—¿Cómo pudo ingerirlo sin darse cuenta de que lo hacía? —se me ocurrió preguntar.
—El cianuro es amargo, pero puede enmascararse en un zumo o en cualquier otra bebida azucarada —resolvió el forense.
—Te daré una copia del informe para que puedas hacérsela llegar a Malcolm —dijo Gyentse con seriedad—. Nosotros enviaremos el original esta misma tarde a la policía para que todo siga su curso e inicien la investigación en Boston.
Lobsang Singay había sido asesinado, eso ya era un hecho cierto. Y también era cierto que la cúpula del gobierno de Dharamsala había asistido al momento en que se desveló ese hecho, poniendo en marcha todos los mecanismos para que se cumplieran las requisitorias de la INTERPOL. Quizá ello se debía a mi presencia en la sala de autopsias. O quizá las cosas habrían transcurrido de igual modo aun cuando el atentado de la carretera hubiese terminado conmigo.
El forense y su ayudante comenzaron a colocar los órganos en su sitio como si no hubiera pasado nada.
—Con relación a lo que ahora queda pendiente… —dije volviéndome hacia el Kalon Tripa, refiriéndome al encuentro con el líder de la secta.
—No te preocupes, nosotros te avisaremos. Mientras tanto dedícate a recuperarte por completo.
El Kalon Tripa y el otro ministro abandonaron la sala, limitándose a hacer una nueva inclinación de cabeza para despedirse.
—Siento haber dudado de vosotros, transmíteselo a Malcolm —se excusó Gyentse, una vez que hubo meditado el alcance de la declaración del forense, quien había envuelto el cuerpo en una sábana sin apenas terminar de coser las aberturas que había hecho el bisturí.
—Perdona que me entrometa, pero ¿no van a dejarlo mejor?
—No es necesario. ¿Te sientes con ánimo para venir al funeral celeste?
Me cogió por sorpresa.
—Sería un honor que nos acompañases.
Se refería al funeral tibetano que desde tiempos inmemoriales se celebraba en las tierras altas del Tíbet. Al parecer era un último deseo de Singay conocido por todos. Dejó dicho a sus allegados que, cuando muriese, deseaba ser pasto de los buitres. Este ritual no se percibía como algo macabro en un lugar donde la muerte no se consideraba algo trágico, donde el cuerpo se veía como el mero envoltorio que nos ofrece la rueda impura de las reencarnaciones. Y menos aún en las montañas del Tíbet donde aquella ceremonia era necesaria, dado que nunca han tenido madera para incinerar y el suelo es demasiado duro para enterrar a los muertos. De aquel modo, Singay había querido honrar una vez más a la meseta donde vivió de niño y a la que siempre quiso regresar.
Salimos al exterior de la clínica. Los monjes seguían allí. Ninguno se interesó por la autopsia. Habían venido para formar una comitiva en el funeral celeste.
—Los tibetanos no sufrimos por los cuerpos vacíos —declaró Gyentse mientras comenzábamos la ascensión por una ladera—. Los tratamos sólo como a cuerpos, tanto para olvidarlos como para aprovecharlos. Ya sabrás que los antiguos pobladores de la meseta sentaban a sus muertos en un caldero lleno de grano. Los colocaban en la posición de un buda en meditación, plegando sus miembros, dejando que el grano adsorbiese el líquido de la putrefacción para luego convertirlo en harina o cerveza.
—¿También en los monasterios? —pregunté.
—No siempre. Los grandes lamas no pasaban por el caldero. Se les embalsamaba dejándolos secar en el interior de una caja llena de sal o hirviéndolos en mantequilla hasta convertirlos en momias, para después cubrir su cuerpo con telas y su rostro con láminas de oro.
Los compañeros más cercanos de Singay conocían bien la función que les había sido encomendada. Portaron el cuerpo envuelto en la sábana, bien atado con unas cuerdas para que no se salieran los órganos y poder amarrarlo a un carro que empujaban con una energía inagotable. En los funerales celestes celebrados en el Tíbet, el familiar más próximo al fallecido debía encaminarse hasta el lugar donde vivían los despedazadores de cuerpos, hombres de la casta más baja dedicados a la sangrienta labor de separar en mil pedazos los huesos y la carne. De este modo facilitaban la tarea de los buitres, que eran los que finalmente acababan con los restos. En Dharamsala no se contaba con despedazadores profesionales y fueron los mismos compañeros de Singay quienes lo depositaron en una roca plana, volvieron a rasgar su piel con unas dagas curvas para que las vísceras fueran atrayendo a las aves y, con un hacha, lo cortaron en pequeños trozos fáciles de devorar.
Permanecimos allí, sentados a una distancia suficiente para no ahuyentar a los carroñeros, hasta que no hubieron dejado ni rastro de la carne. Entonces los compañeros de Singay se aproximaron de nuevo a la piedra, machacaron los huesos con un gran martillo y los mezclaron con harina para que los buitres terminasen de engullirlos hasta que no quedase nada.
