—Te aseguro que si algún miembro de nuestra orden hubiese cometido la torpeza de participar en esos asesinatos no tendría inconveniente en decírtelo. Adoptaría las medidas oportunas y lo entregaría a la justicia. Pero no es el caso.
—¡Por favor! —me quej—. ¡Si algunos miembros de su orden se dedican a pegar carteles con amenazas de muerte frente a la residencia del Dalai Lama!
—¡Eso es cosa de la Dorje Shugden! —replicó, refiriéndose a la otra secta que también nombró el maestro Zui-Phung en el barrio tibetano de Delhi.
—¡No me diga que…!
—Es cierto que algunos de nuestros hermanos son un tanto exacerbados —admitió finalmente—. Pero te aseguro que entre mis planes no está terminar con la vida de nadie. Soy budista tibetano, un político y un líder espiritual. Ambas cosas unidas en una sola, como ha sido siempre en el Tíbet y como volverá a serlo muy pronto. No soy un asesino, ni fomento ninguna actitud violenta entre los fieles.
—Y ¿qué me dice de las telas? —insistí.
—Tengo muchos enemigos, y el Dalai Lama también lo tiene. Deberías saberlo.
—¿Está insinuando que alguien dejó las telas rituales como señuelo, para aprovecharse de esta crisis y enfrentar más aún a la Fe Roja con el gobierno en el exilio?
—Está claro que el agravamiento de nuestro conflicto no nos beneficiaría a ninguno de los dos —confirmó.
Me resistía a pensar que no quedaba nada más que hablar con aquella persona. Hasta entonces no me había cabido la menor duda de que sus hombres habían asesinado a Lobsang Singay, a sus colaboradores y a Asha. En todo momento había contado con que asistiría a una confesión privada y, por lo tanto, despreocupada, aun cuando también sabía que aquel hombre nunca admitiría en público la autoría de esos crímenes. Por ello no me resultaba fácil aparcar de repente esa idea y abrir un nuevo frente aún más incierto.
—¿Por qué he de creerle? —dije.
Gyentse hizo un nuevo amago de intervenir, sin duda considerando que me estaba excediendo. Finalmente dejó que contestase.
El líder de la secta meditó su respuesta. La estancia parecía cada vez más pequeña, sin apenas aire para que pudiésemos respirar todos los que allí nos apretábamos. Un animal parecido a una rata olisqueaba el plato sobre el que habían colocado las velas.
Por fin habló, acrecentando su tono dogmático.
—Si yo te dijese que conozco tus verdaderas intenciones, que no estás aquí para ayudar al pueblo tibetano sino por interés propio, como todos los políticos occidentales que prometen, prometen y al final no hacen nada por nosotros, ¿qué me contestarías?
—Yo no soy un político. Soy un cooperante.
—Todo forma parte de ese nuevo orden mundial. Tus organizaciones y los gobiernos de Occidente tienen las mismas debilidades. Nosotros luchamos por nuestra tierra, por nacer y morir acunados por nuestra tradición milenaria. Vosotros lucháis lejos de casa y los escrúpulos se pierden por el camino. Termináis traficando con vuestros propios recursos, con la miseria, con nuestro exilio.
—Puede que algunas organizaciones humanitarias dependan demasiado de los gobiernos, pero los que trabajamos para ellas lo hacemos por las personas que esperan algo de nosotros.
—En ocasiones la caridad no sirve para solucionar los problemas.
—Me comportaría de igual manera aunque supiera que ya nada tiene solución.
—Sentía curiosidad por conocerte. Y no olvides saludar a Farewell de mi parte. Nunca he tenido la oportunidad de hablar personalmente con él, pero sé todo lo que ha hecho por mi pueblo. —Se quedó pensativo unos instantes—. Pregúntale si en sus misiones en China tuvo inconveniente en apretar el gatillo. Las cosas no siempre son impecablemente limpias o asquerosamente sucias. Las hay necesariamente turbias.
—Con ello no estará admitiendo…
—De ningún modo. Busca por otro lado a tu asesino, querido occidental —sentenció, y se volvió como si la conversación hubiese terminado.
—Pero…
—Te aseguro que Lobsang Singay me resultaba molesto, por qué no habría de reconocerlo —añadió con cierta desgana—, y me hubiese encantado estudiar la fuente de su sabiduría, leer su tratado. Pero ni siquiera por ese motivo le hubiese matado. Ni a él ni a nadie. A lo único que tengo que dedicarme ahora es a aunar posturas con el Dalai Lama para sacar a nuestro pueblo de esta situación. Pero eso es algo que no te incumbe a ti, ni debe ser discutido en este momento. Hemos terminado.
—¿Y los muertos? —grité—. ¿A ellos tampoco les incumbe?
Un gesto de desconcierto apareció en los rostros de los monjes. De soslayo vi cómo el conductor se acercaba y tensaba el brazo que aún tenía bajo la chaqueta. El líder levantó la mano pidiendo calma.
