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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (6 page)

BOOK: El Gran Rey
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»Mi corazón está inquieto —añadió Taran—. Hace mucho tiempo fuiste a Annuvin para rescatar a Hen Wen después de que te hubiera sido robada. Dime, Coll… ¿Qué posibilidades tiene Gwydion solo en el reino de Arawn?

—Ningún hombre las tiene mejores —dijo Coll echándose las lanzas al hombro.

Y salió del cobertizo antes de que Taran comprendiera que en realidad el anciano guerrero no había dado ninguna respuesta a la pregunta que acababa de hacerle.

Caer Dallben ya había quedado muy lejos detrás de ellos, y el día estaba empezando a oscurecerse cuando los compañeros acamparon en las sombras del bosque.

Eilonwy se apresuró a lanzarse al suelo poniendo cara de felicidad.

—¡Ha pasado mucho tiempo desde que dormí sobre el cómodo lecho de las rocas y las raíces! —exclamó—, ¡Qué cambio tan agradable después de las plumas de ganso!

Gwydion permitió que encendieran una hoguera, y Gurgi abrió su bolsa de cuero para sacar de ella provisiones y compartirlas mientras Coll se ocupaba de las monturas. Casi todos los compañeros estaban callados. Tenían frío y la larga jornada les había dejado el cuerpo dolorido y envarado, pero el rey Rhun seguía tan jovial y animado como siempre. Mientras los viajeros se inclinaban sobre las pálidas llamas para estar más cerca de su calor, Rhun cogió una ramita y empezó a garabatear con ella en la tierra cubriendo el suelo delante de él con una telaraña de líneas.

—Respecto a ese rompeolas, creo que ya sé qué salió mal —dijo Rhun—. Sí, exacto… Ésta es la forma de hacerlo.

Taran estaba sentado al otro lado de la hoguera y podía ver el brillo de entusiasmo que iluminaba los ojos del rey de Mona y la familiar sonrisa de muchacho en sus labios; pero le bastaba con mirarle para darse cuenta de que Rhun había dejado de ser el principito atolondrado que había conocido en la isla de Mona. Rhun estaba tan absorto en las tareas que había planeado llevar a cabo como Taran lo había estado afanándose en la forja, el telar y el torno del alfarero; y si Rhun había descubierto la virilidad en la empresa de gobernar un reino, Taran la había encontrado trabajando codo a codo con las gentes sencillas y de corazón animoso de los Commots Libres. Taran contempló a Rhun con un nuevo afecto. El rey de Mona siguió hablando, y los dibujos del suelo no tardaron en despertar el interés de Taran. Los examinó mientras Rhun seguía hablando. Taran sonrió y se percató de que una cosa no había cambiado: como de costumbre, las intenciones del rey de Mona iban un poquito más allá de sus capacidades.

—Me temo que si es construido de esta manera vuestro muro contra las olas se derrumbará —dijo Taran con una risa bondadosa—. Fijaos en esta parte de aquí… —La señaló con un dedo—. Las piedras más pesadas deben hundirse a mayor profundidad. Y aquí…

—¡Asombroso! —exclamó Rhun chasqueando los dedos—, ¡Por supuesto que sí! ¡Tienes que venir a Mona y ayudarme a terminarlo!

Empezó a trazar nuevas líneas en el suelo con tal vigor y entusiasmo que estuvo a punto de caerse de narices en la hoguera.

—¡Oh, gran y bondadoso amo! —dijo Gurgi, que había estado escuchándoles con mucha atención sin entender demasiado bien de qué estaban hablando los dos camaradas—. ¡Oh, qué astutos planeos y mareos! ¡A Gurgi le gustaría tener la sabiduría que permite hablar sabiamente!

Gwydion les advirtió de que debían guardar silencio.

