Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Pero la causa fundamental de la agitación general era, en el fondo, la misma. En el frente Ko, no había sucedido nada de particular últimamente. Peor aún, había una angustiosa escasez de información operativa. Smiley y Guillam se presentaban en el Anexo cada día, a las diez en punto, y salían cada día menos satisfechos. La línea telefónica particular de Tiu estaba controlada, y la de Lizzie Worthington también. Las grabaciones se supervisaban
in situ y
luego se enviaban a Londres para un estudio detallado. Jerry había ordeñado a Charlie Mariscal un miércoles. El viernes, Charlie estaba lo bastante recuperado del mal trago como para telefonear a Tiu desde Bangkok y abrirle su corazón. Pero, después de escuchar durante menos de treinta segundos, Tiu le cortó ordenándole que se pusiera «en contacto con Harry inmediatamente», lo que dejó desconcertado a todo el mundo: nadie tenía ningún Harry por ningún sitio. El sábado, hubo drama porque los que controlaban el teléfono personal de Ko le oyeron cancelar su partida de golf habitual de los domingos por la mañana con el señor Arpego. Ko pretextó un importante compromiso de negocios. ¡Ya estaba! ¡Había llegado el momento! Al día siguiente, con consentimiento de Smiley, los primos de Hong Kong situaron una furgoneta de vigilancia, dos coches y una Honda detrás del Rolls Royce de Ko en cuanto entró en la ciudad. ¿Qué misión secreta, a las cinco y media de una mañana de domingo, era tan importante para que Ko abandonase su partida semanal de golf? La respuesta resultó ser su adivinador del futuro, un venerable anciano swatownés que operaba en un mísero templo de los espíritus en una callejuela lateral de Hollywood Road. Ko pasó más de una hora con él y luego volvió a casa, y aunque un muchacho concienzudo de una de las furgonetas de los primos colocó un micrófono dirigido oculto en la ventana del templo y lo dejó allí toda la sesión, los únicos sonidos que registró, aparte de los del tráfico, fueron los cacareos del gallinero del viejo. Cuando volvieron al Circus, convocaron a di Salis. ¿A qué demonios podía ir alguien a un adivinador del futuro a las seis de la mañana, y menos aún un millonario?
Muy satisfecho de su perplejidad, di Salis se rascó la cabeza, encantado. Un individuo de la posición de Ko era lógico que desease ser el primer cliente del día del adivinador, explicó, cuando la mente del gran hombre estaba aún despejada y clara para recibir los mensajes de los espíritus.
Luego, no pasó nada en cinco semanas. Nada. Los controles del teléfono y del correo proporcionaron gran cantidad de materia prima indigerible que una vez cribada no proporcionó ni un solo dato interesante. Entretanto, se aproximaba cada vez más el plazo artificial impuesto por los del Ejecutivo, y pronto se abriría la veda de Ko para cualquiera que pudiese echarle algo encima.
Sin embargo, Smiley se mantuvo firme. Soportó todas las recriminaciones, tanto por su manejo del caso como por la actuación de Jerry. Habían sacudido el árbol, sostenía. Ko estaba asustado, el tiempo demostraría que tenían razón. No se dejó empujar a un gesto dramático con Martello, y permaneció resueltamente fiel a los términos del acuerdo que había esbozado en su carta, y del que había una copia en poder de Lacon. Se negó también, tal como le permitía su acuerdo, a cualquier discusión de detalles operativos, ni sobre Dios ni sobre las fuerzas de la lógica, ni menos aún sobre las de Ko, salvo en lo relativo a temas de protocolo o de jurisdicción local. Ceder en esto, lo sabía muy bien, no habría significado más que proporcionar a los que dudaban nuevas municiones con que liquidarle.
Mantuvo esta actitud cinco semanas y el día trigesimosexto Dios o las fuerzas de la lógica o, mejor, las fuerzas de la química humana de Ko, ofrendaron a Smiley un consuelo notable, aunque misterioso. Ko se hizo a la mar. Acompañado de Tiu y de un chino desconocido, identificado más tarde como el capitán de su flota de juncos, Ko se pasó la mayor parte de los tres días siguientes recorriendo las islas próximas a Hong Kong, regresando todos los días al oscurecer. No se supo en principio adonde iba. Martello propuso una serie de vuelos de helicóptero para rastrear su ruta, pero Smiley rechazó de plano tal propuesta. La vigilancia estática desde el muelle confirmó que parecían salir y volver por una ruta distinta cada día, nada más. Y el último, el cuarto, el barco no volvió.
Pánico. ¿Dónde estaba el barco? Los jefes de Martello de Langley, Virginia, perdieron el control por completo y decidieron que Ko y el
Almirante Nelson
se habían extraviado deliberadamente, penetrando en aguas chinas. Incluso que habían sido secuestrados. No volverían a ver a Ko, y Enderby, que se desmoronaba a toda prisa, llegó incluso a telefonear a Smiley y a decirle que sería «culpa tuya si Ko aparece en Pekín gritando que estaban acosándole los Servicios Secretos». Hasta Smiley, durante un día torturante, se preguntaba en secreto si, contra toda lógica, Ko habría decidido realmente ir a reunirse con su hermano.
