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Authors: Cody McFadyen

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

El hombre sombra (7 page)

BOOK: El hombre sombra
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—Dímelo.

Ella emite un suspiro de resignación.

—Está muerta, Smoky —responde—. La asesinaron en su apartamento. Su hija está viva, pero está en estado catatónico.

Mi mano se queda fláccida debido a la impresión y por poco dejo caer el teléfono.

—¿Dónde estás, Callie? —pregunto con un hilo de voz.

—En el despacho. Vamos a trasladarnos al escenario del crimen, partiremos en un reactor privado dentro de una hora y media.

Aunque la noticia me ha dejado noqueada percibo un ominoso silencio por parte de Callie, como si hubiera algo que no quiere decirme.

—¿Qué me estás ocultando?

Callie vacila unos instantes y vuelve a suspirar.

—El asesino ha dejado un mensaje para ti, cielo.

Guardo silencio unos momentos, tratando de asimilar esas palabras.

—Me reuniré contigo en el despacho —digo. Cuelgo antes de que Callie pueda responder.

Permanezco sentada en el borde de la cama unos minutos. Me cubro la cara con las manos y trato de llorar, pero tengo los ojos secos. Lo cual hace que aún me duela más.

Llego a la oficina a las seis. Las primeras horas de la mañana son el mejor momento para circular en coche por Los Ángeles, cuando las calles aún no están atestadas de tráfico. Buena parte de los conductores vienen de correrse una juerga, o van a correrse una juerga. Conozco bien estos amaneceres. He conducido con niebla y a la luz grisácea del amanecer en multitud de ocasiones, cuando me dirigía al escenario de una muerte cruenta. Como ahora. Durante el trayecto no hago más que pensar en Annie.

Annie y yo nos conocimos en el instituto, cuando ambas teníamos quince años. Ella estaba a punto de convertirse en una ex animadora y yo era un chicazo rebelde que fumaba porros y me atraía el riesgo. Según la jerarquía del instituto, nuestros caminos no estaban destinados a cruzarse. Pero el destino intervino. En todo caso, siempre he creído que fue el destino.

Me vino la regla durante la clase de matemáticas, por lo que tuve que alzar la mano, coger mi bolso y dirigirme apresuradamente al lavabo. Eché a andar por el pasillo sonrojada hasta la raíz del pelo, confiando en no toparme con nadie. Hacía sólo ocho meses que había tenido mi primera menstruación y el tema seguía produciéndome un profundo bochorno.

Me asomé y comprobé con alivio que el lavabo estaba desierto. Entré en uno de los cubículos y cuando me disponía a solventar mi problema oí un lloriqueo que hizo que me quedara helada, con la compresa en la mano. Contuve el aliento y agucé el oído. El lloriqueo se repitió, pero esta vez dio paso a unos sollozos. Había alguien llorando en el segundo cubículo después del mío.

Siempre me han conmovido las personas que sufren. De jovencita, incluso pensé en estudiar veterinaria. Cuando veía a un ave, un perro, un gato o cualquier otro animal vivo que caminara o se arrastrara que estuviera herido, siempre me lo llevaba a casa. La mayoría de las veces, los animales que me llevaba a casa no lograban sobrevivir. Pero a veces sí, y las escasas victorias en esa materia bastaron para mantener viva mi cruzada. Al principio a mis padres les hacía gracia, pero después de la enésima visita de urgencia al veterinario empezaron a cansarse. No obstante, nunca trataron de convencerme para que desistiera de mis intentos de emular a la Madre Teresa.

A medida que me hice mayor, este rasgo caritativo se extendió también a las personas. Cuando veía a una persona maltratada por alguien, aunque me abstenía de intervenir en la pelea, no podía evitar acercarme cuando todo había terminado para comprobar los resultados. Guardaba en mi mochila un pequeño botiquín de primeros auxilios y durante los cursos octavo y noveno repartí un montón de tiritas entre mis compañeros. Este rasgo de mi carácter no me cohibía. Era muy curioso: me horrorizaba tener que salir de clase para ponerme una compresa, pero el hecho de que mis compañeros me tomaran el pelo y me apodaran «la enfermera Smoky» no me avergonzaba lo más mínimo. Sé que fue esa característica la que me llevó a formar parte del FBI. La decisión de perseguir a quienes infringían dolor, a los criminales que disfrutaban infringiéndolo. También sé que lo que vi durante los años sucesivos cambió en cierto modo mi punto de vista. Empecé a dosificar mis cuidados. No tuve más remedio. Mi botiquín de primeros auxilios se convirtió en mi equipo y yo, y las vendas en unas esposas y una celda.

Así pues, cuando me di cuenta de que había alguien llorando en el lavabo, me coloqué de forma apresurada la compresa, olvidando mi turbación, me subí los vaqueros y salí rápidamente. Me detuve frente al cubículo del que procedían los sollozos.

—¿Te ocurre algo?

Los sollozos cesaron, pero la persona que ocupaba el cubículo se sorbió los mocos.

—Vete. Déjame tranquila.

Durante unos momentos no supe qué hacer.

—¿Te has hecho daño?

