Vi cómo el dueño del establecimiento se acercaba frotándose las manos con un trapo. Después se limpió la cara con él y, acto seguido, lo pasó por nuestra mesa. Nos había estado escuchando y no se resistió a participar.
—Los que peor lo pasan son los guías que viven de acompañar a los exiliados de un lado a otro de la cordillera —dijo con aire resabido—. Yo he sido guía ¿saben?, aunque ahora me dedico a este negocio. Es más seguro. ¿Quieren tomar algo?
—Tomaré un zumo —pidió Gyentse.
Se retiró para atender a un grupo que recolocaba sillas en la otra mesa y comentar el encuentro con el Karmapa Lama.
—Así están las cosas —se limitó a decir Gyentse.
—¿Frecuentaba Singay algún lugar en especial? —le pregunté.
—Los grandes lamas apenas salen de sus monasterios, salvo cuando se les reclama de la sede del gobierno. Pero tal como se han puesto las cosas, sería más conveniente que por el momento te mantuvieses alejado de todo esto.
—No trato de ponerme en la piel de la policía. Es que, según me dijo Malcolm, Singay compaginaba su rutina monástica con otras actividades.
—Además de su estancia y su despacho de la lamasería, tenía un laboratorio privado provisto de todo cuanto pudiese necesitar, sufragado por el Departamento de Finanzas —remarcó—. Si quieres puedo llevarte a que lo conozcas. Pero estoy convencido de que la policía ya lo habrá registrado a fondo.
—Malcolm también me dijo que Singay acostumbraba a salir al pueblo para curar las dolencias de los exiliados.
Percibí la mirada más tensa del lama.
—Visitaba las casas, sí.
—Las más pobres, según creo.
—Los tibetanos llegados a Dharamsala en los últimos años tienen más difícil encontrar un trabajo —repuso, como si se sintiera responsable de ello por su cargo en la Administración Central.
—Por eso muchos deciden continuar hacia el sur, hasta el barrio tibetano de Delhi —dije casi para mí mismo.
—No es la mejor opción —se apresuró a protestar.
—Lo sé. ¿Dónde están esas casas?
—¿Para qué quieres ir allí?
—Aún no lo sé. Se supone que podría aprovechar estos días para buscar un edificio para la nueva escuela de inglés y hablar con los oficios pero después de lo que ha pasado te aseguro que ni yo, ni mucho menos Malcolm, estamos para eso.
—Y ¿por qué no descansas, por una vez?
—Gyentse…
El lama jugueteó con su rosario de madera.
—La mayoría de esas casas están en el barrio de las uralitas, junto al puente de madera —me contestó por fin—, aunque también puedes encontrar casetas habitadas en cualquier rincón de la ladera. El Departamento de Interior está tratando de colocarlos a todos, pero no es fácil —se justificó.
—Sé que estáis haciendo muchos progresos —concedí, para que no se sintiese censurado.
—Acabamos de culminar la constitución de otras dos cooperativas agrarias y una más de fabricación de alfombras —explicó más relajado.
Sonrió abiertamente.
—Eso es fantástico.
—No es sólo el empleo, es la confianza del pueblo la que hemos de fomentar —insistió.
—Dime qué camino he de tomar para ir al barrio de las uralitas y confía tú en mí.
—No puedes estarte quieto, ¿verdad?
Pasé todo el día andando por las afueras de Dharamsala. Apenas quedaba algún resto de la estación inglesa que fue. En las calles se respiraba a Tíbet. Me crucé en la subida con mujeres que portaban tremendos sacos de grano, encorvadas sobre sus faldas de colores, con narices chatas y gorros de lana, y en la bajada con carros arrastrados por vacas escuálidas y hombres con coleta. Por todas partes había monjes y novicios, de diferentes edades, con cien gamas de rojo en sus túnicas según el número de lavados en las piedras del río a que hubiesen sido sometidas. Todos ellos me abrían las puertas de sus hogares y, con la generosidad de la meseta, me ofrecían
tsampa
, la bebida típica del Tíbet. Los que alguna vez fueron sus moradores sabían que cualquier cosa, por pequeña que fuera, ayudaba a no fallecer de hambre o de frío en las tierras altas. Dharamsala era el principio austero de una nueva vida, un pequeño Tíbet paralelo. Lo primero que encontraba al cruzar las cortinas de lana de la única habitación de las casas era el inevitable altar. Una mesita de plástico llena de fotografías del Dalai Lama y de los demás líderes religiosos junto al recipiente que contenía la arena para sostener las varillas de incienso y las velas.
Al día siguiente, al poco de salir a la calle, hablé con unas ruñas que se dedicaban a pintar mándalas en un taller. Una de ellas me aseguró que su hermano pequeño solía acompañar al lama médico cuando hacía sus visitas por las casas del pueblo.
—Le gustaba llevarle el maletín —dijo.
