Boston, septiembre de 2007.
Los estallidos de luz de la mañana de Boston saludaron al recién llegado. El lama se detuvo un instante al salir del hotel y escuchó, palpó, observó. Quería impregnarse de las texturas de la ciudad americana. El chófer que habían enviado para recogerle se fijó con descaro en su cráneo rasurado, la piel quemada del Himalaya. El lama sonrió y fue hacia él. La túnica oscilaba entre el vapor que destilaba el asfalto. Las sandalias cacheteaban las losetas mojadas.
—Buenos días, doctor Singay.
—Buenos días —respondió el lama con un perfecto acento inglés.
—Tardaremos muy poco en llegar al campus —le informó mientras le abría la puerta del coche.
El lama agradecía el frío que entraba por la ventanilla. Recordó que el rector, cuando fue a recibirle al aeropuerto el día anterior, le sugirió que, aunque todavía no se hubiera extinguido el verano, llevase una chaqueta para arropar sus hombros desnudos. El rector no conocía el gélido silbido de la meseta del Tíbet; las mañanas, tardes y noches en las que el lama, que entonces era un niño, no disponía de otro abrigo que la tela enrollada, mientras respiraba la nieve en la terraza del monasterio.
Tal como le había anunciado el chófer, en tan sólo unos minutos llegaron a Harvard. Observaba los patios de la facultad bostoniana en la que iba a impartir sus conferencias y pensaba en cuánto se diferenciaban sus montañas de lo que allí veía. A pesar de tratarse de un sobrio enclave tradicional, en Harvard se respiraba modernidad. El lama médico Lobsang Singay pensó que había acertado al escoger aquel lugar para revelar al mundo sus secretos.
El coche le dejó frente a la escuela de medicina. Subió la escalera acompañado del tañido solemne de las campanadas de las nueve y se presentó a la recepcionista. Al momento, el rector de la universidad y el decano de la facultad salieron apresurados de un despacho.
—¡Bienvenido a Harvard, doctor Singay! —exclamó el rector—. ¿Le ha gustado el hotel?
—Es perfecto —contestó el lama, dejando con cuidado su maletín en el suelo y brindándoles la mano.
—Todos están ansiosos por conocerle pero, si no le importa, primero nos haremos unas fotografías fuera. El lama asintió.
El rector hizo un gesto y un hombrecillo con un enorme objetivo que esperaba sentado en una silla se levantó y salió tras ellos.
—¿Había estado alguna vez en Estados Unidos? —intervino cordial el decano mientras el fotógrafo les daba instrucciones sobre cómo colocarse.
—Éste es mi primer viaje fuera de Asia —contestó el lama.
—Sin duda hubiera preferido volar hacia el Tíbet —añadió el decano con complicidad—. Es indignante, ¡casi medio siglo sin que ustedes puedan regresar a su tierra!
«¡Casi medio siglo! —pensó el lama, repitiendo para sí las palabras del decano—. Ya han pasado cuarenta años desde que me despedí del pintor de mándalas sobre las ruinas de mi lamasería.»
Mientras se sucedían los estallidos del flash, el lama médico Lobsang Singay cerró los ojos y echó la vista atrás, recordando lo que sin duda era el período más difícil de la historia de su pueblo.
Cuando el Dalai Lama sólo era un adolescente, el gobierno tibetano —temeroso ante la imparable incursión de las tropas chinas en sus territorios— le cedió el poder absoluto en lo político y en lo religioso. Mao Zedong estaba empeñado en liberar al Tíbet de lo que él denominaba un régimen feudal teocrático, pretendiendo incorporarlo a la Madre Patria como si se tratase de una provincia más de China. A partir de entonces aquel joven Dalai Lama trató durante años de negociar con Mao una salida pacífica al conflicto. Pero la pretensión política del líder chino se tornó finalmente en una obsesión demente que estalló a la par que el primer obús que cayó sobre Lhasa, la capital del Tíbet, iniciando la campaña militar que aniquiló la débil sublevación del pueblo tibetano. El 17 de marzo de 1959, horas antes de que llegasen las tropas, el Dalai Lama fue sacado de su palacio a hurtadillas por un grupo de incondicionales que le acompañó al exilio. Cruzó a pie el Himalaya llevándose siglos de tradición en los baúles y llegó a un pequeño enclave montañoso del norte de la India llamado Dharamsala, donde se le permitió instalarse hasta que pudiera regresar a su tierra. Llegó congelado por la injusticia y calado hasta los huesos por la lluvia caída durante el viaje, pero con la suficiente fuerza y autoridad para instaurar un gobierno exiliado que después de medio siglo aún continuaba su lucha no violenta.
El lama médico Lobsang Singay había sido uno de los miles de tibetanos que, viendo cómo sus hogares y monasterios eran destruidos, le siguieron al exilio. Nunca había regresado al Tíbet. Pasó su vida en Dharamsala, donde profundizó en el estudio de las tradiciones ancestrales y recuperó olvidadas vías de curación.
