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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (45 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—¿Se te ha retirado el sangrado mensual?

—Sí, por la tristeza. Hasta he perdido el apetito; la comida me da asco…

—¡Ay, Dios mío! —dijo Sebastiana, y volvió a abrazarla, esta vez con más fuerza—. Vamos a mi pieza. Te quedarás a dormir y me contarás todo.

Pero ya sabía lo que había pasado y en su cabeza se mezclaban cien planes para protegerla de lo que a ella le había tocado padecer.

—¡Qué buena eres, Tianita! ¡Tenía miedo de que me retaras! No se lo dirás a mi madre, ¿verdad? Porque, en realidad, estábamos casados. Hicimos la promesa en la capilla de Santa Eulalia. Mira, me regaló este relicario —y desajustándose el corpiño, le enseñó una pieza de oropel, de las que los señorones solían comprarle a las mulatas que los complacían. ¡Con tanto dinero que le había sacado a ella, regalar a la ingenua un medallón de centavos!

Sintió una indignación retrospectiva, y pensó si no habría sido, en su momento, tan tonta como Eudora, tan engañada como ella. «¡No, Raimundo me amaba, él hubiera vuelto a casarse conmigo!». No soportaba aceptar que ella hubiera estado viviendo y sufriendo por un muchacho tan perverso o indiferente como el bachiller.

No obstante, comprendió, Maderos lo había hecho precisamente para obligar a la familia a aceptar su matrimonio con Eudora.

—¡No dejes que tío Esteban lo sepa! ¡Me quiere tanto; me moriré si él se avergüenza de mí! ¡Pero te juro, Sebastiana, que Roque me prometió matrimonio ante el sagrario!

—Te creo, te creo. Nadie te tratará mal —le prometió Sebastiana con énfasis.

Eudora suspiró y casi de inmediato quedó como desmayada en sus brazos. Se permitía dormir por primera vez desde que se había enterado de que Maderos había muerto.

A la mañana siguiente Salvador llegó un poco antes de hora para ayudar a don Gualterio, que se levantaba muy temprano, en la traducción de unos viejos documentos escritos en un latín picudo, casi indescifrable. Encontró a Sebastiana limpiando con dedicación la imagen de la Virgen Niña, en la capilla doméstica.

Los perros se adelantaron a saludar al joven haciéndole fiestas; Salvador los acarició y luego saludó a Sebastiana con cortesía. Ella terminó de acomodar un florero y le dijo:

—Tengo que hablar con usted, Salvador.

Extendió la mano para que él le diera sostén, bajó del banquillo donde se había trepado y al mirarlo, lo vio contraerse, como si adivinara el propósito.

Dejó el paño y se limpió las manos en el faldar con que protegía su ropa. Alisándose el cabello, se dirigió al escritorio de su padre. Sentada ante la mesa, lo calmó:

—Mi padre ha ido a confesión. Por favor, tome asiento.

El joven, algo aturdido, lo hizo después de dejar a un lado el diccionario que había comprado hacía poco, con el dinero de su paga.

Sebastiana no quería inquietarlo, pero sí vislumbrar si había otra persona escondida debajo de ese rostro que parecía el anhelo de una madre devota de San Francisco.

—Es difícil comenzar con lo que tengo que decirle —se turbó, las manos unidas sobre su cintura, apoyada contra el espaldar del sillón.

El muchacho suspiró. Se tironeó la barba de un castaño muy claro y luego agachó la cabeza.

—Lo diré yo por usted: no se necesita más de mi trabajo.

—Oh, no se trata de eso.

—¿Seguiré viniendo, entonces?

—Sí, por supuesto. Es más, mi padre piensa pedirle a usted que se convierta en su secretario permanente…

Viendo la inocencia en su expresión, Sebastiana se movió en el asiento hasta quedar sentada en el borde, ahora las manos sobre el tablero de la mesa.

—Lo cierto es, Salvador, que me he enterado de que usted se encuentra con una de mis primas sin que la familia lo sepa.

El joven palideció primero, para después ponerse colorado. No adoptó el aire petulante del conquistador, sino el sencillo aspecto de un muchacho que sabe que ha cometido un error, pero que no ha sido su culpa. Aun así, se negó a acusar a Eudora de haberle propuesto los encuentros.

—Sé que ha sido mi prima la que le escribió; me lo ha contado todo, y no es mentirosa.

—No, no lo es —dijo el joven con un fuerte carraspeo en la mitad de la frase—. Es una joven de buen corazón que se atrevió a amar a mi amigo a pesar de todo.