Por fin había encontrado algo tangible. Le pedí que me acompañase a su casa. Subí detrás de la niña por una escalera inacabada de cemento y cruzamos una puerta con plásticos clavados. Al momento apareció la que debía de ser su madre. Tras intercambiar unas frases con su hija y lanzarme alguna mirada desconfiada, la mujer se marchó a la terraza en busca del lazarillo de Singay. Otros dos niños vestidos con una camiseta raída jugaban entre cacharros de cocina esparcidos por el suelo. Uno de ellos golpeaba con un cazo una alfombra cubierta del hollín que desprendía el carbón apilado a un lado, junto a un hogar de hierro forjado. Un hombre mayor que resultó ser el abuelo se acercó encorvado sobre su bastón, lo alzó para saludarme y lo dejó en el suelo. Se remangó la sábana —más hindú que tibetana— que cubría su cuerpo esquelético y se sentó con sus nietos. Les acariciaba con cariño y acercaba su rostro al de ellos. Ninguno parecía ver la mugre de los cacharros, ni el barro arrastrado por mis botas, ni el hollín esparcido. Comprendí que les bastaba con haber alcanzado su meta.
No era habitual que una familia completa hubiese llegado a Dharamsala con vida. Los pasos altos de la cordillera, incluso los que cruzan de Tíbet a Nepal —el destino más accesible para después desplazarse hasta la India—, exigían su tributo a cambio de la esperanza de libertad. Y solían ser los viejos y los niños los que caían durante el viaje. Sus cuerpos señalizaban el sendero como si fuesen balizas para los siguientes que, en su fuga, pasasen por allí. Les recordaban que tras la penuria les esperaba el abrazo de bienvenida, y que aun pereciendo alcanzarían su objetivo. Preferían morir en la nieve pura del Himalaya que recluirse en una casucha de una desconocida Lhasa invadida por colonos chinos.
La niña bajó al momento con su hermano.
—Estaba jugando en la terraza, como siempre —dijo sentenciosa.
El chico tendría unos diez años, una expresión espabilada y todo el desparpajo que cabía esperar. Me contó que conocía todas las casas de la comarca, que a todas había acudido llevando el maletín de Singay y que tardaríamos varios días si quería visitarlas. Creo que aquel mozalbete estaba negociando su precio.
—Llévame a dar un paseo —dije.
Todavía no habíamos bajado a la calle cuando ya me preguntó si le podía comprar una cola.
Nos perdimos por detrás de un muro de adobe encalado. El lazarillo caminaba unos pasos detrás de mí con la botella en la mano y la pajita en la boca, apurando las gotas que se habían quedado adheridas al cristal. Caminé más despacio y él ladeó la cabeza para mirarme sin dejar de sorber el aire que contenía la botella.
—Muchos días iba a ver a su profesor —dijo.
Me detuve de repente y el chico pareció asustarse.
—¿A qué profesor?
—No sé. Un viejo.
—¿De la escuela de medicina?
—Está en el centro, un poco más allá de la campana grande. Habíamos comenzado bien.
—Vamos a conocer a ese profesor.
Asintió, depositó la botella con cuidado sobre el escalón de entrada a un portal y comenzó a andar con pasos vigorosos.
El edificio que albergaba la escuela médica tibetana no tenía nada que lo hiciese distinto a los demás. Todos sus secretos aguardaban dentro.
El muchacho me guió hasta un cuartito que tenía un ventanuco de cristal que daba al corredor. En su interior, un viejo lama de pelo blanco sin rasurar estaba sentado tras una mesa deslucida iluminada con desgana por un flexo de aluminio. Parecía como si nos hubiera estado esperando desde siempre.
—El extranjero quiere ver la escuela —dijo orgulloso mi guía.
—Entonces tendré que enseñársela. ¿Qué interés tienes en conocer nuestra escuela? —me preguntó—. ¿Quizá eres médico en tu país?
—Soy de España, y la carrera que estudié sirve para remediar un tipo de dolencias bastante mundanas que no cura la medicina —sonreí.
—Será igualmente necesaria. Todas lo son, ¿no?
—He venido hasta aquí para conocer más cosas acerca de un amigo que nos ha dejado. Se llamaba Lobsang Singay.
—¡Lobsang Singay! —exclamó el lama con pena en el rostro—. Mi buen alumno… ¿Qué te unía a él?
—En realidad es Malcolm Farewell quien disfrutaba de su amistad. Si estoy en este lugar es por él.
—Malcolm siempre tan ocupado.
—¿Le conoce?
—¿Cómo no? Singay le tenía un aprecio excepcional. ¿Quién eres tú?
—El padre de su nieta.
Sonrió complacido.
—Contestaré a todas tus preguntas. La muerte de Singay ha sido un golpe muy duro para todos nosotros, y en especial para los que trabajábamos habitualmente con él.
—Siento lo de sus dos compañeros…
—Esto es una verdadera locura. No comprendemos qué es lo que está pasando. Ven conmigo.
El lazarillo arqueó las cejas.
—¿Puedo…?
—Tú sólo mira y no digas ni toques nada.