—¡No! ¡Déjame en paz!

Deduje que no había ninguna herida que requiriera ser atendida con urgencia y decidí seguir el consejo de la voz, pero algo me detuvo. El destino. Me incliné hacia delante, tentativamente, y dije:

—Esto… ¿puedo ayudarte en algo?

—Nadie puede ayudarme —respondió la voz con tristeza.

Inmediatamente después se produjo un silencio, seguido por otro angustioso y desesperado sollozo. Nadie es capaz de llorar como una joven de quince años. Llora con toda su alma, sin reservas, como si quisiera morirse.

—Venga, chica, seguro que tiene solución.

Oí un movimiento y la puerta del cubículo se abrió violentamente. Vi ante mí a una chica rubia, muy guapa, con la cara hinchada. La reconocí enseguida y lamenté no haberle hecho caso cuando me pidió que me fuera. Annie King. La animadora. Una de esas chicas pijas, perfectas, que utilizan su belleza y su tipazo para hacerse las reinas del instituto. No pude evitar pensar eso en aquellos momentos. La había etiquetado y juzgado, aunque odiaba que los demás me juzgaran a mí. Y Annie estaba que echaba chispas.

—¿Y tú qué sabes? —me espetó descargando su furia sobre mí. Yo la miré, sorprendida y estupefacta, demasiado desconcertada para enfurecerme también. De pronto su rostro se crispó y la furia se desvaneció tan rápidamente como había aparecido.

—Ha enseñado mis bragas a todo el mundo —dijo mientras gruesos lagrimones rodaban por sus mejillas—. ¿Cómo tuvo el valor de hacerlo después de lo que me dijo?

—¿Qué? ¿Quién…? ¿Qué es esa historia sobre tus bragas?

A veces, incluso en el instituto, es más fácil hablar con un extraño. Annie se sinceró conmigo durante el rato que estuvimos solas en el lavabo. Resultó que el
quarterback
del equipo de fútbol americano, un tal David Rayborn, había salido con ella durante casi seis meses. Era un chico guapo, inteligente y parecía enamorado. Desde hacía unos meses había tratado de convencerla para que se acostara con él y Annie se había resistido. Pero David parecía sincero en sus declaraciones de amor y hacía unos días Annie había cedido. Él la había tratado con ternura y delicadeza y después de hacer el amor con ella la había abrazado y le había pedido que le regalara sus braguitas en recuerdo de aquel día, asegurándole que sería un secreto entre ellos, que nadie más lo sabría. Una petición un tanto atrevida, pero bonita, romántica. Ahora, al pensar en ello de adulta, me parece absurdo considerarlo de esa forma. Pero cuando tienes quince años…

—Hoy, cuando abandoné el campo de juego después de entrenar, vi a todos los chicos del equipo reunidos allí. David estaba con ellos y me señalaron riendo y burlándose de mí. De pronto él… —A Annie se le descompuso de nuevo el rostro y yo torcí el gesto al imaginar lo que iba a decir—. Les mostró mis braguitas. Como un trofeo. Luego me miró sonriendo, me guiñó el ojo y dijo que era la mejor pieza de su colección.

La animadora rompió a llorar de nuevo, pero entonces lo hizo con todas sus fuerzas. De pronto sus rodillas cedieron y se apoyó en mí, sollozando como si le hubieran partido el corazón y supiera que jamás se recuperaría del disgusto. Tras dudar unos instantes (sólo unos instantes) la abracé mientras Annie lloraba a moco tendido. Allí, en el lavabo, abracé a esa extraña mientras murmuraba con la boca oprimida contra su pelo que todo se arreglaría.

Al cabo de unos minutos los sollozos remitieron y Annie se sorbió los mocos. Cuando se calmó, se apartó y se enjugó la cara. Era incapaz de mirarme, y supuse que se sentía un poco avergonzada.

—Se me ha ocurrido una idea —dije. Fue una decisión espontánea, inexplicable, pero innegablemente acertada—. Vámonos de aquí. Nos tomaremos el resto del día libre.

Annie me miró achicando los ojos.

—¿Propones que hagamos novillos?

Asentí con la cabeza sonriendo.

—Sí. Sólo hoy. Te lo mereces, ¿no crees?

Siempre he pensado que la decisión de Annie en respuesta a la mía fue tan repentina como la mía. Ella ni siquiera sabía cómo me llamaba. Me miró con una pequeña sonrisa.

—De acuerdo —dijo.

Así fue como nos conocimos. Aquel día Annie fumó su primer porro (que yo le ofrecí) y una semana más tarde dejó el equipo de animadoras. Me gustaría poder decir que nos vengamos de David Rayborn, pero no es cierto. Pese a su fama de impresentable, las chicas siguieron enamorándose de él y él siguió llevándose sus braguitas como trofeos. David se convirtió en un
quarterback
estrella, y siguió siéndolo mientras estuvo en el instituto y durante un par de temporadas, cuando fue suplente en un equipo de la liga nacional de fútbol. Cabe decir que eso demuestra que no existe justicia en el mundo, pero también cabe decir que David hizo que Annie y yo entabláramos amistad, una amistad tan maravillosa y valiosa que casi perdoné a David por lo que hizo.