Fue entonces, después de varias horas, cuando declararon terminado el funeral celeste, con la roca pulida y limpia, tan sólo salpicada de algunas plumas sueltas. También culminó así la tarea de los compañeros de Singay, quienes tras quemar la sábana regresaron a la ciudad sin decir una palabra, con la seguridad de que su maestro esperaba en el mundo intermedio el momento de introducirse en otro cuerpo, aunque con la esperanza de que tuviera la suerte de reaparecer en un embrión humano.
—Una vez le pregunté a Singay qué podía hacer para asegurar mi vuelta a un cuerpo humano en mi próxima reencarnación —me contó Gyentse mientras desandábamos nuestros pasos por el sendero.
—Y ¿qué te contestó?
—Que, como decía un antiguo poeta, es más difícil reaparecer en otro cuerpo similar al que hoy tienes que arrojar un anillo desde la cima del monte Kailas hacia el lago y confiar que se engarce en la cola del único pez mariposa que surca sus aguas.
—No es muy reconfortante —comenté—. Pero nos enseña que debemos aprovechar nuestro tiempo —concluyó.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Supongo que regresaré a Delhi.
—Quédate unos días más, hasta que te recuperes por completo.
—Quizá lo haga.
Vimos que un monje corría ladera arriba, en dirección a nosotros. Cuando nos alcanzó estaba tan agitado que apenas podía hablar.
—¡Gyentse, es terrible!
—¿Qué ocurre? —exclamó.
—Dos lamas, dos lamas —sollozaba entre jadeos.
—¿Qué quieres decir?
—¡Están muertos!
—¿Quienes están muertos?
—Dos de los lamas médicos del equipo de Lobsang Singay.
—¿Cómo? ¡No es posible!
—Acabamos de encontrarlos degollados. Uno en su habitación de la lamasería y el otro en el laboratorio. Está todo destrozado, Gyentse. Han revuelto los armarios, y hay sangre por todas partes…
—¿Había algo junto a los cuerpos? —intervine.
El monje se volvió hacia mí con expresión de asombro.
—Puedes contestar —le instó Gyentse.
—Un paño negro con un mándala —dijo con prudencia.
—¿Cómo sabéis…?
Gyentse me lanzó una mirada de angustia.
—Voy a ver al Kalon Tripa —dijo, y se alejó corriendo ladera abajo seguido por el monje.
Regresé a la lamasería y fui directamente a mi habitación.
Vacié en una taza el té que aún quedaba en el termo. No cabía la menor duda. La Fe Roja había vuelto a actuar, esta vez en el mismo corazón de Dharamsala. No obstante, sabía que algo no encajaba. Hasta entonces habíamos pensado que su objetivo era silenciar al propio Lobsang Singay, pero aquellos dos asesinatos denotaban la existencia de otro propósito. Aquello lo cambiaba todo. Por primera vez sentí realmente el peligro que encerraba el encuentro con la secta.
Me tumbé en el camastro. Todo a mí alrededor olía a muerte. Entre tanto desconcierto sólo me quedaba pensar que al menos Singay había visto cumplido su deseo. Por fin había recibido su último abrazo de manos de sus compañeros, montaña arriba, en el hogar de los buitres.
Pasé el día atenazado por los dolores que marcaban mi convalecencia y apenas dormí en toda la noche. Pero a la mañana siguiente, mientras el sol incipiente todavía buscaba un hueco entre la neblina, ya estaba cruzando la puerta del monasterio. Me encaminé hacia el centro de la ciudad sin seguir una ruta establecida. Uno de los monjes había dibujado para mí un pequeño plano en una cuartilla. Contrariamente a lo que hubiera sido deseable, sólo trataba de no estar parado.
Llegué a la calle del bazar y recorrí los puestos de comida. No me resistí a probar unas bolas fritas atravesadas con un palo. Tras dar una vuelta de reconocimiento, me senté en la terraza de un tenderete en el que vendían refrescos, artículos de droguería y algún juguete. El dueño, un tibetano de cara afable, señaló con orgullo una desvencijada mesa de plástico. Pedí una naranjada y de nuevo saqué el plano.
—Veo que te estás situando —dijo alguien a mi espalda.
Me volví. Era Gyentse. Ya no me sorprendía verlo a cada instante. Tenía la sensación de acarrear una sombra roja allá donde fuera, pero interpretaba su actitud como un reflejo del descaro natural de los tibetanos sumado a una generosidad inusual ante la que no debía mostrarme desconfiado. Incluso había comenzado a considerarle un amigo.
—Es fácil situarse en Dharamsala —contesté, levantándome para darle la mano.
—Por favor, no te muevas.
Le ofrecí la otra silla.
—¿Cómo están las cosas por el Kashag?
—El Kalon Tripa y todos los ministros se han puesto a trabajar de inmediato.
—¿Siguen queriendo que se celebre la reunión? —le pregunté—. Ahora nadie dudará de que todo esto es cosa de la secta. Las telas rituales…
—El gobierno sigue aprobando el encuentro, como último recurso conciliador antes de tomar medidas más drásticas, pero desde que sufriste el atentado en la carretera no hemos recibido ningún comunicado de la Fe Roja, ni siquiera extraoficial. Sólo nos queda esperar.