Luego, claro, a la mañana siguiente temprano, apareció de nuevo la lancha tranquilamente en el puerto principal, con aspecto de regresar de una regata, y Ko bajó la pasarela muy contento seguido de su hermosa Liese, cuyo pelo de oro brillaba a la luz del sol como un anuncio de jabón.
Fue esta información la que, tras mucho pensar y tras una nueva y detallada lectura de la ficha de Ko (por no mencionar el tenso y prolongado debate con Connie y di Salis) impulsó a Smiley a tomar dos decisiones a la vez, o, en jerga de jugador, a jugar las dos únicas cartas que le quedaban.
Uno: Jerry debía pasar a la «última etapa» con lo que se refería a Ricardo. Esperaba que este paso mantuviese la presión sobre Ko, y proporcionase a éste, si es que la necesitaba en realidad, la prueba definitiva de que debía actuar.
Dos: Sam Collins debía «entrar».
A esta segunda decisión llegó tras consultar únicamente con Connie Sachs. No se menciona esto en el expediente principal de Jerry, sino sólo en un apéndice secreto entregado más tarde, con supresiones, para un examen más amplio.
Los efectos negativos que en Jerry tuvieron estas dilaciones y dudas son algo que ni el mejor jefe de servicios secretos del mundo podría haber incluido en sus cálculos. El tener conciencia del asunto es algo muy distinto… y Smiley la tenía, sin duda, y hasta tomó ciertas medidas preventivas. Pero guiarse por él, situarlo en el mismo plano que los factores de alta política con que le asediaban día tras día, habría sido totalmente irresponsable. Sin prioridades, un general no es nada.
Sigue en pie el hecho de que Saigón era el peor lugar del mundo para que se pasease Jerry. Periódicamente, a medida que las dilaciones se prolongaban, se hablaba en el Circus de enviarle a otro sitio menos insalubre, a Singapur, por ejemplo, o a Kuala Lumpur, pero los argumentos de conveniencia y cobertura siempre le dejaban donde estaba: además, todo podía cambiar al día siguiente. Estaba, por otra parte, la cuestión de su seguridad personal. En Hong Kong no podía ni pensarse, y tanto en Singapur como en Bangkok era seguro, que la influencia sería fuerte. Luego, de nuevo la cobertura: con el derrumbe próximo, ¿qué sitio más lógico que Saigón? Sin embargo, Jerry vivía una semi vida en una semi ciudad. Durante cuarenta años, más o menos, la guerra había sido la principal industria de Saigón, pero la retirada norteamericana del setenta y tres había provocado una depresión económica de la que, al final, nunca llegó a recuperarse del todo, de modo que incluso este acto final tan esperado, con su reparto de millones de actores, estaba representándose para un público muy escaso. Incluso cuando hacía sus excursiones obligatorias al extremo activo de la lucha, Jerry tenía la sensación de contemplar un partido de criquet estropeado por la lluvia cuyos participantes sólo querían volver al pabellón. El Circus le prohibió salir de Saigón basándose en que podría necesitársele en otro sitio en cualquier momento, pero la orden, si la hubiese cumplido literalmente, le habría hecho parecer ridículo, y se la saltó. Xuan Loc era un aburrido pueblo del caucho— francés situado a unos setenta y cinco kilómetros, en lo que era ya el perímetro táctico de la ciudad. Pero aquélla era una guerra completamente distinta de la de Fnom Penh, más técnica y más europea en la inspiración. Los khmers rojos no tenían ejército, pero los norvietnamitas tenían tanques rusos y artillería de ciento treinta milímetros que manejaban siguiendo la pauta rusa clásica, rueda con rueda, como si estuviesen a punto de lanzarse sobre Berlín a las órdenes del mariscal Zhukov, y nada hubiese de moverse hasta que estuviese montado y cargado el último cañón. Encontró el pueblo semidesierto y la iglesia católica vacía, salvo por un sacerdote francés.
—
C’est terminé —
le explicó, con sencillez el sacerdote. Los sudvietnamitas harían lo que siempre habían hecho, dijo. Detendrían el avance y luego darían vuelta y echarían a correr.
Tomaron vino juntos, contemplando la plaza vacía.
Jerry hizo un artículo explicando que la descomposición era irreversible esta vez y Stubbie lo colgó del clavo con un lacónico: «Prefiero gente a profecías. Stubbs.»
De vuelta a Saigón, en las escaleras del Hotel Caravelle, niños mendigos vendían inútiles guirnaldas de flores. Jerry les dio dinero y aceptó las flores para no ofenderles, luego las tiró en la papelera de su habitación. Se sentó abajo y picaron en el cristal de la ventana y le vendieron
Stars and Stripes.