—¿A qué viene eso ahora? Te he dicho que yo no…
—¿Se ha molestado en informarse acerca de quién era Asha, la india fallecida? —dije elevando el tono aún más—. ¡Llevaba años trabajando desde la embajada para el desarrollo de este pueblo al que usted quiere salvar! ¡Ha muerto por todos los tibetanos, y yo viajaba con ella en el asiento contiguo! —añadí encolerizado—. ¡Así que yo decidiré cuándo hemos terminado!
—Jacobo… —trató de pararme Gyentse. Las arrugas que se formaron en la frente del líder de la secta dejaron traslucir su incredulidad. Seguí hablando antes de que reaccionase.
—Sólo dígame una vez más que usted no tuvo nada que ver con el atentado de la carretera.
—¿Por qué he de repetírtelo?
—Porque si me convence de ello podré mirar a Malcolm a los ojos sin acordarme del rostro de Asha cada vez que lo haga.
—Si es por eso te lo diré de nuevo: busca por otro lado a tu asesino.
Tanto él como los demás monjes del birrete rojo permanecieron quietos, como si esperasen mi siguiente reacción. De súbito sentí una sacudida en la boca del estómago. Era algo que aquel hombre había dicho un poco antes, unas palabras que ahora se repetían en mi mente una y otra vez… Abandoné la caseta sin volverme a mirar. Gyentse salió detrás, seguido del conductor del Tata.
De nuevo trataron de ponerme la funda en la cabeza. Me negué, pero Gyentse me pidió que les dejase hacer. Me negué de nuevo. Me arranqué la funda y la arrojé al suelo. El monje adolescente no sabía cómo actuar. Sin duda había escuchado los gritos desde fuera. El conductor acercó la mano a una barra de hierro que llevaba sobre la alfombrilla del copiloto. Gyentse le miró con estupor y se puso delante de mí.
—Es hora de mostrar humildad. Cada uno su pieza —me susurró al oído.
Cerré los ojos con rabia. Recordé lo que habíamos hablado en mi estancia del monasterio y accedí. El cielo se estaba tiñendo de azul marino cuando me taparon los ojos. Sólo sentía el azote del viento que no había cesado en toda la noche y de nuevo los golpes contra la puerta del jeep, una y otra vez sobre el mismo hueso dolorido. Cuando me quitaron la funda de la cabeza estábamos en la misma arboleda más allá de los campos arados. Como si no nos hubiésemos movido de allí.
Un rato después, tras desandar el camino, el lama alto detuvo la furgoneta frente a la puerta de la lamasería. Me incliné hacia Gyentse para hablarle al oído.
—Acompáñame a mi habitación. Quiero enseñarte algo que no puede esperar.
Salió sin decir nada. Los otros dos lamas tampoco hablaron, ni siquiera para despedirse. La furgoneta se alejo calle abajo.
Me aseguré de que la puerta estaba cerrada. Gyentse balanceó su rosario de madera. Ya estaba amaneciendo, pero los pasillos de la lamasería seguían desiertos.
—¿Qué opinas acerca de lo que hemos oído en la reunión? —me apresuré a preguntar.
—¿Qué esperabas? Nadie confiesa un crimen sin más.
—No me entiendes.
—Explícate.
—Yo le creo.
—¿Qué dices?
—Sé que él no es el responsable de los asesinatos.
—¿Cómo puedes decir eso ahora?
—Podría haber dicho cualquier cosa antes que negar la autoría de forma tan rotunda. No es un monje, a pesar de lo que pretenda aparentar. Es sólo un político. Nunca habría renunciado a atribuirse la muerte de Singay como un logro personal. Sé que, de haber sido idea suya, al menos habría dejado alguna puerta abierta para que lo dedujésemos.
—¿Qué me dices de la referencia que ha hecho sobre Malcolm?
—Eso era personal. Estoy seguro de que iba por mí.
—En cualquier caso, si eso es lo que piensas, y hablando en términos políticos, el asunto está cerrado y no se reabrirá a no ser que nuestra policía o la de Boston descubra algo que incrimine a la secta.
—Disculpa que te interrumpa —le corté—, pero no voy en esa dirección. Aquí tienes lo que quería mostrarte.
Comencé a extender sobre el camastro las láminas de carboncillo que el día anterior me había confiado el profesor de la facultad de medicina. Gyentse se arrodilló para examinarlos de cerca.
—¿De dónde has sacado estos dibujos?
—El viejo profesor de Singay me los dio para que se los entregase a Malcolm.
—¿Y?
—Pasé toda la noche pensando en ellos. Sabía que me dejaba algo importante que no había sabido ver.
—¿Y lo has encontrado?
—Sí, mira. —Los esparcí para que pudiese contemplarlos todos juntos—. En todos aparece ese cilindro.
—Es un cartucho de cuero de los que se utilizan en el Tíbet para guardar rollos de pergamino.
—Eso pensaba.
