El guardián de la flor de loto (27 page)

Read El guardián de la flor de loto Online

Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: El guardián de la flor de loto
12.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

Salió sin perder un instante.

—¿No podemos hablar con Solung?

—Este hombre insiste en que si no huimos de inmediato su maniobra de distracción no servirá de nada.

—Pídele que le transmita a Solung nuestro agradecimiento. Que le diga que considero que me ha devuelto el favor con creces.

Abandonamos la aldea de forma cautelosa, a tientas entre la bruma. Una vez atravesamos el río, Chang aceleró rumbo al macizo que se levantaba al fondo, confiando como siempre que los senderos no estuviesen cortados por los desprendimientos.

Cuando nos hubimos alejado lo suficiente, Gyentse se inclinó hacia delante y nos habló, tembloroso, entre los dos asientos.

—Ha sido una suerte coincidir con el jefe kampa. No sé qué hubiera pasado si…

—¡Dejadlo ya! —se exaltó Chang.

Estaba claro que, aunque en su fuero interno le estuviese agradecido por habernos sacado de aquel atolladero, no le había sentado bien que el jefe kampa le hubiese robado el mérito, aunque fuera en parte, de conducirnos sanos y salvos hacia nuestro destino. Estaba enfurecido y se dedicó a criticar a toda la etnia.

—Mucha gente en Dharamsala admira a los kampa —le reprochó Gyentse—. Allí se les considera una especie de tribu invencible. Se dice que ellos solos frenaron en las montañas la primera invasión de Mao.

—Es cierto que conocen bien la meseta y que son aguerridos guerreros, ¡pero siempre han luchado por su cuenta! —replicó Chang—. Defienden su territorio, no el Tíbet. No quiero nada con ellos.

El siguiente trayecto a través de la oscuridad fue aún más duro que los anteriores. El cansancio y la falta de sueño hacían mella en nosotros y sobre todo en Chang, quien en ocasiones se sorprendía a sí mismo bajando la guardia y perdiendo el control del jeep.

Ya en mitad de la noche, nos detuvimos a un lado de la carretera. Chang nos pidió que le permitiésemos cerrar los ojos durante un rato. Yo estaba encantado con que lo hiciera. Ya no me quedaban fuerzas ni para pensar en los peligros que nos acechaban. También estaba agotado y simplemente quería dormir. No recuerdo el momento en el que me desplomé de lado sobre el asiento. Pero sí la sensación irracional de pánico que sentí cuando Chang me agitó al poco para despertarme, sin que hubiese tenido tiempo de olvidar siquiera un instante el borde del precipicio.

Capítulo 28

Durante la siguiente jornada los kilómetros y las horas se estiraron sin medida. Atravesamos un paso de montaña que se internaba en las nubes y llegué a creer que había perdido el juicio. Cuando traspasamos el escudo que mantenía oculto el sol se abrió ante nosotros el espacio azul infinito. El hielo se había apoderado de la montaña, cubriendo la piedra negra. Los destellos apenas nos dejaban ver los restos de una estupa construida en el punto más elevado del paso. De su cúspide partían docenas de cuerdas repletas de banderas ceremoniales. El viento las agitaba con violencia. No necesitaba arrancarlas para impulsarlas al cielo. Nos habíamos acercado tanto a él que ya estábamos en sus dominios. En aquella imagen no cabían soldados persiguiéndonos. Por un momento olvidé lo que estaba haciendo allí y me dejé llevar por el vacío y la inmensidad. Me concentré en el aleteo de las banderas. Pero unos minutos después iniciamos el descenso y volvieron las laderas interminables, sucediéndose sinuosas unas detrás de las otras corrió las olas de un océano de roca.

Ya estaba bien avanzada la tarde cuando me percaté de que hacía rato que no escuchaba el soniquete quejumbroso de Chang. Me volví y le observé sin disimulo. Él fijaba la mirada en el camino sin pestañear.

En ese mismo instante estiró el brazo para señalar al frente.