—Nuestra hoguera ya es un riesgo lo bastante grande sin necesidad de añadirle el ruido —dijo—. Espero que los Cazadores de Arawn no anden por los alrededores. Somos demasiado pocos para enfrentarnos ni aunque sólo sea a un puñado de ellos. No son guerreros corrientes —añadió viendo la expresión interrogativa de Rhun—, sino una hermandad maligna. Mata a uno del grupo, y su fuerza se añade a la de los demás aumentándola en esa proporción.

Taran asintió.

—Son tan temibles como los Nacidos del Caldero —explicó a Rhun—, las criaturas sin voz que no pueden morir que defienden Annuvin. Quizá sean incluso más temibles que ellas… Los Nacidos del Caldero no pueden morir, pero su poder se va debilitando si se alejan demasiado del reino de Arawn o permanecen mucho tiempo fuera de él.

Rhun parpadeó. Gurgi se había quedado callado, y estaba lanzando miradas temerosas a su espalda. El recuerdo de los implacables Nacidos del Caldero hizo que los pensamientos de Taran volvieran una vez más a la profecía de Hen Wen.

—La llama de Dyrnwyn extinguida —murmuró—. Pero ¿cómo conseguirá Arawn hacer algo semejante? Pese a todo su poder creo que ni siquiera será capaz de desenvainar el arma.

—La profecía es algo más que las palabras que le dan forma —dijo Gwydion—. Debes buscar el significado que hay oculto debajo de ellas. Si Arawn consigue mantener a Dyrnwyn apartada de mis manos, para nosotros será como si su llama estuviera apagada. Si la hoja queda guardada para siempre en su sala de los tesoros su poder se desvanecerá porque ya no podrá sernos de ninguna utilidad.

—¿Tesoros? —exclamó Glew, dejando de masticar sólo el tiempo suficiente para pronunciar la palabra.

—El dominio del Señor de la Muerte es tanto un inmenso almacén de tesoros como una fortaleza del mal —dijo Gwydion—. Lleva mucho tiempo lleno de todas las cosas útiles y hermosas que Arawn ha arrebatado a Prydain. Esos tesoros no le sirven de nada. Su propósito es privar de ellos a los hombres e impedir que los utilicen, y minar nuestras fuerzas negándonos el uso de aquello que podría proporcionar una cosecha más rica que cualquiera de las vistas jamás por los habitantes de Prydain. —Gwydion hizo una pausa—, ¿Y acaso eso no es la muerte bajo otra forma?

—Se me ha contado que los escondites donde están guardados los tesoros de Annuvin contienen todo aquello que los hombres pueden desear —dijo Taran—. Se afirma que en ellos hay arados que trabajan por sí solos, guadañas que cosechan sin necesidad de ser guiadas por una mano, herramientas mágicas Y muchas cosas más. Arawn robó los secretos de su oficio a los herreros y los alfareros, y arrebató su sabiduría a los pastores y los granjeros —siguió diciendo—. Ese conocimiento también se encuentra prisionero para siempre en los lugares donde guarda sus tesoros.

Glew se chupó los dientes. El trozo de comida seguía intacto entre sus dedos regordetes. El antiguo gigante guardó silencio durante unos momentos, y acabó carraspeando para aclararse la garganta.

—He tomado la decisión de perdonaros todas las humillaciones y los malos tratos que me habéis infligido —dijo por fin—. Os aseguro que todo eso no habría ocurrido cuando era un gigante, pero no importa… Os perdono a todos y como prueba de que no os guardo ningún rencor, yo también viajaré con vosotros.

Gwydion le miró fijamente.

—Quizá lo harás —dijo después de haberle contemplado en silencio durante unos momentos.

—¡Bien, ahora no cabe duda de que tiene que venir con nosotros! —exclamó Fflewddur soltando un bufido—. Esa pequeña comadreja tiene la esperanza de olisquear la pista de algún tesoro y quedarse con él. ¡Puedo ver cómo le tiembla la nariz! Nunca pensé que llegaría el día en el que querría tenerle a nuestro lado, pero creo que es mejor que tenerle a nuestra espalda.

Glew le sonrió afablemente.