En ese momento la calle se pobló de gente que levantaba los brazos. «¡Es el Karmapa!», chillaban todos, y aplaudían emocionados al paso de un joven lama de tez morena que caminaba en compañía de un séquito de monjes.
—Es el decimoséptimo Karmapa Lama —me informó Gyentse, aprovechando para desviar la conversación anterior—. Huyó de Lhasa hace cinco años, caminando a través de las montañas hasta cruzar la frontera de Nepal. Nadie sabe cómo lo hizo. Dicen que iba disfrazado de nómada. Algunos aseguran que se transmutó en un yak.
—No sabía que levantase tanta pasión…
La gente seguía apareciendo y abarrotando la calle. El Karmapa Lama era el máximo dirigente de la orden Kaguiü, una escuela budista tibetana que en la antigüedad se caracterizó por los particulares tantras en los que cimentó su doctrina, muy diferentes a los de la escuela Geluk de los Dalai Lamas. No era extraño que el Karmapa Lama fuera reverenciado por el pueblo ya que, según las enseñanzas de la orden Kaguiü, por mucha impureza que hubiera acumulado un hombre con sus actos de juventud, con una aplicación acertada de sus tantras podía liberarse de los efectos negativos de esos actos alcanzando la Iluminación en una sola vida. Sin duda se trataba de una alternativa rápida para limpiar el karma.
—De cualquier forma —aclaró Gyentse—, los dirigentes espirituales del Tíbet continúan siendo de forma indiscutible el Dalai Lama, como cabeza de la escuela Geluk, que es la orden mayoritaria, y el Panchen Lama como segunda figura. Eso siempre ha sido así y siempre será así —concluyó.
La afirmación de Gyentse no carecía de intención. Desde hacía siglos persistía una lucha de poder entre los seguidores de ambos líderes, basada en motivos religiosos. El conflicto surgió cuando el V Dalai Lama otorgó el título de Panchen Lama a su tutor, abad del enorme monasterio de Tashilumpo situado cerca de Lhasa. Este gesto, que surgió del gran respeto que el Dalai Lama sentía hacia su maestro, se volvió contra él al suscitar interpretaciones interesadas por parte de sus enemigos, quienes trataron de subordinar su figura a la del Panchen Lama en virtud del orden jerárquico de las divinidades de las que ambos emanaban.
—El Dalai Lama es una encarnación del Buda de la Compasión —me aclaraba—, y el Panchen Lama es una encarnación del Buda Amitabha, que es el jefe del Clan del Loto, la familia búdica a la que también pertenece el primero. Por ello nuestros enemigos trataron en su día de invertir la importancia de ambos y relegar a Su Santidad el Dalai Lama a un segundo plano. Pero el Buda de la Compasión consiguió mantenerse en el lugar que le correspondía como divinidad celestial primordial del budismo tibetano. Y por tanto el Dalai Lama, su actual encarnación, siempre será nuestro líder espiritual y el líder de todas las escuelas.
Ciertamente, y a pesar de aquellas luchas históricas, las tres figuras se habían reencarnado de forma sucesiva, conviviendo en paz durante siglos. De hecho, hoy en día existe un Dalai Lama en el exilio, un Panchen Lama que habita como sus antecesores en el monasterio de Tashilumpo, asumiendo desde el Tíbet su papel de segunda figura del budismo, y un Karmapa Lama reencarnado en el joven que en ese momento pasaba frente a nosotros, tras haber huido a Dharamsala para luchar desde el exilio por la independencia de su país.
—Fue un duro golpe para los dirigentes chinos —continuó diciendo Gyentse mientras contemplábamos cómo se alejaba séquito—. Se habían afanado en reeducar al Karmapa Lam para que apoyase al régimen de Pekín y legitimar así la ocupación del Tíbet.
—Aparentaban favorecer la libertad de culto, pero lo único que pretendían era obtener un provecho político —añadí.
—Así es. China dio por válida la designación del niño K mapa Lama que se hizo desde el exilio, pero no lo hizo impulsado por la tolerancia. Lo que subyacía tras esa concesión era un intento de hacer suyo a ese nuevo Karmapa Lama a través de una educación dirigida. Afortunadamente algo le hizo huir de allí a tiempo.
—Y eso trajo como consecuencia la interrupción de las conversaciones que se habían iniciado para tratar de solucionar el conflicto tibetano…
Gyentse asintió apesadumbrado.
—Pekín tuvo la excusa perfecta. A buen seguro que el Dalai Lama no sabía nada de la huida, pero se le acusó de ser el artífice de la misma.
—Y por eso ahora han comenzado a afanarse en la reeducación del Panchen Lama, la otra figura importante del budismo tibetano.
—Exactamente. Ése es su nuevo frente. Hoy en día la popularidad del Panchen Lama en el Tíbet ocupado está subiendo como la espuma. Los chinos tratan por todos los medios de agasajarlo para que se ponga de su parte. Tratan de convencer al pueblo de que los enemigos del régimen no son todos los budistas tibetanos, sino sólo el Dalai Lama y aquellos que le siguieron al exilio.