—Por fin —dijo.

—¡No es posible! —Miré con atención y al fondo vi un gran monasterio acurrucado en el valle, a las faldas de una montaña—. ¿Seguro que es aquél?

—Seguro.

—¡Sí!

Me volví hacia atrás. La mirada de Gyentse expresaba una gran emoción. No era capaz de pronunciar una sola palabra.

—Creía que nunca lo conseguiríamos —logró articular.

—Ya estamos aquí. ¡Sólo tenemos que subir y hacernos con el cartucho de Singay!

Ambos reímos. Chang detuvo el coche en lo alto de una loma. Desde allí se divisaba con toda claridad el monte nevado al fondo, con la cúspide atrapada por las nubes, el monasterio construido en sus faldas, a diferentes alturas por la ladera, y un enorme lago a sus pies donde se reflejaba todo el paisaje.

—En su mejor momento debió de albergar al menos a dos mil monjes —comentó Gyentse sin dejar de contemplarlo. Le temblaba la voz—. Ahora está casi vacío.

—Aun así no esperaba encontrar tanta vida —dije, señalando otras construcciones de diferentes tamaños que se esparcían por la orilla.

—Son pequeños templos y lugares de oración para yoguis y peregrinos. Muchos de ellos llevan meses haciendo postraciones para llegar aquí y necesitan reponer fuerzas antes de regresar a sus hogares. No nos causarán ningún problema.

—Sigamos —dispuso Chang—. No quiero estar parado en esta carretera. Además, me ha parecido volver a escuchar el ruido lejano de un helicóptero.

No llegué a saber si era cierto o si, aunque demostrando una buena dosis de sadismo, Chang quería apuntarse algún tanto después de haber perdido protagonismo ante el kampa la noche anterior.

Rodeamos el lago. Desde abajo se confundía con la línea del horizonte, de pronto recta después de cientos de kilómetros de abruptas cumbres, y sólo rota por aquella pirámide blanca de paredes verticales que se elevaba imponente hacia el cielo.

—¡No puedo creerlo! ¡Hemos llegado! —se emocionaba Gyentse sujetándose a mi hombro desde el asiento de atrás—. ¿No te alegras? —me preguntó.

—Claro que sí. Estaba pensando en todo lo que he vivido hasta llegar aquí. Yo tampoco puedo creerlo, te lo aseguro.

Iniciamos el ascenso a lo largo de una senda sinuosa apenas marcada en la tierra. Una vez alcanzamos el portón de la muralla exterior del monasterio supimos por qué sus fundadores habían escogido aquel lugar. Desde allí se controlaban todos los movimientos de quienquiera que se internase en el valle.

De repente escuchamos un chirrido a nuestra espalda. Un novicio tiraba con las dos manos de la gran aldaba de bronce del portón, abriéndolo de par en par. Después permaneció inmóvil a la espera de que hiciésemos algo.

—¿Entro? —preguntó Chang.

Me fijé en el rostro del novicio. Parecía tranquilo. Me volví hacia ambos lados. Por el sendero subía un rebaño de escuálidos yaks cargados con fardos de cuero, seguidos por el pastor enfundado en un manto de pieles. Junto al portón, dos tibetanos nos observaban mientras prendían unas ramas para calentar un puchero. Mostraban la marca del peregrino, un círculo calloso y polvoriento en plena frente. Era extraño el contraste entre todo lo que había ocurrido durante las horas anteriores y aquella repentina paz.

Cruzamos el umbral y aparcamos en un extremo del gran patio principal. Un monje desgarbado salió del edificio más próximo.

—¡Un extranjero! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —Exclamó mientras se acercaba a nosotros.

—No ha sido fácil —contestó Gyentse.

—Siento ser tan descortés —se excusó con él, volviéndose de nuevo hacia mí—. Nunca había tenido la oportunidad de dar la bienvenida a un extranjero. Nadie se adentra hasta esta región. Es un honor para la comunidad recibiros en nuestro viejo monasterio.