—A ti también te perdono —dijo.

4. El castillo del rey Smoit

Al amanecer el rey Rhun se preparó para separarse de los compañeros y seguir cabalgando desviándose un poco más hacia el oeste hasta llegar al puerto de Avren, donde comunicaría al capitán de su navío el cambio producido en los planes. Fflewddur tenía que acompañarle, pues el bardo conocía los lugares de menor profundidad donde se podía vadear el río y los caminos que permitían avanzar más deprisa una vez se había llegado a la otra orilla.

Eilonwy había decidido ir con ellos.

—He dejado la mitad de mis hilos para bordar en el navío de Rhun, y si he de terminar correctamente a Hen Wen necesito tenerlos. Ninguno de los dos podría encontrarlos, porque ni yo misma estoy muy segura de dónde están. Creo que también dejé a bordo una capa de viaje más gruesa, y unas cuantas cosas más… No recuerdo cuáles son en estos momentos, pero ya me vendrá a la memoria en cuanto hayamos llegado allí.

Coll sonrió y se frotó la calva.

—La princesa cada vez se parece más a una auténtica dama en todos los aspectos —observó.

—Ya que no voy a quedarme a bordo del barco —dijo Glew, quien seguía decidido a hacer lo que había anunciado la noche anterior—, no veo ninguna razón para desviarme tanta distancia. Seguiré viajando con el señor Gwydion.

—Ahí es donde te equivocas, mi insignificante y canijo gigante —replicó el bardo—. Monta detrás del rey de Mona, si es que puede soportar tu compañía, y hazlo lo más deprisa posible.

—No creas que te voy a perder de vista ni por un momento. Allí donde yo vaya irás tú… y viceversa, ahora que lo pienso.

—Oh, vamos, Fflewddur —dijo Taran haciendo un aparte con el bardo—. No creo que Glew pueda darnos ninguna clase de problemas. Yo me encargaré de vigilarle.

El bardo meneó la cabeza haciendo bailotear su siempre revuelta cabellera amarilla.

—No, amigo mío. Me sentiré mucho más tranquilo si le estoy viendo con mis propios ojos y en todo momento. No, la pequeña comadreja queda a mi cargo… Seguid cabalgando, y os alcanzaremos al otro lado del Avren bastante antes de que sea mediodía. Me alegrará volver a ver a Smoit —añadió—. Ese viejo oso de barba pelirroja me es muy querido… Cuando estemos en Caer Cadarn disfrutaremos de un gran banquete, pues Smoit come tan bien como pelea.

Gwydion ya había montado en Melyngar y les hacía señas para que se dieran prisa. Fflewddur dio una palmada en el hombro a Taran y fue corriendo a montar sobre la grupa de Llyan, que estaba jugando y haciendo alegres piruetas bajo los brillantes rayos del sol de aquella fresca mañana mientras intentaba atrapar la punta de su propia cola.

El rey Rhun, Fflewddur, Eilonwy y Glew no tardaron en perderse de vista. Taran cabalgaba entre Gwydion y Coll, y Gurgi cerraba la marcha en dirección oeste trotando sobre su pony.

Hicieron un alto en la otra orilla del Gran Avren. El mediodía pasó sin que hubiera ni rastro de los otros compañeros. Taran empezaba a estar un poco preocupado por ellos, pero prefería creer que no habían sufrido ningún percance.

—Probablemente Rhun se habrá detenido un rato para inspeccionar un hormiguero o el túnel de un tejón —dijo—. Espero que no sea nada más que eso.

—No temas —dijo Coll—. Fflewddur se encargará de darle prisa. Estarán aquí de un momento a otro.

Taran hizo sonar su cuerno con la esperanza de que la señal guiaría al bardo en el caso de que hubiera tomado por un camino equivocado, pero los compañeros que faltaban siguieron sin aparecer. Gwydion esperó todo el tiempo que consideró prudente hacerlo, y acabó decidiendo que debían reanudar la marcha hacia Caer Cadarn. Siguieron avanzando a buen paso durante el resto del día.

