Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—¿Qué está usted diciéndole?
—Le explico los principios de la democracia.
—¿Y cuáles son?
—Ni comunismo ni generales —contestó, con una carcajada.
Giraron a la derecha en la carretera principal y siguieron más hacia el interior; Mickey les seguía en el Ford rojo.
—Tratar con Bangkok es como gatear a ese árbol grande —le dijo el coronel a Jerry, interrumpiéndose para señalar el bosque—. Gateas hasta una rama, subes un poco, vas cambiando de rama, la rama se rompe, subes otra vez… un día puede que llegues hasta el general en jefe. O puede que no llegues nunca.
Dos niños pequeños les hicieron señas para que pararan y el coronel paró y les dejó subir atrás, al lado del muchacho.
—No lo hago muchas veces —dijo, con otra súbita sonrisa—. Lo hago para demostrarle a usted que soy buena persona. Si los CT saben que paras para llevar a los chicos, ponen chicos para pararte. Tienes que variar. Así puedes seguir vivo.
Había girado de nuevo hacia el bosque. Recorrieron unos kilómetros y dejaron a los críos, pero no al ceñudo muchacho. Cesaron los árboles y empezó un terreno desolado de matojos. El cielo se hizo blanco y las sombras de los cerros asomaban entre la niebla.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Jerry.
—¿Él? Es un CT —dijo el coronel—. Le capturamos.
Jerry vio un relampagueo dorado en el bosque, pero era sólo un
wat.
—
La semana pasada —continuó el coronel—, uno de mis policías se hizo confidente de los CT. Le mandé de patrulla, le liquidé y le convertí en un gran héroe. A su mujer le asigno una pensión, compro una bandera grande para el cadáver, hago un gran funeral y el pueblo se hace un poco más rico. Ese individuo ya no es un confidente. Es un héroe popular. Hay que conseguir ganar el corazón y el pensamiento de la gente.
—Sin duda —confirmó Jerry.
Habían llegado a un campo seco y amplio; dos mujeres cavaban en el centro y no había nadie más a la vista, salvo un seto lejano y un rocoso territorio de dunas que se desvanecía en el cielo blanco. Dejando a Mickey en el Ford, Jerry y el coronel empezaron a cruzar el campo, con el muchacho ceñudo tras ellos.
—¿Usted es inglés?
—Sí.
—Yo estuve en la academia internacional de policía de Washington —dijo el coronel—. Un sitio bárbaro. Estudié procedimiento ejecutivo en la Universidad estatal de Michigan. Fue un curso magnífico. ¿Quiere usted separarse un poco de mí? —pidió cortésmente, mientras seguían con mucho cuidado por un surco—. Me disparan a mí, no a usted. Si le tiran a un
farang,
se echan encima demasiados problemas. Y ellos no quieren eso. En mi territorio, nadie le tira a un
farang.
Había llegado adonde estaban las mujeres. El coronel les habló, caminó un trecho, se detuvo, volvió la vista hacia el muchacho ceñudo y volvió a las mujeres y les habló por segunda vez.
—¿Qué pasa? —dijo Jerry.
—Les pregunto si hay por aquí algún CT. Me dicen que no. Luego yo pienso: quizás los CT quieran rescatar a este muchacho. Así que doy vuelta y les digo: «Si hay algún problema, matamos primero a las mujeres, a vosotras.»
Habían llegado al seto. Delante de ellos se extendían las dunas, salpicadas de grandes matorrales y palmas como hojas de espada. El coronel abocinó la boca con las manos y gritó hasta que llegó la respuesta.
—Aprendí esto en la selva —explicó, con otra sonrisa—. Cuando estás en la selva, hay que llamar primero siempre.
—¿Qué selva fue ésa? —preguntó Jerry.
—No se separe de mí ahora, por favor. Cuando me hable, sonría. Les gusta ver que uno está tranquilo.