—Buscamos al maestro Gyangdrak —dijo Gyentse.

—¿Conocéis al maestro? —se sorprendió.

—No en persona, pero traemos noticias de viejos amigos suyos que a buen seguro estará deseoso de escuchar.

—¿Tenéis amigos en el Tíbet? —preguntó dirigiéndose claramente a mí.

—Solo queremos saludarle —corrigió Gyentse.

—Seguidme.

El monje se adentró en el mismo edificio del que había salido. Recogimos algunas cosas del jeep y fuimos tras él. Chang caminaba un par de metros más atrás, siempre atento a todo lo que ocurría a nuestro alrededor. Para entonces ya nos había demostrado que, yendo más allá de su principal tarea —que no era otra que guiarnos a través de la meseta—, se sentía responsable de lo que nos ocurriese. Al entrar en la estancia atravesó con la mirada a cada uno de los monjes que se habían asomado entre las columnas a curiosear, lo que les obligó a regresar por donde habían venido. Nos detuvimos en el centro de la sala. El que nos acompañaba dio algunas instrucciones a un novicio.

—Esperaremos unos minutos a que os preparen tres habitaciones donde podréis asearos. Esta noche cenaréis con nosotros.

—¿No podemos ver ahora al abad? —le urgió Gyentse.

—En este momento se encuentra en plena meditación y nadie debe interrumpirle.

—Debemos hablar con él cuanto antes —determiné.

El monje caviló durante unos segundos.

—Está bien, pero para cuando pueda atenderos ya habrá oscurecido y no tendréis más remedio que quedaros. —Sonrió de nuevo—. Muchos visitantes utilizan el patio para pasar la noche, pero vosotros dormiréis arriba. ¡Sois amigos del abad!

Mientras hablaba, sus brazos huesudos trazaban un baile hipnotizante. No me gustaba el tono sibilino de su voz ni la extraña mueca permanente de su boca.

—No quiero ser descortés —intervino Gyentse—, pero no es necesario que los novicios preparen nada. Esperaremos aquí mismo.

—Nunca es una molestia recibir a nuestros huéspedes como es debido. Este es un lugar sagrado —continuó pertinaz—. El yogui que fundó este monasterio trepó hasta la cima de la montaña caminando sobre un arco iris nacido de su compasión inagotable hacia todos los seres —explicó, señalando a través de un balconcillo desde el cual se divisaba el lago.

Cogí a Gyentse del brazo y nos alejamos dejándole casi con la palabra en la boca.

—No hables de nuestro viaje si no es con el propio Gyangdrak —le pedí.

—No pensaba hacerlo. ¿Crees que será un reeduca…?

—Preferiría no tener que descubrirlo.

Antes de darnos cuenta y sin que todavía nos hubiésemos reunido con el abad —tal como nos habían advertido —ya se había hecho de noche. Decidimos ir en su busca por nuestra cuenta y, entretanto, husmear el ambiente que se respiraba por el monasterio por si percibíamos la presencia de reeducadores. A pesar de que en Dharamsala nos aseguraron que esta lamasería aún no estaba infectada, la extraña sensación de desasosiego que me había producido el monje de la puerta me llevaba querer comprobarlo por mí mismo. Prefería estar seguro de que no había nada que temer antes de lanzarme a comentar con Gyangdrak el motivo que nos había llevado hasta allí. Y de paso podíamos buscar la biblioteca.

El monasterio era enorme. Subimos y bajamos escaleras y cruzamos patios rodeados hasta por tres pisos de corredores. Caminamos despacio a través de las sombras oscilantes y del incienso, entre paredes decoradas desde el suelo hasta el techo con entes demoníacos que parecían abalanzarse sobre nosotros.

—Son los guardianes protectores —me explicó Gyentse—. Simbolizan las fuerzas que destruyen la ignorancia, la ira y el deseo, las tres lacras que frenan el camino hacia la Iluminación.

