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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (40 page)

BOOK: El inventor de historias
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Aquella madrugada recordó aquellas incursiones en los barcos que venían del otro lado del mundo, y al mismo tiempo que rememoraba el olor incomparable de los puros que compraba el abuelo se preguntó cómo sería la tierra generosa que alumbraba aquellos frutos aromáticos. Recordó entonces las conversaciones con los marineros que regresaban del viaje de Colón hablando por los codos de la tierra de las maravillas, donde el mundo era nuevo y los cielos limpísimos, y las mujeres más bellas del mundo desgranaban sin prisa la flor del tabaco. Y de pronto, como si se tratase de una revelación prodigiosa, Pedro Almeiras supo que su destino estaba en tierras de ultramar. Esa misma noche zarpó en un barco con destino a La Habana con la intención de construir su propia historia en un lugar distinto, donde nadie supiese nada de él, donde pudiese cultivar a sus anchas el respeto por la verdad y el recuerdo querido del abuelo muerto.

La primera noche pasada en el mar estuvo marcada por los peores presagios: al salir de puerto el barco se vio envuelto en una tormenta cuya furia sorprendió incluso a los marineros más avezados, y los muebles de a bordo resbalaban por el suelo inclinado de la nave mientras los pasajeros aterrados rezaban en grupo y esperaban su fin. Sin embargo, con las primeras luces del alba el mar recobró una calma milagrosa, y el cielo se hizo azul y el aire puro. El barco recuperó su ritmo pacífico y los viajeros que habían pasado la noche en vela temiendo por sus vidas y por sus almas, porque habían aceptado ya la certeza de morir sin confesión, sintieron que un Dios generoso había decidido regalar a todos una segunda oportunidad. Después de la larga noche sin sueño, el cansancio fue venciendo a todos, y uno por uno fueron entrando en sus camarotes para recuperarse de la obligada vigilia. Sólo Pedro Almeiras salió a cubierta, galvanizado quizá por el óptimo giro de las condiciones meteorológicas, por el brillo del sol y el color azulísimo del cielo. Paseó en solitario por el buque desierto, acompañado sólo por el chillido de las gaviotas (cuya presencia le sorprendió, porque estaban ya muy lejos de tierra firme) y el golpe débil del agua en el casco de la nave. Estaba a punto de regresar a su camarote para descansar un poco cuando reparó en la presencia de otro viajero: era un hombre de edad mediana cuyo rostro resultó a Pedro vagamente familiar, que se arrebujaba en un gabán algo gastado y lucía una barba espesa que empezaba a encanecer en los cañones. El desconocido saludó a Pedro con una leve inclinación de cabeza, y él correspondió a su saludo con una sonrisa porque había algo decididamente amable en aquel rostro barbado.

—Parece que tenemos mejor tiempo. —Fue Pedro quien habló, y el otro hombre sonrió asintiendo.

—Pedro Almeiras —dijo al extraño, tendiéndole la mano.

—¿Cómo estás, Pedro? Soy tu abuelo Henrique —Pedro dio un paso atrás—, no te extrañe notarme cambiado. Para la eternidad, uno escoge la edad que quiere. Tenía casi setenta años cuando ingresé en el otro mundo, así que me quité unos cuantos. Debo tener unos treinta y cinco, más o menos, y es un alivio saber que no voy a cumplir más. ¿Sabes que he vuelto a montar a caballo?

El supuesto nieto estaba blanco como el papel.

—¿Eres un fantasma?

El otro se encogió de hombros.

—Eso me temo. Pero, si no te importa, prefiero la palabra espíritu. Es menos dramática. —Se pasó la mano por la frente—. He venido a decirte adiós… y también que has hecho lo correcto dejando tu casa. Tu padre siempre tuvo la cabeza hueca… pero lo de tu boda con la hija del inglés es demasiado incluso para él, que nunca mostró muchas luces. Te gustará La Habana, ya lo verás. Y qué cigarros encontrarás allí, Pedro. Los mejores del mundo. Recuerda cómo los fumaba yo: sin ninguna prisa y dejando que la ceniza se desprenda sola sin apurarla con golpes. Eso es cosa de fumadores aficionados.