Llegaron a un riachuelo. A su alrededor cien hombres y muchachos, o quizás más, picaban piedra indiferentes con picos y azadas, o transportaban sacos de cemento de un gran montón a otro. Un puñado de policías armados les vigilaban perezosamente. El coronel llamó al muchacho y le habló y el muchacho bajó la cabeza y el coronel le pegó un buen cachete. El muchacho murmuró algo y el coronel volvió a pegarle. Luego, le dio una palmada en el hombro, tras lo cual se escabulló, como un pájaro liberado, pero tullido, y fue a reunirse con los demás trabajadores.
—Tú escribes sobre los CT. Escribe también sobre mi presa —ordenó el coronel, mientras iniciaban el paseo de vuelta—. Vamos a convertir todo esto en pastos excelentes. Le pondrán mi nombre.
—¿En qué selva luchó usted? —repitió Jerry mientras regresaban.
—Laos. Una guerra muy dura.
—¿Voluntario?
—Claro. Tenía hijos, necesitaba dinero. Fui PARU. ¿Sabe lo que es? Lo llevaban los norteamericanos. Lo hacían ellos. Yo escribo una carta dimitiendo de la policía tailandesa. Ellos la meten en un cajón. Si me matan, sacan la carta y demuestran que dimití antes de ir de PARU.
—¿Fue allí donde conoció a Ricardo?
—Claro. Ricardo amigo mío. Combatimos juntos, matamos a mucha mala gente.
—Yo quiero verle —dijo Jerry—. Conocí a una chica suya en Saigón. Ella me dijo que él vivía por aquí. Quiero proponerle un negocio.
Pasaron de nuevo delante de las mujeres. El coronel les dijo adiós, pero ellas le ignoraron. Jerry estaba mirándole a la cara, pero era como si mirase una de las piedras de las dunas. El coronel subió al jeep. Jerry subió tras él.
—Pensé que quizás usted pudiera llevarme hasta él. Podría incluso hacerle rico por una temporada.
—¿Esto es para el periódico?
—Es particular.
—¿Un asunto particular? —preguntó el coronel.
—Eso mismo.
Cuando volvían por la carretera, aparecieron dos camiones amarillos con hormigoneras y el coronel tuvo que dar marcha atrás para dejarles paso. Jerry se fijó, automáticamente, en la inscripción que llevaban en los laterales amarillos. Y, al hacerlo, advirtió que el coronel le observaba. Siguieron hacia el interior, a todo lo que daba el jeep, para frustrar las malas intenciones de cualquiera a lo largo del camino. Mickey les seguía fielmente.
—Ricardo es amigo mío y éste es mi territorio —repitió el coronel en su excelente norteamericano.
Aunque familiar, la frase esta vez era una advertencia clara y explícita.
—Vive aquí bajo mi protección —continuó el coronel—. Por un acuerdo que tenemos. Aquí eso lo sabe todo el mundo. Lo saben los aldeanos, y lo saben los CT. Si alguien se metiese con Ricardo, yo liquidaría a todos los CT que trabajan en la presa.
Al desviarse de la carretera principal y entrar en el camino de tierra, Jerry vio en el asfalto las huellas de las ruedas de un avión pequeño.
—¿Es aquí dónde aterriza?
—Sólo en la temporada de las lluvias.
El coronel siguió bosquejando su posición ética en aquel asunto.
—Si Ricardo le mata a usted, es asunto suyo. Un
farang
mata a otro en mi territorio Eso es natural.
Era como si estuviera explicando aritmética elemental a un niño.
—Ricardo es amigo mío —repitió, sin embarazo—. Camarada mío.
—¿Le espera?
—Préstele atención, por favor. El capitán Ricardo a veces es un hombre enfermo.
Tiu le proporcionó un sitio especial,
había dicho Charlie Mariscal.