El pequeño Singay se había dibujado a sí mismo en dos de las láminas abrazado a aquel gran cartucho decorado con imágenes de demonios. En otra estaba sentado sobre él. En las demás, aunque de forma más discreta, también podía adivinarse su presencia, apoyado en un árbol, sobre la base de una estupa o en el interior de un edificio, detrás de una ventana.
—¿Qué crees que estás buscando?
Me senté en una esquina del camastro.
—Al principio me resultó extraña su insistencia al representarlo una y otra vez. Tiene un tamaño desproporcionado y es lógico pensar que si lo dibujaba tan grande era por lo mucho que significaba para él. No podía tratarse de una mera fijación infantil por un objeto cualquiera ya que, según dijo el profesor, para cuando Singay llegó al exilio tenía la mentalidad de un adulto y la técnica de un profesional, ya que incluso diseñaba las láminas de anatomía con toda exactitud. Pero no terminaba de dar con la solución. Sin embargo, cuando el líder de la Fe Roja ha hecho referencia a un supuesto tratado…
—No hace falta que indagues más —me cortó.
Me recliné.
—Te escucho.
Gyentse esperó unos segundos, como si quisiera dotar de importancia a sus próximas palabras.
—Se trata del
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
.
—¡Exactamente!
—¿Lo conocías?
—¡Tenía que serlo! Mientras estábamos en el refugio de la Fe Roja me ha venido a la mente el título del curso que Singay se disponía a impartir en Boston: «Curación en la vida y en la muerte: los secretos del
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
».
—No sabía que había titulado así las conferencias.
—Cuéntame algo sobre ese tratado —le pedí emocionado—. ¿Está en Dharamsala?
—Nunca lo ha estado. Es un
terma
.
—¿Un
terma
? ¿Qué es eso?
—Uno de los tesoros escondidos de nuestro Tíbet antiguo. De ahí procede su nombre.
—Y ¿dónde se encuentra?
—Nadie lo sabe. De hecho, nadie vivo lo ha visto jamás.
—Vaya —me desilusioné de súbito.
—Así son las cosas —concluyó.
No estaba dispuesto a conformarme con tan poco. Me llevé las manos a la cara. Al bajarlas y abrir los ojos me encontré frente a los dibujos de Singay repartidos por la cama.
—¿Cuál se supone que era el contenido de ese tratado?
—Compilaba los protocolos mágicos de los chamanes tibetanos. Se dice que un grupo selecto de lamas, de entre los primeros que surgieron en las escuelas originarias, lo confeccionó ayudado por los propios chamanes que por aquel entonces aún sobrevivían en las tierras altas de la meseta. Todos ellos se juntaron durante siete años en la cima de una montaña y recopilaron en pergaminos las vías para controlar las fuerzas de la naturaleza y someter a los demonios.
—¿Chamanes y lamas juntos?
—Lo hicieron con el fin de que esos primeros lamas utilizasen esas vías para el desarrollo espiritual. Aquella magia no debía ser utilizada para ningún otro fin. La búsqueda de la iluminación era su único propósito. El Tíbet estaba cambiando, el budismo invadía la meseta y la transición, como ves, no siempre fue traumática. Por eso nuestro budismo es tan rico, porque se nutre de la magia de los chamanes, de los tantras venidos de la India y de las influencias budistas de otros países vecinos; las tres fuentes conviven en perfecta armonía.
Recordé la explicación similar que recibí del maestro Zui-Phung en el barrio tibetano. Me estremecí al darme cuenta de todo lo que había ocurrido desde aquel día.
—Cuéntame algo más sobre los
terma
. ¿Hay muchos más, aparte del
Tratado de la Magia, del Antiguo Tíbet
?
—Se denomina
terma
, o tesoro, a todos los textos religiosos budistas que un gran maestro tántrico llamado Padmasambhava escondió en el siglo VIII en diferentes lugares de la meseta.
—¿Por qué motivo no quería que fueran descubiertos?
—Consideró que las enseñanzas tántricas que contenían esos textos eran demasiado avanzadas para ser asumidas por los primeros budistas tibetanos. Y confió en que, cuando pasase el tiempo y ya pudieran ser comprendidas en todo su alcance, su localización exacta se revelaría de forma espontánea en la mente de los
tertön
.
—¿Los
tertön
?
—Los descubridores de tesoros.
—¿Y ocurrió así?
—Cuando la meseta se libró en el siglo XIV de la influencia del imperio mongol, surgió un movimiento de recuperación de la identidad nacional que impulsó el fenómeno de los
tertön
. Entonces se recuperaron varios de los tesoros que habían sido escondidos por Padmasambhava. Pero, hoy en día, algunos
terma
permanecen en el mismo lugar donde los depositó.
—Entonces podría ser que el propio Singay fuera un descubridor mental de tesoros, y que hubiera recuperado el
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
.
—Me extrañaría que, de haber sido así, ninguno de los que convivíamos con él lo supiéramos…