—Pues si no fue él, debió de ser algún miembro de su orden. Es evidente que Singay tuvo acceso a ese tesoro y que se sirvió de él para perfeccionar sus particulares técnicas curativas. ¡Piénsalo! ¡Sería perfectamente acorde con vuestras enseñanzas! La medicina es un pilar fundamental de vuestra doctrina, por lo que nada podría objetarse a que la magia de los chamanes se utilizase para ese fin.
—No puedo rebatir tu tesis pero, como te digo, hasta que no se demuestre lo contrario estaremos hablando de un
terma
en su sentido estricto. Esto es, de un tesoro sin recuperar.
Gyentse se quedó abstraído un instante.
—¿En qué piensas?
—No importa…
—Por favor, Gyentse, dímelo.
—Es verdad que Singay hacía múltiples referencias al
Tratado de la Magia
. Yo mismo se lo he escuchado en alguna de las clases que me impartió hace años. Pero nunca se me ocurrió pensar que…
—¡Sigue, no te detengas! —le rogué.
—Singay se crió en un monasterio de la región cercana al monte Kailas en el que se practicaban con especial fervor aquellos rituales mágicos de la antigüedad. Él siempre defendió la vertiente más tántrica de la doctrina e incluso sabemos que recuperó algunos de los ritos chamanísticos más extremos. Pero no por ello…
—¿Cómo puedes decir que no existe una conexión? —exclamé sin dejarle terminar.
—Pero no por ello —continuó sin inmutarse— hemos de pensar que en su monasterio se haya tenido nunca acceso a los pergaminos originales de los chamanes.
Me recliné de nuevo.
—Singay llegó a afirmar que se sentía capaz de curar todos los males que puede padecer el hombre a través de su conjunción con los elementos de la naturaleza —recordé—. ¡Era considerado una reencarnación del Buda de la curación! ¿Por qué no podemos pensar que sus maestros tenían los pergaminos originales, que le dieron a Singay desde niño la oportunidad de estudiarlos y que el cartucho que los protege sea el mismo que aparece en estos dibujos?
—No sé…
—¿Te dicen algo las figuras de demonios que decoran el cartucho?
—Son los que llamamos guardianes protectores. Deidades que destruyen todo aquello que nos impide alcanzar la Iluminación.
—¿Ves? Todo tiene sentido. Están ahí para proteger los pergaminos sagrados. —Yo me emocionaba cada vez más—. Pero eso no es todo, ¿dónde podría haberse resguardado durante siglos ese tesoro mejor que en un monasterio como el suyo, con esa tendencia tántrica tan marcada?
—No lo sé, Jacobo… —repitió, mostrándose algo abrumado.
—Aún hay algo más.
Gyentse volvió la mirada hacia el ventanuco. Dos cuervos se habían posado en el alféizar. Suspiró esperando a que yo continuase.
—Estoy seguro de que quien terminó con la vida de Singay conocía la existencia de ese tratado desde el principio. Es más, ¡estaba buscando ese tesoro del antiguo Tíbet, quería hacerse con él!
—¿Qué dices?
—Muchas personas harían lo que fuese para poseer los secretos médicos de Lobsang Singay. Sin duda trataron de robarlos antes de que los desvelase al mundo a través de las conferencias de Boston.
—Eso es demasiado suponer —dijo Gyentse, negando con la cabeza y con las manos sin dejar de mirar al exterior—. Hace dos días defendías con vehemencia que la Fe Roja había asesinado a Singay para quitarlo de en medio, y ahora sostienes que todo tiene que ver con el
Tratado
…
—Defendía la tesis que los asesinos me hicieron creer como cierta.
—¿Quieres decir que todo respondía a un plan preconcebido?
—Es posible, pero lo que no admite ninguna duda es lo que ahora te estoy exponiendo. ¡Piénsalo! ¡Lobsang Singay decidió sacar a relucir sus avances médicos y los relacionó directamente, a través del título de sus conferencias, con el
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
Sin duda, Singay pensó que el mundo ya estaba preparado para conocer esos secretos escondidos, pero con ello, sin quererlo, dio la clave a aquellos que perseguían el
terma
. Por eso le envenenaron en Boston, a pesar de las dificultades añadidas que conllevaba, en lugar de hacerlo en la India, donde su muerte no hubiese sido sino una muerte más. Quien le mató sin duda pensaba que Singay llevaría consigo el
terma
durante el ciclo de conferencias.
—Eso es una locura.
—No me negarás que todo ha sido una locura desde el día que viajé a Boston para hacerme cargo de su cuerpo.
—No lo sé… hay algún fleco suelto…
—No te guardes nada.
—¿Por qué estás tan seguro de que Singay no llevaba consigo el tratado cuando fue asesinado?
—Si así hubiera sido y se lo hubieran robado, ¿qué sentido tendría que después asesinaran uno tras otro a sus colaboradores y revolvieran sus laboratorios? Además…
—Sigue hablando —me pidió ahora el lama.