Ahora había viajado a Boston y sabía que se encontraba en el lugar adecuado para lograr sus objetivos.
Sus anfitriones le guiaron a través de un pasillo de puertas translúcidas.
—No tema —dijo el decano sin dejar de andar—. Hoy no le atosigaremos con nuestras preguntas. Esperaremos pacientes a la primera clase magistral de mañana.
—¡Aquí le tienen! —exclamó el rector a la vez que desplegaba las puertas de la sala de recepciones.
Sobre una larga mesa de caoba vestida con mantel de hilo habían colocado unos coloridos aperitivos que contrastaban con la solemnidad de la estancia. Las paredes estaban cubiertas de cuadros que mostraban imponentes retratos de los prohombres de la universidad. Todos los invitados a la recepción, que hasta entonces charlaban en corros dispersos por la sala, se acercaron para saludarle. Allí estaban los decanos de las otras facultades, investigadores y representantes de todas las empresas del sector médico ubicadas en el estado de Massachusetts, los responsables de los equipos directivos del Hospital General y el propio alcalde de la ciudad, acompañado del jefe de su gabinete de prensa.
—¡Nos alegramos de tenerle aquí! —exclamaba uno de ellos mientras los reporteros que habían conseguido acreditación trataban de captar un primer plano para los rotativos del día siguiente.
—Es un honor para toda la comunidad médica.
—¡Y para la académica! —apuntó el rector.
—¿Es monje o lama? —preguntó el alcalde en tono más coloquial.
—Los lamas somos los monjes que nos dedicamos al estudio y a la enseñanza de la doctrina budista tibetana —le aclaró con amabilidad—. Pero puede dirigirse a mí simplemente como Lobsang Singay.
—«Curación en la vida y en la muerte: los secretos del
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
» —recitó uno de los mecenas de la universidad, leyendo en voz alta el folleto que tema en la mano—. ¿Por qué ha llamado así a las conferencias?
—¡No sean impacientes! —rió el rector—. Al doctor Singay se le considera una reencarnación del Buda Bhaisajyaguru, el gran maestro tibetano de la curación, por lo que a buen seguro nos desvelará ésa y otras muchas cosas durante los próximos días.
El rector tiró de él hacia un extremo de la sala. Allí esperaba, discretamente apartado, el empresario que había patrocinado el curso.
—Doctor Singay, le presento al señor Burk, propietario de la corporación Byosane.
—La farmacéutica que nos ha provisto de fondos… —susurró el lama—. Le estoy muy agradecido por su colaboración.
—Espero que sólo sea el principio de una fructífera alianza. Estamos ansiosos por conocer de una vez por todas esas técnicas curativas que van a revolucionar la medicina mundial.
—Intento aportar lo que está en mi mano —contestó.
—No sea tan humilde —intervino el rector—. Hoy en día —les informó al resto—, hasta el propio Dalai Lama solicita su opinión no sólo en cuestiones médicas, sino en cualquier otro asunto de estado.
—Para suscitar la respuesta de otras naciones y recabar su apoyo hemos de dejar fluir hacia el exterior nuestra doctrina —aclaró el lama—. Es la única arma que podemos esgrimir, compartir nuestra esencia.
—¿Y qué piensa el Dalai Lama acerca de que usted haya venido aquí para revelar sus secretos médicos? —se interesó el empresario.
—Su Santidad me animó a hacerlo. Ambos sabíamos que había llegado el día. Pero he de aclarar que no sólo son mis secretos, sino los de tantos otros lamas anteriores a mí. Es la obra de toda mi vida, pero también la de muchas otras vidas anteriores.
—Ninguno de nosotros podía imaginar que la medicina tibetana hubiera evolucionado de tal forma —confesó el decano.
—Se dice que ustedes son capaces de curar enfermedades que la medicina occidental ni siquiera sabe diagnosticar.
—Primero hemos de convencernos de que el origen de la enfermedad no siempre está en el cuerpo. Se trata de sanar el espíritu para que todo lo demás se repare por sí solo.
—Espero que no sea ésa su única recomendación —comentó Burk, el empresario farmacéutico, con una sonrisa ladeada.
El lama se volvió hacia él.
—¿Aún cree que el cáncer o el sida puede curarse únicamente a través de fármacos?
—Lo siento, no pretendía ofenderle.
—Ni mucho menos lo pretendo yo. Como usted ha dicho, nuestro anhelo es poder trabajar conjuntamente. Sólo deseo poner mi medicina al alcance de quien mejor pueda servirse de ella. Y ¿por qué no había de comenzar por Harvard? Quizá, en esta ocasión, alguien decida que merecemos la pena.
—Nosotros ya lo pensamos —le confirmó el rector con seriedad.
Tras un instante de silencio, una joven que hasta entonces había permanecido callada se añadió al grupo. Era una ejemplar estudiante de medicina que cubría los artículos científicos de la gaceta universitaria.