—Yo no he fumado en mi vida.

—Ya lo sé, pero tampoco has estado en Cuba. —Se ciñó el gabán un poco más—. Se me acaba el tiempo, Pedro. Tengo que irme. Sólo quiero desearte suerte y buena memoria. La suerte, para abrirte camino empezando otra vez. La memoria, para recordar quién eres y de dónde vienes. Y ahora, cierra los ojos.

Cuando los abrió estaba en su camarote, tendido en la cama, medio atontado después de dormir a deshora. No cabía duda de que había sido un sueño, pero Pedro Almeiras tuvo que reconocer que aquella experiencia onírica había tenido la virtud de tranquilizarle definitivamente. No volvió a haber tormenta en las tres semanas de travesía, y tampoco Pedro volvió a soñar con su abuelo rejuvenecido. Disfrutó del viaje, hizo amistad con algunos caballeros y con muchas damas, y empezó a respirar por anticipado los aires de libertad de su nueva vida.

Al llegar a Cuba, un niño se ofreció para llevarle el baúl. Pedro recompensó su servicio con una moneda de oro. Era la última del lote legado por Henrique Almeiras. A partir de ahora, pensó, puedo empezar otra vez, como decía el abuelo en el sueño. Así lo hizo. Se construyó su historia personal guardando para sí todos los resquicios del pasado, negó a sus nuevos amigos todos los detalles sobre su origen y filiación y reservó para su orgullo particular la dignidad de sus apellidos. En veinte años nadie logró de él más que el nombre completo y una vaga referencia a su origen gallego, pero cuando otros indianos regresaban a Galicia después de hacer fortuna en Cuba y se ofrecían a Pedro Almeiras y a otros para llevar mensajes y regalos a la tierra común, Pedro era el único que declinaba la oferta con un gesto amable. Había decidido no volver a su patria en mucho tiempo, a pesar de que la añoraba con todos los sentidos y recordaba cada noche lo mucho que amaba el paraíso perdido de los valles del norte. Hizo pintar su castillo a un acuarelista italiano, que recreó la fortaleza orientado por los recuerdos del propio Almeiras, cuidó su acento para no perderlo en la cadencia del son cubano y pidió a su cocinera que aprendiese a elaborar varias especialidades sencillas de la cocina gallega. Algún día, se decía siempre Pedro, tendré que regresar. Pero no lo haría hasta no encontrar el momento. Lo que nunca pudo imaginar, Pedro Almeiras es que su regreso, aunque sólo fuese temporal, iba a verse marcado por tan extrañas circunstancias.

Aquella noche, en Vilabranca, cuando logró por fin dormirse después de conciliar malamente los recuerdos del pasado, Pedro Almeiras soñó otra vez con su abuelo Henrique. Iba montado en un caballo sin bridas y pasó junto a él agitando la mano a modo de saludo. Al despertar horas después, Pedro Almeiras no fue capaz de recordar los detalles del sueño, pero una cosa estaba clara: Henrique Almeiras había sonreído vivamente al pasar por su lado. Y Pedro quiso interpretar que, desde algún lugar y como ya había hecho otra vez, su abuelo le enviaba una aprobación. Una aprobación a su mentira.

Salieron de madrugada en medio de la lluvia que había pronosticado Pedro Almeiras. Hicieron callados la mayor parte del camino a La Coruña. Entraron en la ciudad, y Pedro Almeiras se dio cuenta de que hacía veinte años que no pisaba aquellas calles que ahora, a través de los cristales mojados del coche, cobraban vida y despertaban añoranzas. El Rolls Royce se detuvo frente a la sucursal, y Bernardo Soares abrió la puerta a los pasajeros.