El viejo lama apagó el flexo y salió al pasillo. Hizo que le siguiéramos hasta lo que denominó «su rincón favorito» a través de dos puertas bajas y un patio. Tiró de una cuerda para encender la bombilla que colgaba del techo y la estancia se inundó de un amarillo mortecino. Allí había fotografías del Dalai Lama, pupitres desordenados, probetas, instrumentos de cirugía y láminas de anatomía, algunas desplegadas y otras muchas enrolladas. Había pasado toda su vida explicando acupuntura y otras artes en aquella habitación extraña, en parte laboratorio medieval, en parte aula, en parte templo.
Dispuso dos taburetes en el centro. El muchacho se sentó en el suelo sin que el lama tuviera que decírselo.
—Singay no llegó aquí convencido de cuál había de ser su papel en esta vida —dijo.
—Creía que la medicina había sido su única vocación desde niño.
—Sin duda las señales que arrojaba su marcado destino le hacían suponer que finalmente estaría abocado a manejar los humores de miles de pacientes. Él sabía que podía sanar. Descubría los males con sólo mirar al enfermo. Tenía un don para sentir el pulso. Y no me refiero a la técnica que todos los médicos tibetanos poseemos en mayor o menor medida. Singay posaba sus yemas en tu muñeca y toda tu vida pasaba frente a sus ojos. Pero cuando llegó aquí tras la destrucción de su monasterio tibetano se decepcionó tanto…
—Esto no era lo que había imaginado…
—Supongo que esperaba encontrar aquí un nuevo reino floreciente y lo que encontró fue una Dharamsala precaria, quizá libre, eso sí, pero muy limitada. Forzada y ficticia, como él decía. Exiliada, al fin y al cabo. Y su ímpetu adolescente le llevó a sentir la necesidad de pasar a la lucha activa. Lo hizo desatendiendo la voluntad de Su Santidad el Dalai Lama y contraviniendo el consejo directo de sus profesores, que desde el primer día vimos en él una reencarnación del Buda Bhaisajyaguru, maestro de la curación.
—¿Y qué pasó entonces?
—Se adhirió a una idea equivocada de la revolución, junto con un grupo de jóvenes radicales de mentalidad tan fogosa como ingenua.
—Supongo que no duraría mucho esa etapa.
—Así es. Poco a poco cambió el fusil por el escalpelo. Y borró de su mente todas aquellas ideas absurdas de lucha. Hubo un día, me acuerdo como si fuera hoy, que me miró y me dijo: «No voy a pelear más. No voy a rendirme a los fantasmas del pasado, a reproducir en este lugar el mismo Tíbet que cometió tantos errores: guerreando contra todos sus vecinos para salvaguardarse y acabar matándose también entre sus órdenes para imponer verdades incompletas. Como lo son todas aquellas en las que intervenimos los hombres. Voy a crear un nuevo Tíbet a partir de mi medicina.»
El lama hizo una pausa y se rascó el cepillo canoso de su coronilla antes de continuar.
—A partir de entonces acudía sólo a las clases que creía oportuno escuchar, meditaba más que el resto y sin embargo tenía más tiempo que nadie para experimentar. Ninguno de sus profesores le reprendíamos por ello, tal era su dominio de todas las disciplinas. Estudió trece años. Durante los siete primeros, los cinco de estudios y dos de prácticas que son preceptivos, compaginó la carrera de medicina con la de filosofía budista. Se doctoró en los tres ámbitos médicos, el físico, el químico y el energético, y en las tres ramas, la de profesor, la de investigador y la de médico.
—Sin duda era un hombre especial.
—Sígueme —me instó—. Tú quédate aquí hasta que volvamos —le ordenó al muchacho.
Subimos por una escalerilla de madera que crujía a cada paso. Anduvimos por un corredor, agachando la cabeza para no golpearnos con las vigas del tejado. El lama empujó una puerta y me hizo pasar a una pequeña habitación poblada de estanterías. Delgados haces de luz atravesaban el techo, trazando a nuestro alrededor una telaraña de sol en la que parecía enredarse el polvo removido.
—Mira esto —me exhortó con complicidad, bajando del último anaquel un pequeño baúl de tablas rojas con un cerrojo oxidado.
Lo abrió y ambos volvimos la cara ante el flujo de aire rancio liberado tras una larga condena. Pasó la mano sobre un pergamino enrollado y retiró el polvillo marrón que lo cubría, dejándolo caer de nuevo dentro del baúl como si fuera una pieza más de aquel particular tesoro. Apartó unos vasos que servían de soporte para viejas agujas de acupuntor y desplegó el Pergamino sobre una mesa. De su interior salieron varias láminas que a su vez se desenrollaron bruscamente, salpicando la mesa de los trazos básicos y desenvueltos de un niño.
—Ni siquiera Singay sabía que yo guardaba sus dibujos.
—¿Los hizo él?
—Cuando llegó del Tíbet trajo consigo estos bosquejos. ¡Fíjate bien! —exclamó—. Son representaciones de escenas cotidianas de su monasterio, ejecutadas de modo tan ingenuo como preciso, visto desde la limpia perspectiva de un pequeño lama… Da gusto contemplarlas. —Las apartó con cuidado—. También trajo sus bocetos de anatomía y los primeros cuadros de curación que realizó siguiendo las… especiales técnicas que le transmitió su primer maestro, antes de que su lamasería tibetana fuese destruida por los guardias rojos.