Un sitio a donde sólo pueden ir los locos. Tiu va y le dice: «Tú sigues vivo, tienes el avión, haces de vigilante para Charlie Mariscal siempre que quieras. Llevas dinero para él, le cubres las espaldas, si eso es lo que quiere Charlie. Ese es el trato y Drake Ko nunca rompe un trato», le dice. Pero si Ric causa problemas, o si estropea el asunto, o si se va de la lengua sobre ciertos asuntos, Tiu y su gente matan a ese chiflado cabrón tan concienzudamente que jamás volverá a saber quién es.
«¿Y por qué no coge Ric el avión y escapa?»,
había preguntado Jerry.
Tiu le quitó el pasaporte, Voltaire. Tiu paga las deudas de Ric y le compra sus empresas y su ficha policial. Tiu le cuelga unas cincuenta toneladas de opio y tiene las pruebas listas para los de narcóticos por si las necesita alguna vez. Ric puede irse cuando quiera. Tienen cárceles esperando por él en todo el mundo.
La casa se alzaba sobre pilares en el centro de un camino de tierra ancho y estaba rodeada de una galería y tenía al lado un arroyuelo; abajo había dos muchachas tailandesas, una alimentaba a su bebé mientras la otra revolvía una olla. Detrás de la casa, había un campo liso y pardo, con un cobertizo en un extremo lo bastante grande para albergar un avión pequeño (un Beechcraft, por ejemplo) y al fondo del campo había un rastro plateado de hierba aplastada, donde podría haber aterrizado uno hacía poco. No había árboles cerca de la casa, que se alzaba sobre una pequeña elevación del terreno. Tenía vistas a todo alrededor y anchas ventanas, no muy altas, que Jerry sospechó modificadas para que hubiese buen ángulo de tiro desde el interior. Cerca de la casa, el coronel le dijo a Jerry que se fuera y volvió con él hasta el coche de Mickey. Habló con éste y Mickey salió rápidamente del coche y abrió el maletero. El coronel buscó debajo del asiento y sacó la pistola de Mickey y la tiró despectivamente al interior del jeep. Hizo una seña a Jerry, luego a Mickey y luego revisó el coche. Luego les dijo a los dos que esperasen y subió las escaleras hasta la primera planta. Las chicas le ignoraron.
—El buen coronel —dijo Mickey.
Esperaron.
—Inglaterra país rico —dijo Mickey.
—Inglaterra es un país muy
pobre —
replicó Jerry, mientras seguían observando la casa.
—País pobre, gente rica —dijo Mickey.
Aún seguía estremeciéndose de risa por tan excelente chiste, cuando el coronel salió de la casa, subió al jeep y se alejó.
—Espera aquí —dijo Jerry.
Y caminó despacio hasta el pie de las escaleras, hizo bocina con las manos en la boca y dijo, hacia arriba:
—Me llamo Westerby. Quizás recuerdes que disparaste contra mí en Fnom Penh hace una semana. Soy un periodista pobre con ideas caras.
—¿Qué quieres, Voltaire? Me dijeron que ya estabas muerto.
Una voz latinoamericana, profunda y vivaz, desde la oscuridad de arriba.
—Quiero chantajear a Drake Ko. Estoy seguro de que entre los dos podríamos sacarle un par de millones y tú podrías comprar tu libertad.
Jerry vio en la oscuridad de la trampilla que había sobre él, un cañón de fusil, como el ojo de un cíclope, que pestañeó y luego asentó su mirada en él de nuevo.
—
Cada uno —
dijo Jerry—. Dos para ti, dos para mí. Lo tengo todo preparado. Con mi inteligencia, tu información y la figura de Lizzie Worthington, estoy seguro de que no habrá problema.
Empezó a subir las escaletas despacio. Voltaire, pensó. Charlie Mariscal no se dormía a la hora de correr la voz. En cuanto a lo de estar ya muerto… démosle un poco de tiempo, pensó.