—Como los que aparecen representados en las cuartillas que dibujó Singay, alrededor del cartucho que protege los pergaminos sagrados…

—Así es.

—Espero que se pongan de nuestra parte —dije.

Pasamos junto a una habitación ocupada totalmente por un gran altar, con una estatua dorada de Buda en el centro y varias fotografías enmarcadas de grandes lamas muertos. Nada de lo que veía se parecía a los monasterios que había conocido en Dharamsala. Aquéllos, aun cuando estaban construidos por albañiles y artesanos exiliados, apenas eran una mera muestra de las lamaserías originarias del Tíbet. Aquí las estancias olían a telas antiguas, la madera mostraba llagas centenarias, podía respirarse el moho y palparse el eco de los mantras. La piedra, extraída de la propia meseta, había sido torturada mil inviernos por la nieve y mil veces vuelta a pintar de blanco, rojo y negro.

Me asomé con sigilo. Un monje esperaba a que dos peregrinos que se habían postrado en el suelo terminasen sus plegarias. A pesar de su aspecto y de sus ropajes ajados por el viaje debían de pertenecer a alguna familia adinerada, a juzgar por las bolsas repletas de ofrendas y billetes que habían depositado junto al altar. Uno de ellos vino directamente hacia mí. Ya me había puesto en guardia cuando me di cuenta de que llevaba una khata en las manos, un pañuelo blanco de seda que se ofrece en el Tíbet en señal de bienvenida. Dejé que me lo colocase alrededor del cuello y continué andando hasta el final del corredor.

—Estoy nervioso, no puedo evitarlo —me excusé con Gyentse.

Me llevé una mano a los ojos.

—¿De verdad no te ocurre nada más?

—Es ese maldito dolor en las sienes —admití.

—¿Aún persiste?

—Desde que abandoné el campamento nómada tras el ataque de mal de altura no se ha apartado de mí ni un segundo.

—No me habías dicho nada. ¿Te duele constantemente?

—Me tortura constantemente.

—De todo hemos de aprender —se limitó a contestar antes de seguir adelante. Me sentí un tanto abandonado, pero al momento deseché esa idea.

Al cruzar la puerta se abrió ante nosotros una terraza en la que medio centenar de monjes estaban sentados en el suelo en corros de cinco o seis. Se volvieron de súbito hacia nosotros y nos miraron con una mezcla de extrañeza y recelo.

—Se hallan en pleno debate —me explicó Gyentse, cuyos ojos reflejaban la emoción que sentía por estar allí—. Cada uno defiende sus interpretaciones de las enseñanzas.

Era una práctica diaria en los monasterios tibetanos, la preferida de los novicios, porque les alejaba de la soledad de los ratos de estudio y plegarias. Pero los monjes no dedicaban todo el día a los libros y a la oración. Todos tenían asignada alguna tarea según sus habilidades: cocinar, trabajar la albañilería y mantener en buen estado los edificios, sus canalones y ventanas, restaurar las pinturas de los murales, preparar la manteca y las velas para los oficios, dar clase de materias básicas a los más pequeños o cultivar el huerto. Se trataba de una comunidad bien estructurada que tenía que sobrevivir por sí misma. Y que, de un tiempo a esta parte, debía empeñarse aún con más fuerza para que la presión que ejercían los reeducadores no alterase su modo de vida.

—Es conmovedor verles resistir con tanta pasión a pesar de las dificultades —comentó Gyentse—. Pero al mismo tiempo es muy duro. He soñado toda mi vida con este momento, con estar en un monasterio de la meseta. Y sabía cuál era la situación que atravesaban, pero respirarlo, palparlo…

Other books

RR-CDA by Christine d'Abo
Roaring Boys by Judith Cook
Bloodstone by Wagner, Karl Edward
A Fine Balance by Rohinton Mistry
The Witness by Nora Roberts
26 Hours in Paris by Demi Alex
Flight of the Earls by Michael K. Reynolds
Lines and shadows by Joseph Wambaugh