—¿No es cierto que, en tiempos de la Revolución Cultural de Mao Zedong, los monjes del Tíbet escondieron en lugares seguros muchos libros y otros objetos rituales para salvarlos de la quema de los guardias rojos?
—Así es.
—Entonces tratarían de preservar ese conjunto de pergaminos sagrados mucho antes que cualquier otro libro común. ¡Ahora sí que estoy convencido de que Singay no llevó el
Tratado de la Magia
a Boston! ¡De hecho estoy seguro de que ni siquiera lo llevaba consigo cuando llegó a Dharamsala huyendo del Tíbet! ¡Por eso ninguno de sus compañeros sabíais de su existencia!
—Tal vez tengas razón. Pudo pensar que, si era apresado durante su huida, los guardias rojos destruirían el
terma
… Pero ¿dónde crees que pudo esconderlo?
—¿Os contó alguna vez qué es lo que hizo exactamente antes de venir a la India?
—Tanto él como el resto de monjes de otras lamaserías de su orden que habían conseguido sobrevivir a los ataques se agruparon en su monasterio principal, el único de la zona que, milagrosamente, no fue destruido.
—¿Conocéis ese monasterio?
—Sabemos que tiene una nutrida biblioteca de textos rescatados de la Revolución Cultural —dijo Gyentse mientras se le iluminaba el rostro.
—¡Entonces ya sabemos dónde está el tratado! —sentencié—. ¡Y estoy seguro de que los asesinos de Singay aún no han conseguido hacerse con él!
—¡Vayamos sin perder tiempo a hablar con el Kalon Tripa! —exclamó Gyentse con entusiasmo—. ¡Hemos de ponerle al corriente de todo esto!
—¿Te acompaño?
—Claro que sí.
Recogí las láminas a toda prisa y abandonamos mi habitación, cerrando la puerta con un golpe seco que retumbó a lo largo del corredor.
Fuimos directos al despacho del Kalon Tripa. Antes de hablar de otra cosa nos pidió que le explicásemos con detalle cuanto había ocurrido en la caseta del bosque. Me hizo repetir palabra por palabra la conversación que había mantenido con el líder de la secta. Desde el principio estuvo de acuerdo conmigo en que podíamos creerle cuando afirmaba no haber tenido nada que ver con los asesinatos.
—Yo también suponía que esta crisis respondía a un plan de desestabilización pergeñado por un tercero —declaró.
A partir de entonces traté de reproducir para él, del modo más ordenado que pude, la argumentación que había hilvanado con Gyentse acerca de la existencia del
terma
sagrado de Padmasambhava, y traté de explicarle por qué pensábamos que el verdadero interés de los criminales no era otro que conseguir aquel tesoro de la antigüedad.
—Es cierto cuanto decís —afirmó el Kalon Tripa cuando consideró que ya había oído suficiente.
—¿A qué se refiere? —le preguntó Gyentse extrañado.
—A la existencia del
terma
.
—¿Ya sabía qué…?
—Algunos miembros de la élite del Kashag sabemos de su existencia desde hace años.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Cómo? —exclamó Gyentse.
—Hace tiempo que Lobsang Singay nos lo reveló. Es cierto que de niño tuvo la oportunidad de tener en sus propias manos el
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
, y tampoco estáis equivocados al afirmar que ese tesoro fue la fuente de inspiración de su vastísima sabiduría.
—Y ¿Por qué no dijeron nada? —balbuceó Gyentse anonadado.
—No considerábamos prudente hacerlo público.
—Entonces, ¿lo trajo a Dharamsala? —pregunté.
—No. Como bien habéis deducido, no se arriesgó a llevarlo consigo cuando huyó al exilio. El
terma
nunca salió del Tíbet.
—¿Por qué el Dalai Lama no ha tratado de recuperarlo?
—Desde un principio pensamos que lo mejor sería no hacer nada que pudiese llamar la atención de buscadores furtivos de tesoros. No podíamos arriesgarnos a que alguien se enterara y se nos adelantase, por lo que decidimos dejar que siguiera a buen recaudo en las cimas del Himalaya y esperar el momento propicio para enviar a la persona idónea. Al fin y al cabo se trataba de una misión prácticamente imposible. A las dificultades que entrañaba cruzar la meseta y sortear los controles se unían las prohibiciones de acceso a la zona donde vivía Lobsang Singay, un área militarizada por su proximidad con Cachemira. Confiábamos en que nuestra relación con China mejoraría tarde o temprano…
—Pero cuarenta años después seguimos igual —completó Gyentse.
—Así es, desgraciadamente. Pero ahora que vosotros dos habéis descubierto la existencia del
terma
carece de sentido pensar que no haya alguien más que haya podido hacerlo. Ha llegado el día en el que, sin más tardar, hemos de tomar cartas en el asunto.