—Bernardo, dé una vuelta con el coche y recójanos junto a esa plaza. No tardaremos mucho. —Se volvió hacia Pedro Almeiras—. Recuerde, Pedro: a partir de ahora, ni una sola palabra en español. Buena suerte.

Entraron en la oficina desierta.

—Buenos días —Linus Daff tomó la palabra—, queremos ver al director.

—¿Quién le espera?

—Dígale que está aquí Irwin Howard.

El director de la oficina salió de su despacho como una centella cuando el empleado le anunció la visita del caballero que unos días antes había transferido desde Nueva York una cantidad cercana a los veintisiete millones de pesetas.

—Señores…

—Soy Fernando Castro de Lema. Éste es Irwin Howard.

El banquero tendió la mano a Pedro Almeiras. Hubo un segundo de vacilación. Luego, el gallego mostró su sonrisa rutilante de dientes perfectos y saludó al otro hombre.


Pleased to meet you

—¿Ve usted como no ha pasado nada?

Linus Daff y Pedro Almeiras habían salido del banco y caminaban juntos hacia la plaza donde les esperaba, según lo acordado, el Rolls Royce amarillo. Eran las doce y media de la mañana, y en el cielo gris empezaban a abrirse pequeñas grietas de color azul. El viento, que había sido de lluvia durante todo el día, ayudaba ahora a disipar las nubes y traía un intenso olor a sal marina. Pedro Almeiras no había pronunciado una sola palabra desde que salieran de la sucursal bancaria, y llevaba la mirada perdida y el paso lento de quien se encuentra en estado de shock. El inventor de historias caminaba a su lado afectando naturalidad, pero en el fondo llevaba un rato pendiente de las reacciones del mentiroso a la fuerza.

—Pedro… ¿Se encuentra usted bien?

—Perfectamente. Perfectamente, para mi sorpresa.

—Pues hágase a la idea de que ha acabado todo. Los fondos de Irwin Howard se encuentran ya en la cuenta de Fernando Castro de Lema, y a partir de ahora podremos disponer libremente de ellos para cubrir los gastos derivados de la puesta en marcha del colegio. Por cierto, dígame, ¿qué tal le ha resultado la experiencia como mentiroso?

—Ha sido fascinante. —Pedro Almeiras meneó la cabeza hacia los lados como para dar mayor énfasis a sus palabras—. Verdaderamente, pensé que no iba a ser capaz de hacerlo… pero, de pronto, todo parecía encajar… y llegó un momento en que yo mismo me creía Irwin Howard.

—Ésa es la primera premisa —Linus Daff rió sin disimulo—, creer lo que uno cuenta. Convencerse de la veracidad de lo que se dice. Será usted un buen mentiroso, Pedro. Madera no le falta…

—¿De verdad lo cree? Yo tengo mis dudas. En el fondo, existen ciertos obstáculos éticos que chocan de frente con la tendencia a las mentiras… y no sé muy bien si seré capaz de eliminarlos. Esta vez ha sido por una cuestión excepcional. Por una causa justificada…

—Pedro —el inventor de historias bajó un poco la voz—, es usted un hombre bueno. Piense un poco cuántas veces en su vida ha dañado a alguien por no ser capaz de contar una mentira… o cuántas veces un embuste hubiese bastado para mejorar las cosas. La mentira tiene muchos grados, y a medida que uno madura aprende a medir la intensidad de cada caso, las ocasiones en que está justificado el recurso a lo que no es cierto.

—Parece complicado —contestó el gallego.

—Es cuestión de práctica, nada más. Usted ha empezado con muy buen pie esta mañana. Ah, mire, ahí llega el coche.

El Rolls Royce se detuvo frente a ellos. Bernardo Soares salió de la cabina y saludó a los dos hombres con aire marcial.

—Mi querido amigo —Linus Daff se colocó frente a Pedro Almeiras—, a partir de ahora su misión ha terminado.

—¿Qué quiere decir? —Pedro Almeiras frunció el entrecejo, y Linus Daff tuvo que aspirar levemente el aire marino antes de continuar hablando.