Taran se volvía frecuentemente sobre su silla de montar. Cada vez que lo hacía esperaba ver a Rhun y los otros compañeros galopando detrás de ellos, o escuchar de repente el jovial «¡Hola, hola!» del rey de Mona; pero cuando el día fue llegando a su fin Taran comprendió que Rhun, quien en el mejor de los casos era un jinete bastante lento, tenía que haberse quedado considerablemente atrás. En cuanto a Fflewddur, Taran estaba seguro de que no viajaría después de que hubiera caído la noche.

—Han acampado en algún punto del trayecto que hemos recorrido —le aseguró Coll—. Si les hubiese ocurrido alguna cosa uno de ellos habría galopado hasta alcanzarnos. Fflewddur Fflam conoce el camino que lleva hasta el castillo del rey Smoit. Todos nos encontraremos allí, y si empieza a parecer que se retrasan demasiado Smoit reunirá un grupo de búsqueda y lo enviará para que los encuentre. —El robusto guerrero puso una mano sobre el hombro de Taran—. No te preocupes hasta que haya una causa clara para alarmarse. ¿O acaso es la compañía de la princesa Eilonwy lo que anhelas? —añadió guiñándole un ojo.

—No tendría que haber venido con nosotros —replicó Taran en un tono un poco irritado.

—Oh, desde luego que no —dijo Coll, y sonrió—. Pero tú no abriste la boca para oponerte a que lo hiciera.

Taran le devolvió la sonrisa.

—Ya hace mucho tiempo que he renunciado a oponerme a sus deseos —dijo.

Caer Cadarn se alzó ante ellos a mediados de la mañana del día siguiente. El estandarte carmesí con el oso negro que era el emblema del rey Smoit flotaba sobre una torre de piedra chasqueando al viento. La fortaleza había sido construida en un claro, y los gruesos muros que mostraban las señales y cicatrices dejadas por muchas batallas sobresalían de la estructura igual que las frondosas cejas del rey. Coll puso al galope a Llamrei y avisó a los centinelas de su llegada gritándoles que venían en compañía de Gwydion, príncipe de Don. Las enormes puertas se abrieron y los compañeros entraron al galope en el patio de armas, donde los soldados se encargaron de los caballos. Después un grupo de guerreros les condujo hasta la Gran Sala de Smoit.

Gwydion avanzaba con paso rápido y decidido por el corredor. Taran, Coll y Gurgi le seguían flanqueados por los centinelas.

—Smoit estará comiendo —dijo Taran—. Sus desayunos duran hasta el mediodía. —Se rió—. Dice que eso le abre el apetito para el resto de las comidas… Gwydion no conseguirá sacarle ni una sola palabra hasta que todos tengamos el estómago repleto.

—¡Sí, sí! —gritó Gurgi—. ¡Gurgi quiere deleitarse con el sabroso masticar y triturar!

—Podrás comer hasta quedar harto, viejo amigo —replicó Taran—. Ten la seguridad de ello.

Entraron en la Gran Sala. En un extremo se alzaba el enorme trono de Smoit, tallado de la mitad de un tronco de roble y esculpido hasta darle la forma de un oso erguido con una zarpa delantera alzándose a cada lado.

El hombre sentado en el trono no era el rey Smoit.

—¡Magg! —jadeó Taran.

Los centinelas cayeron sobre ellos al instante. La espada de Taran fue arrancada de su cinto. Gwydion se enfrentó a los guerreros y se lanzó sobre ellos con un potente grito, pero éstos lograron resistir su acometida y no tardaron en hacer caer de rodillas al príncipe de Don. Coll también fue derribado y la punta de una lanza se pegó a su espalda. Gurgi lanzaba chillidos de rabia y terror. Un centinela le alzó en vilo agarrándole por el pellejo de su peludo cuello y le abofeteó violentamente hasta que la pobre criatura apenas fue capaz de mantenerse en pie.

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