Ella y yo nos compenetrábamos como sólo lo consiguen los soldados que combaten juntos y los adolescentes. Pasábamos todo el tiempo fuera del instituto juntas. Annie me animó a dejar de fumar marihuana, un consejo que seguí porque mis notas habían empeorado sensiblemente. Yo la animé a que volviera a salir con chicos. Fue Annie quien me consoló cuando tuvimos que sacrificar a
Buster
, el perro que me regalaron cuando tenía cinco años. Yo la consolé cuando murió su abuela. Aprendimos a conducir juntas y a librarnos de los apuros en los que nos metíamos mientras crecíamos y nos convertíamos en mujeres adultas.

Annie y yo compartimos una de las relaciones más íntimas que puede mantener una persona: una amistad que perdura mientras pasas de niña a mujer. Una experiencia y unos recuerdos que te acompañan toda la vida, hasta que mueres.

Posteriormente ocurrió lo de siempre. Annie y yo acabamos el instituto. Yo me hice novia de Matt. Ella conoció a un chico y decidió recorrer el país con él antes de ingresar en la universidad. Yo no quise esperar y me matriculé inmediatamente en UCLA. Annie y yo hicimos lo que hace todo el mundo, jurar que nos llamaríamos dos veces a la semana durante el resto de nuestras vidas, y luego hicimos lo que hace todo el mundo, quedar atrapadas en nuestras vidas y no llamarnos durante casi un año.

Un día, al salir de clase, me encontré con ella. Estaba guapísima. Yo sentí una alegría, un dolor y una nostalgia que resonó en mi interior como un acorde pulsado en una guitarra Gibson.

—¿Cómo te va, universitaria? —me preguntó con ojos chispeantes.

No respondí, pero la abracé con fuerza.

Comimos juntas y Annie me contó sus andanzas. Su chico y ella habían recorrido cincuenta estados sin apenas dinero, habían visto y hecho muchas cosas y habían practicado el sexo en multitud de lugares. Annie sonrió enigmáticamente y apoyó la mano en la mesa.

—Mira —dijo.

Al contemplar su anillo de compromiso emití la obligada exclamación de asombro. Annie y yo nos reímos y charlamos sobre el futuro, sobre sus planes de boda. Era como si estuviéramos de nuevo en el instituto.

Yo fui su dama de honor, y Annie la mía. Ella se trasladó a San Francisco con Robert, y Matt y yo nos quedamos en Los Ángeles. Nuestras vidas tomaron rumbos distintos, pero nos llamábamos cada seis u ocho meses, y cada vez que lo hacíamos, era como si regresáramos a ese día en el instituto en que nos conocimos e hicimos novillos, cuando éramos unas jóvenes libres y felices.

Robert resultó ser un cretino, que al cabo de un tiempo abandonó a Annie. Pasados unos años le seguí la pista, confiando en averiguar que se había convertido en un fracasado y un amargado. Pero me enteré de que había muerto en un accidente de tráfico. Jamás supe por qué no me lo dijo Annie.

Cuando empecé a trabajar para el FBI (y trabajaba duramente), las llamadas entre Annie y yo se espaciaron y sólo hablábamos por teléfono una vez al año. Luego una vez cada año y medio. Yo accedí a ser la madrina de su hija, pero me avergüenza confesar que sólo vi a la niña en una ocasión, y Annie no llegó a conocer a la mía. ¿Qué puedo decir? La vida siguió implacable su curso, como siempre.

Algunos no lo comprenderían. Me tiene sin cuidado. Sólo sé que tanto si nos llamábamos cada seis meses como si lo hacíamos cada dos años, cada vez que Annie y yo hablábamos era como si el tiempo no hubiera transcurrido.

Su padre murió hace unos tres años. Yo fui a verla y me quedé una semana en su casa para ayudarla. Mejor dicho, para tratar de ayudarla. Annie había envejecido y se sentía agotada y abatida. Recuerdo una ironía que me llamó la atención: el dolor y la edad habían intensificado su belleza. La noche después del funeral, después de haber acostado a su hija, Annie y yo nos sentamos en el suelo de su dormitorio y ella lloró en mis brazos mientras yo murmuraba unas frases de consuelo con la boca oprimida contra su pelo.

Cuando Matt murió, Annie no me llamó, pero no me chocó. Ella tenía una manía: detestaba enterarse de las noticias, ya fuera por los periódicos o la televisión, y yo no la llamé para contarle lo ocurrido. Aún no me explico por qué.

Cuando me dirigía a las oficinas del FBI, pensé en Annie. Pensé en mi reacción al enterarme de su muerte. Me sentí muy triste. Desolada. Pero no experimenté una profunda consternación emocional, como habría sido previsible.

Acabo de darme cuenta de que he perdido toda mi juventud. El amor de mi juventud, la amiga de mi juventud. Ambos han desaparecido. Es posible que el haber perdido a Matt y a Alexa fuera un golpe demasiado brutal. Quizá por eso no siento la muerte de Annie tanto como debería.

Quizás haya perdido la capacidad de experimentar dolor.

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