Gallardo y sus hombres tampoco parecían alegrarse ante aquella posibilidad.

—La pared es firme. Sólo intenta asustaros.

Pero sabía que la táctica del miedo empezaba a funcionar. Aquellos hombres carecían de la fe en Dios y de la misión que él tenía.

—¿Ha visto alguien esta imagen antes? —preguntó Lourds.

—Yo sí —contestó Murani. Era como la que había en el libro que había encontrado en los archivos.

—¿La ha traído?

—No.

Lourds pareció molesto.

—Nos habría venido bien para compararla.

Estudió la pared. Murani vio que estaba totalmente absorto con el problema, que había olvidado cualquier amenaza a su vida.

Confundido por el ensimismamiento de Lourds, buscó alguna diferencia en la imagen. Parecía la misma que la que había en el libro.

Excepto que sí había una diferencia.

—El libro. El libro que lleva en la mano el primer hijo —señaló Murani.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Lourds, que se acercó para examinarlo.

—En la imagen que vi estaba cerrado, no abierto.

Lourds tocó el libro con el dedo índice.

—Necesito un cuchillo —pidió estirando una mano.

—Ni hablar. Eres un prisionero, no un invitado —replicó Gallardo.

—Dáselo —ordenó Murani—. Tenéis rifles. ¿Qué va a hacer con un cuchillo contra tus tiradores?

Gallardo le entregó una navaja con una hoja de unos doce centímetros.

Lourds la abrió y empezó a rascar alrededor del libro. De repente, la hoja se hundió. Sonriendo, retiró la navaja.

En el interior de la pared, se oyó el sonido de un resorte, que devolvió el eco de la cueva. Después, unos chirridos inundaron la caverna.

La pared retrocedió bruscamente y mostró unas marcas que el tiempo había cubierto de polvo. La pared se alejó quince centímetros y se deslizó hacia la izquierda.

Detrás había otra talla, en la que aparecían los cinco instrumentos, pero en diferente orden.

Debajo había diez cuadrados. Lourds apretó uno. Aquello accionó un mecanismo en el interior de la pared y casi inmediatamente se oyó un contundente y musical sonido de campana.

Lourds ya se había metido en las sombras con la linterna en la mano.

—Apriete ese botón otra vez.

Murani hizo un gesto para que algunos guardias suizos lo siguieran y le dijo a Gallardo que apretara el botón.

Volvió a oírse el sonido.

Lourds se detuvo y alumbró por encima de su cabeza.

—Otra vez —gritó al tiempo que desaparecía el eco.

¡Bong!

Murani oyó el sonido directamente encima de él y siguió con el rayo de su linterna el de Lourds en el techo de la cueva.

—Otra vez.

En esa ocasión, Murani distinguió el martillo que percutía la estalactita. Parecía hecho de hueso. Estaba conectado a un agujero del techo con un cable de oro.

—Otra vez.

El martillo se movió y percutió la estalactita.

¡Bong!

—Apretad otro botón —indicó Lourds.

El ruido estimuló otra breve búsqueda en la que se descubrió otro martillo de hueso conectado con un cable de oro.

—Convirtieron la cueva en un instrumento musical —explicó Lourds dirigiendo la luz de la linterna a su alrededor.

Natashya giraba el volante de la camioneta dando bandazos en la oscuridad. El vehículo se precipitaba por la pendiente. Miró el cuentakilómetros y se fijó en las decenas de kilómetros mientras seguían avanzando.

—¡Cuidado! —gritó Gary.

Demasiado tarde, Natashya vio que la pared de la cueva se les venía encima, como salida de las sombras. Giró con fuerza para tratar de esquivarla, pero las ruedas resbalaron en la lisa superficie de la piedra. La proximidad del océano Atlántico llenaba de humedad el ambiente. Con el tiempo, aquello produciría cambios en el sistema de cuevas y destruiría parte de las bacterias y hongos que crecían de forma natural.

La camioneta chocó contra la pared con fuerza. Natashya pensó por un momento que no podría volverla a poner en marcha. Las ruedas traseras giraban sobre la piedra en busca de asidero.

Las luces de sus perseguidores se aproximaban.

Entonces, las ruedas encontraron agarre y salieron disparadas.

Gary soltó un juramento y quitó el cristal roto de la ventana. La mayor parte le había caído en el regazo.

—¿Piensas que deberías haberte quedado atrás? —le preguntó Natashya.

—Puede que un poco —admitió—. Pero he de decirte que, en realidad, no quería venir. Para empezar, por el ataque en Alejandría.

Natashya forzó una sonrisa al oírlo. Pisó el acelerador y siguieron avanzando.

A poca distancia, la cueva se ensanchaba. Reconoció aquella parte, era la que había salido en numerosas ocasiones en la televisión, la anterior a la de las criptas.

Un vistazo hacia delante le advirtió de que ya no podían seguir. Pisó el freno y torció el volante. Giraron de lado al perder tracción y antes de poder detener la camioneta chocaron contra una excavadora que estaba parada. Se dio un golpe en la cabeza y casi se desmaya.

El olor a gasolina se filtró en la cabina.

«No todos los coches estallan —se dijo a sí misma—. Eso sólo pasa en las películas norteamericanas».

Pero también sabía que sí lo hacían los suficientes como para justificar una rápida evacuación. Ya había sido testigo de lo que había ocurrido en Moscú. Además, tenían casi encima a los hombres que los perseguían.

—¡Sal! —ordenó a Gary sacudiéndolo por el hombro.

Este la miró. Le salía sangre del corte que se había hecho encima de un ojo.

—Creía que nos habíamos matado.

—Todavía no —dijo Natashya, que empujó la puerta para abrirla. Salió y sacó las pistolas en el momento en el que llegaron los otros vehículos.

«Son obreros. Sólo intentan hacer su trabajo. No son Gallardo ni sus hombres. No son los que mataron a Yuliya», se dijo, y se obligó a recordarlo.

Gary no pudo salir por su puerta y tuvo que hacerlo por la del conductor. Se tambaleó inseguro mientras buscaba refugio entre el equipo de construcción.

Unas balas impactaron en la camioneta y Natashya vio tres guardias suizos cerca de una caseta prefabricada. Tanto la caseta como los guardias destacaban en la oscuridad de la cueva debido a las bombillas que había colgadas a su alrededor.

Agarró a Gary y lo empujó debajo de una excavadora. Maldijo mentalmente. Chernovsky y ella habían estado en situaciones complicadas en Moscú muchas veces, y aquélla no pintaba nada bien.

Entonces se fijó en el goteo de gasolina que se iba acumulando bajo la camioneta. Con todo el metal que había y el suelo de piedra, en cualquier momento podía producirse una chispa.

Los obreros se detuvieron, pero en cuanto lo hicieron unas balas derribaron a varios de ellos y el resto se puso a cubierto.

—Vale, ésos son malos —dijo Gary.

«Siempre se trata de una cuestión de elección», pensó Natashya. No había razón para dispararles, a menos que fuera mucho lo que había en juego. Pensó en Lourds e imaginó lo mal que podría estar pasándolo.

Después, una de las balas rozó el suelo y prendió la gasolina, que se inflamó inmediatamente.

—¡Muévete! —ordenó a Gary. Lo empujó con la cabeza y lo llevó hacia el otro lado de la excavadora en el momento en el que las llamas se elevaron y alcanzaron el depósito de la camioneta.

La explosión no fue tan grande como las que suelen verse en la televisión, pero la onda expansiva la derribó y envió trozos de la camioneta en todas direcciones.

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