—¿Dónde están el resto de colaboradores de Lobsang Singay? —se me ocurrió preguntar.
—Les hemos escondido en un lugar seguro. No queremos que les ocurra lo mismo que al viejo profesor y a los demás.
—¿Están fuera de Dharamsala?
—Digamos que les hemos llevado a donde nadie pueda encontrarlos hasta que termine esta locura. No imaginábamos que las conferencias de Boston pudieran desencadenar un problema semejante. Lobsang Singay nos propuso desvelar sus secretos para que la medicina occidental pudiera beber de su ciencia y aprovecharse de ella, y al gobierno en el exilio nos pareció un forma inmejorable de atraer la atención del mundo hacia nuestra causa. Pero, al parecer, había alguien que prefería poseer esos secretos médicos para sí antes que compartirlos con el resto de la humanidad.
—Y seguirá matando hasta que consiga el
terma
, que al fin y al cabo es la fuente de toda esa sabiduría.
—Por eso debemos recuperarlo antes de que caiga en manos de los criminales —declaró el Kalon Tripa—. Si lo lográsemos sería un triunfo de enorme magnitud tanto para el pueblo tibetano como para el mundo occidental. Ahora que nos han robado la vida de nuestro querido Lobsang Singay necesitamos disponer del
terma
que le sirvió de inspiración para que su medicina siga viva. Sería fantástico que otros lamas médicos pudieran instruirse y llegar hasta donde él llegó.
—Entonces no se hable más —le apremió Gyentse nervioso—. Tiene que enviar a algún representante del Kashag al Tíbet para recuperar el
Tratado de la Magia
.
—Eso es imposible —sentenció el Kalon Tripa.
—¿Por qué?
—Ya os he dicho que, hoy por hoy, si alguno de nuestros hermanos pusiera un pie en el Tíbet ocupado sería apresado al instante.
—En ese caso poneos en contacto con los responsables del Monasterio y que se ocupen ellos mismos de preservarlo debidamente.
—Bien sabes que no se puede telefonear a un monasterio tibetano perdido en mitad del Himalaya. Y aunque dispusiéramos de línea para hacerlo, tampoco podríamos hablar del
terma
por ese conducto. No imagináis el control que existe actualmente en lo que los chinos denominan la región autónoma del Tíbet. Están viviendo un verdadero estado de guerra. Los teléfonos están intervenidos, no existe libre acceso por correo electrónico y…
—¿Y si consiguierais hablar con alguno de vuestros contactos de la capital? —siguió proponiendo—. Ellos podrían desplazarse hasta la región del oeste.
—Hemos estado a punto de hacerlo muchas veces, pero siempre nos hemos echado atrás en el último momento ante el temor de que la policía china detectase el plan. Además, si un tibetano relacionado con grupos activistas de Lhasa fuera descubierto… Piensa que casi todos ellos están fichados y que hay controles cada pocos kilómetros en todas las carreteras. Saltarse uno de esos controles para no ser retenido puede dar lugar a un juicio sumario por espionaje con penas de cárcel o, incluso, con pena de muerte si el fugitivo es declarado culpable de ser un activista contra los intereses del régimen.
—Es cierto —se lamentó Gyentse—. Y la zona en la que se encontraba la vieja lamasería de Singay y el monasterio principal de la orden en el que debió de esconder el
terma
está muy alejada de Lhasa.
—A cientos de kilómetros. Y lo peor, os repito, es que se trata de una zona militarizada de acceso prohibido. Está situada al oeste de la meseta, justo en la franja que colinda con el área en disputa de Cachemira. Hace décadas que la India, Pakistán y China mantienen una pugna abierta en esa región.
—Y ¿qué piensan hacer? —intervine.
—La única vía para conseguir el
terma
sin levantar sospechas es que alguien que no tenga ninguna vinculación aparente con nosotros según el gobierno chino se desplace a Lhasa. Una vez allí tendría que internarse de forma ilegal en la meseta y pasaría a ser tan prófugo como cualquier activista tibetano pero caso de ser apresado, quizá lograse evadir la acusación por actividades separatistas. Podría ir enmascarado como un peregrino imprudente que se ha salido de la ruta, que también los hay.
Entonces me di cuenta.
—Me está pidiendo que vaya… —dije sin convicción. Gyentse me miró conmocionado. Permaneció con la boca abierta a la espera de las siguientes palabras del Kalon Tripa.
—Sólo tú puedes hacerlo —sentenció—. Estás al tanto de todo lo que pasa, conoces nuestra cultura y no estás fichado por las autoridades chinas.
—¿De qué pena mínima estamos hablando si soy apresado? —le pregunté.
—Para serte sincero, la respuesta de los tribunales militares chinos o de los propios oficiales de zona ante las acciones subversivas es imprevisible, dado que no existen sistemas de control desde la administración central. No se trata de un estado de derecho como el que vivís en Europa.