Mientras subía por la trampilla, Jerry pasó de la oscuridad a la luz, y la voz latinoamericana dijo: «Quieto ahí.» Jerry hizo lo que le decían y pudo echar un vistazo a la habitación, que era una mezcla de pequeño museo militar y un PX norteamericano. En la mesa central, sobre un trípode, había un AK47 similar al que había utilizado ya Ricardo para disparar contra él, y tal como había sospechado Jerry, cubría los cuatro ángulos a través de las ventanas. Por si acaso no los cubría, había un par de reserva, y junto a cada arma, una aceptable reserva de municiones. Por allí había granadas como fruta, en grupos de tres y cuatro, y en el espantoso mueble bar de nogal, bajo una efigie en plástico de la Virgen, había una colección de pistolas y automáticas suficiente para cubrir cualquier eventualidad. Sólo había una habitación, pero era grande, con una cama baja que tenía los extremos lacados y Jerry perdió tontamente unos instantes preguntándose cómo demonios habría podido meter Ricardo todo aquello en su Beechcraft. Había dos neveras y una máquina de hacer hielo y cuadros al óleo laboriosamente pintados de tailandesas desnudas, trazados con ese tipo de inexactitud erótica que normalmente proviene de un escasísimo conocimiento del tema. Había un archivador con una Luger encima y una estantería con libros sobre derecho mercantil, tasas internacionales y técnica sexual. De las paredes colgaban varios iconos, de santos, de la Virgen y del Niño Jesús, sin duda tallados en la localidad. En el suelo, había un artilugio de acero que sostenía una barca de remos, con asiento móvil para mantenerse en forma.
En el centro de todo esto, en una actitud muy parecida a aquella con que Jerry le había visto por primera vez, se sentaba Ricardo en un sillón giratorio de alto ejecutivo, con sus brazaletes de la CIA y un
sharong
y una cruz de oro sobre el hermoso pecho desnudo. No tenía la barba tan tupida como cuando le había visto Jerry y sospechó que las chicas se la habían recortado. Iba descubierto y llevaba recogido con un anillito dorado en la nuca el pelo, negro y rizado. Era ancho de hombros y musculoso, de piel tostada y aceitosa y pecho velludo.
Tenía también una botella de whisky al lado y una jarra de agua, pero no tenía hielo, porque no había electricidad para las neveras.
—Quítate la chaqueta, Voltaire, por favor —ordenó Ricardo.
Jerry lo hizo y Ricardo se levantó con un suspiro y cogió una automática de la mesa y dio una vuelta despacio alrededor de Jerry, examinando su cuerpo mientras le tanteaba suavemente buscando armas.
—¿Juegas al tenis, eh? —comentó, pasándole una mano muy levemente por la espalda—. Charlie dijo que tenías músculos de gorila.
Pero en realidad Ricardo sólo hablaba para sí mismo.
—A mí me gusta muchísimo el tenis. Soy un jugador buenísimo. Siempre gano. Por desgracia, aquí tengo pocas ocasiones de jugar.
Y, tras decir esto, volvió a sentarse.
—A veces —continuó—, uno tiene que esconderse con el enemigo para librarse de los amigos. Yo monto a caballo, boxeo, tiro. Tengo títulos universitarios, piloto un avión, sé un montón de cosas de la vida, soy muy inteligente; pero, a causa de circunstancias imprevistas, vivo en la selva igual que un mono.
Tenía la automática despreocupadamente asida con la mano izquierda.
—¿Eso es lo que tú llamas un paranoico, Voltaire? ¿Llamas paranoico al que cree que todos son enemigos suyos?
—Hombre, yo creo que es eso, en realidad.
Para pronunciar la frase trillada que siguió, Ricardo puso un dedo sobre su aceitoso y bronceado pecho.
—Pues este paranoico tiene enemigos reales —dijo.
—Con dos millones de billetes —dijo Jerry, aún sin moverse de donde le había dejado Ricardo— estoy seguro de que podrían desaparecer la mayoría.