—Que debe regresar a Cuba, Pedro. Ya está todo dispuesto. El coche le llevará al puerto de Vigo, y esta misma noche saldrá en un barco con destino a La Habana. He mandado empaquetar sus cosas.

Pedro Almeiras miraba en silencio al inventor de historias.

—Trate de entender. —El tono de Linus Daff tenía un matiz de ternura desconocido para Pedro Almeiras—. Ha sido usted Irwin Howard durante unas cuantas horas… que han servido para cambiar de sitio una fortuna que importa un millón de libras esterlinas. Las operaciones financieras de gran envergadura se realizan siempre en una especie de secreto a voces. Hay mucha gente que empieza a preguntarse quién es el tipo que esta mañana ha firmado una transferencia multimillonaria con destino a la cuenta esquilmada de un indiano en la ruina. Y a partir de ahora existe la posibilidad de que empiecen a buscarle.

—¿A mí? ¿Quiénes?

—Yo qué sé, Pedro. Periodistas. Directores de banco. Timadores profesionales que quieren dar con Irwin Howard. E Irwin Howard no existe. No existió nunca más allá de una cuenta bancaria y media docena de documentos falsificados. Por eso es mejor que usted, que ha prestado a una mentira su cara y su voz, vuelva a ser Pedro Almeiras y se marche para siempre. Créame, si permaneciese conmigo sólo conseguiría complicar las cosas. Ojalá no tuviese que pedirle que se fuera, Pedro. Me gustaría tenerle cerca hasta que finalizara esta historia… pero es mejor así. Para usted y, cómo no, para el proyecto de Castro de Lema.

Pedro Almeiras tragó saliva.

—¿Y usted?

Linus Daff se encogió de hombros.

—Me quedaré una buena temporada, hasta dejar bien hilado el asunto del colegio. Afortunadamente, cuento con la ayuda de Juan Sebastián Arroyo. Después, quién sabe. Quizá haya llegado el momento de volver.

—Sabe que siempre tendrá una casa en La Habana.

—Pienso ceder la mansión de Castro de Lema a la Asociación de Gallegos Trasterrados.

—Me refiero a mi casa, Daff.

—Lo tendré en cuenta —el inglés apretó el hombro de Pedro Almeiras. Se miraron durante un rato y luego se dieron un abrazo profundo.

—Gracias por todo, Linus.

—A usted, Pedro. Le mantendré informado de cuanto suceda —intentó dar a sus palabras un tono festivo— y espero que por su parte me tenga usted al tanto de todas las novedades que se produzcan en ese lado del mundo.

Pedro Almeiras subió al coche. Fue el propio Linus Daff quien cerró la puerta. El otro abrió la ventanilla.

—Volveremos a vernos —le dijo.

—Eso espero. Además, ahora que sabe usted mentir, es posible que algún día necesite comprarme una historia.

Nota de la autora

El inventor de historias
se publicó en 2000 con el título de
Linus Daff, inventor de historias
. Cuando fue editado, el libro pasó prácticamente desapercibido para el público y para la crítica. Como consecuencia, desapareció en poco más de un mes para instalarse en esa especie de limbo al que van los libros que no han encontrado su lugar en el mundo.

Lo curioso es que, meses después, empecé a recibir correos electrónicos, incluso alguna carta, en la que se me preguntaba dónde se podía comprar
Linus Daff
, pero para entonces mi pobre novela dormía ya un sueño eterno en algún almacén polvoriento. Nunca olvidaré el interés de mis compañeros de la Semana Negra de Gijón, Paco Ignacio Taibo II, Cristina Macía y el llorado Justo Vasco, o el de mi agente Antonia Kerrigan, por resucitar la historia del inventor de historias, y la de amigos como Javier Sierra o Fernando Marías, que hicieron lo imposible por colaborar en la tarea. Lo cierto es que sus esfuerzos fueron en vano: los editores saben que rescatar los libros del olvido es un ejercicio arriesgado, y casi siempre poco rentable.

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