En los bares vacíos donde bebía, las chicas se amontonaban a su alrededor desesperadas como si él fuese la última oportunidad antes del fin. Sólo la policía estaba en su elemento. Aparecían por todas las esquinas, con sus cascos blancos y sus flamantes guantes blancos, como si esperasen ya dirigir el tráfico del enemigo victorioso cuando llegase. Iban en jeeps blancos como monarcas entre los refugiados de las aceras, con sus jaulas de gallinas. Jerry volvió a la habitación del hotel y llamó Hercule, el vietnamita favorito de Jerry, al que había procurado evitar por todos los medios. Hercule, como se hacía llamar, era contrario al conservadurismo del orden establecido y anti—Thieu y había estado ganándose bastante bien la vida suministrando información a los periodistas británicos sobre el Vietcong, basándose en el dudoso argumento de que los británicos no estaban implicados en la guerra.
—¡Los británicos son amigos míos! ¡Sácame de aquí! Necesito documentos. ¡Necesito dinero! —suplicó por teléfono.
—Prueba con los norteamericanos —dijo Jerry, y colgó, desesperado.
La oficina de la Reuter, a la que Jerry fue a facturar su pobre artículo, nacido muerto, era un monumento a los héroes olvidados y al romanticismo del fracaso. Bajo los cristales de las mesas yacían las cabezas fotografiadas de muchachos desgreñados, en las paredes había comunicados de rechazo de artículos y muestras de la cólera de los directores; en el aire, un hedor a papel de periódico viejo y la sensación Algún—lugar—de—Inglaterra de habitación provisional que encierra la nostalgia secreta de todo corresponsal exiliado. Había una agencia de viajes justo a la vuelta de la esquina, y luego resultó que Jerry había encargado dos veces en aquel período billetes para Hong Kong allí y que no había aparecido después por el aeropuerto. Atendía a Jerry un afanoso y joven primo llamado Pike que tenía cobertura de Información y que iba de vez en cuando al hotel con mensajes en sobres amarillos, en los que decía Prensa Urgente para autenticidad. Pero el mensaje que iba dentro era siempre el mismo: Ninguna decisión, esperar, ninguna decisión. Leyó a Ford Madox Ford y una novela verdaderamente horrible sobre el viejo Hong Kong. Leyó a Green y a Conrad y a T. E. Lawrence, y seguía sin llegar ninguna noticia. Los bombardeos eran más desagradables de noche, se respiraba el pánico por todas partes, como una plaga en expansión.
Atendiendo al «gente sí, profecías no» de Stubbie, bajó hasta la Embajada norteamericana, donde había más de diez mil vietnamitas aporreando las puertas e intentando demostrar su ciudadanía norteamericana. Mientras él estaba allí mirando, apareció en un jeep un oficial sudvietnamita que se bajó de un salto y empezó a gritar a las mujeres, llamándolas putas y traidoras… eligiendo, en realidad, a un grupo de auténticas esposas norteamericanas que hubieron de soportar la peor parte.
Jerry envió otro artículo y de nuevo Stubbs lo rechazó, lo cual aumentó, sin duda, la depresión de Jerry.
Unos cuantos días después, los planificadores del Circus perdieron la serenidad. Al ver que el derrumbe continuaba y empeoraba, dieron orden a Jerry de coger de inmediato un avión para Vientiane y permanecer allí sin dejarse ver hasta que el cartero de los primos le dijese otra cosa. Y allá se fue y cogió una habitación en el Constellation, donde tanto le había gustado alternar a Lizzie y bebió en el bar donde tanto le había gustado beber a Lizzie, y charló con Maurice, el propietario, y esperó. El bar era de hormigón, de sesenta centímetros de espesor, de modo que en caso de necesidad podría servir como refugio antiaéreo o posición de tiro. Todas las noches, en el lúgubre comedor contiguo, comía y bebía melindrosamente un viejo
colon,
la servilleta al cuello. Jerry se sentaba en otra mesa y leía. Eran siempre los únicos comensales y no hablaban jamás. En las calles, los pathet laos (que habían bajado hacía poco de las montañas) caminaban muy disciplinados en parejas, con gorras y guerreras maoístas, evitando las miradas de las chicas. Les habían cedido el control de las villas de la carretera y las de las esquinas, hasta el aeropuerto. Acampaban en tiendas inmaculadas que sobresalían por los muros de los descuidados jardines.
—¿Resultará la coalición? —preguntó Jerry a Maurice en una ocasión.
Maurice no era un político.
—Las cosas son como son —contestó, con un acento francés teatral, y entregó en silencio a Jerry un bolígrafo como consuelo. Tenía escrito en él una palabra:
Lowenbräu.
Maurice tenía la exclusiva de la marca para todo Laos, y vendía, al parecer, varias botellas al año. Jerry procuró por todos los medios no pasar por la calle donde estaban las oficinas de Indocharter, lo mismo que no se permitía echar un vistazo, siquiera por curiosidad, a la choza de pulgas de las afueras de la ciudad, que, según testimonio de Charlie Mariscal, había albergado su
ménage à trois.
Maurice dijo, cuando Jerry se lo preguntó, que quedaban ya muy pocos chinos en la ciudad. «A los chinos no les gusta», dijo, con otra sonrisa, indicando con la cabeza al pathet lao que había fuera, en la acera.