—Dígame, para nuestra revista —le mostró la última publicación—, ¿hay también curación en la muerte?
El lama cogió una copa con agua y bebió un sorbo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Anne —contestó ella.
—Recuerdo que estuve tratando durante varios meses a una enferma llamada así. Ahora vive en Londres y me escribe cada año por estas fechas. —Permaneció pensativo unos segundos antes de contestar—. Digamos que los próximos días me tomaré la libertad de explicar una medicina distinta siguiendo los dictados de los primeros maestros del Tíbet, quienes trazaron por el mismo cauce las vías de la espiritualidad y de la sanación.
—¿Se refiere a los secretos que esconde el
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
? —inquirió ella, insistiendo con el enigmático título del curso—. Nadie conoce ese libro mágico.
El lama de nuevo se tomó su tiempo.
—En el Tíbet crece una fruta capaz de sanar las más extrañas dolencias —le explicó por fin con suma dulzura—. Se cultiva en terrenos puros regados por el agua del deshielo de las montañas sagradas. Es tan delicada que si la toca una mano humana pierde al instante su color carmesí y se esfuman sus propiedades, y por ello se cosecha sacudiendo las ramas y recogiendo las bayas en redes de bambú. Pero de nada sirve si, al mismo tiempo que se administra, el médico no propicia en el paciente el estado óptimo para sanar su espíritu. Y no me refiero sólo a la psicología. En mi laboratorio de la escuela de medicina de Dharamsala hemos fundido esa sabiduría ancestral del viejo Tíbet con los descubrimientos más modernos realizados en campos como la neurofisiología y, tras varios años de estudio, hemos aprendido a estimular el cerebro de nuestros pacientes hasta convertirlo en nuestro mejor aliado. Tú misma decidirás, cuando terminen las conferencias, si se trata o no de magia.
Apuró el agua que le quedaba.
—Parece increíble… —murmuró el decano de forma inconsciente—. Siempre habíamos pensado que serían necesarios siglos de investigación antes de llegar a eso.
—Y ¿va a mostrarnos cómo hacerlo? —preguntó cautivada la estudiante.
—Me abriré a vosotros como una flor de loto, pero antes de nada habréis de comprender una verdad básica de nuestra doctrina. Debéis saber que vuestra principal función ha de ser enseñar a vuestros pacientes a morir.
El decano se inclinó buscando los ojos del lama.
—Pero…
El lama sonrió y mostró las palmas de las manos, dándole a entender a su anfitrión que estaba hablando de algo natural, bello desde sus ojos de médico del Himalaya.
—Me refiero a que los futuros médicos habrán de saber llevar de la mano a sus pacientes hasta que éstos se convenzan de que sólo se alejarán del sufrimiento que nos ha tocado padecer cuando descubran que nada les encadena ni a este mundo ni a las cosas materiales que nos tienen sometidos. Ese día se imbuirán de las fuerzas de la naturaleza y sanarán para siempre de todas sus enfermedades. Disfrutarán de la vida o, en todo caso, se enfrentarán a la muerte como a un estado más de esa vida. A partir de la comprensión plena de estos principios —concluyó mirando a la estudiante—, os será mucho más sencillo asimilar mis técnicas curativas—. El lama médico Lobsang Singay dejó suspendidas sus palabras unos segundos, con la mirada perdida en otra dimensión. —En ese último momento —siguió de pronto—, deberéis convencer a cada uno de vuestros pacientes de que los dos sois uno, como lo somos todos los seres, y darles el último abrazo que les permita ir en paz a esperar, en nuestra compañía, lo que tenga que llegar.
Los asistentes se vieron de súbito desprovistos de todas sus tensiones. Era como si dentro de aquella sala de vieja madera barnizada corriese una extraña brisa liberadora.
A la mañana siguiente, Singay se levantó con la sensación de haber dormido plácidamente. Tras completar sus rituales de meditación se asomó a la ventana y comprobó que el día había despertado encapotado. Se enfundó la túnica. No sabía hacer nada sin ella, aunque sólo fuera dar unos pasos por la acogedora habitación del Copley Plaza.
La jornada anterior había disfrutado del paseo y quería repetir el mismo recorrido. Aún era temprano y disponía de un buen rato para asearse. Bebió tranquilo el té que había pedido al servicio de habitaciones y corrió la cortina dejando una sola rendija para que entrase luz natural. Después se dirigió al baño para tomar una ducha.
Apoyó la mano sobre el marco de la puerta. Cualquier otro huésped del hotel no habría percibido ningún sonido, pero Singay escuchaba con claridad los motores de los taxis que hacían cola frente a la entrada, el zumbido del pequeño frigorífico o el goteo a través de la rejilla del conducto de la ventilación. Nada de aquello podía escucharse en su monasterio de Dharamsala. Allí se oían los sonidos del bosque, a veces sólo el viento, llevando de un lado a otro los cánticos de la mañana.