—Un amor imprudente, Salvador —contestó Sebastiana—; porque, lo diré ahora y nunca más hablaremos del tema, Maderos era, en algunas cosas, una mala persona. Usted y yo sabemos que amaba a Graciana, y atontaba a Eudora por conveniencia económica.

El muchacho calló, bajando la vista. Bien lo sabía él.

Sebastiana estuvo a punto de agregar algo más, pero pasó a otra cosa.

—Bien, amigo mío, y creo que puedo llamarlo así. Debe comprender que no es conveniente que usted vea de nuevo a Eudora…

—¿Mi pobreza me convierte en indeseable? —respondió Salvador, aunque sin resentimiento—. ¿O el vivir con mis tíos, que tanto han hecho por mí? ¿No bastan los nombres de mis padres, la buena disposición de mi alma, los estudios que tengo hechos?

—No se trata de eso —respondió ella suavemente—. Si de mí dependiera, yo les permitiría gustosa esta amistad, porque conozco las cualidades de usted. Es que… —dudó un instante y por fin, llevándose la mano a los ojos, le advirtió—: Es que Eudora está por tener un hijo de Maderos, y usted se vería irremediablemente comprometido con la situación. Hasta es posible que quisieran casarlo a la fuerza con ella.

Sebastiana pudo ver cómo los nudillos se le ponían blancos al aferrarse a la madera, cómo perdía el habla y el dolor le cruzaba la expresión. Pensó que era mejor dejarlo solo. Se levantó impulsivamente.

—Yo he tomado a Eudora bajo mi protección: nada le faltará —dijo y antes de cerrar la puerta tras de sí—: Espere usted a mi padre.

Encontró a una de las criadas y le pidió que llevaran a la biblioteca una taza de chocolate con leche y pan con miel.

Fue a su dormitorio y sobre la cama —se habían acostado juntas, hablando hasta el amanecer— vio a Eudora todavía durmiendo. Observó su perfil, con algo de las redondeces de la infancia, aunque el pelo, una maraña oscura, enredada y algo ensortijada, que despertaría la sensualidad de cualquier hombre, anunciaba la mujer que sería dentro de poco. Bajo el arabesco de su cabellera, la piel de la mejilla era tierna como la de un lactante.

Los párpados se veían inflamados de llorar, y las pestañas arqueadas, largas, descansaban sobre las ojeras que la concepción, inclemente, marcaba bajo ellas.

Por horas tuvo que explicarle, la noche antes, que irremediablemente tendría un hijo. Tuvo que aplacar sus miedos, su furia contra sí misma, el temor a enfrentar a la familia, especialmente a su tío.

—Despreocúpate de él —le aseguró—. Sé que te comprenderá y hará todo por ayudarte. No quiero que temas nada; de ahora en adelante, estás a mi cuidado.

—¡Me casarán con algún viejo repugnante, como hicieron contigo; me mandarán lejos de aquí! —sollozaba la chica.

—No dejaré que te casen sin tu consentimiento. Y si quieres, nos vamos las dos a Santa Olalla y nadie sabrá de quién es la criatura.

—Dirán que es tuya.

—¿Qué puede importarme? —respondió ella con amargura—. Peores cosas cargo sobre mi alma.

—¿De verdad lo harías?

—Sí; no permitiré que te entreguen a quien no quieras. Somos como hermanas, pero te defenderé como si fueras mi hija.

Luego había tenido que convencerla de que dejara de verse con Salvador, haciéndole comprender el daño que podía hacer sobre la reputación de un joven tan correcto.

—Creerá que lo menosprecio.

—Yo hablaré con él.

—Lo extrañaré. ¡Ha sido tan bondadoso y paciente conmigo! No vayas a decirle…

—¡Por Dios, Eudora, duérmete; no haré nada que pueda perjudicarte!

Pero a pesar de aquella casi promesa, al ver a Salvador, llevada por una inasible esperanza, decidió decírselo.

Corrió la manta sobre el hombro de su prima, para abrigarla, luego fue a su mesita de trabajo, abrió uno de los postigos y retiró, de un tablón que había descubierto bajo la mesa, el libro de Kratevas. No había peligro de que Eudora, si se levantaba, supiera de qué trataba: apenas si leía español y no entendía en absoluto el latín.

Mientras repasaba las hojas, pensó en la discusión que había tenido con Lope de Soto.

«San Judas bendito, creo que me saqué de encima al indigno. Ahora la cuestión es que no vaya a encontrarme sola, lejos de casa, o en casa, sin mi padre o las sirvientas». Contaba con que su perrito diera el alerta, pues era muy guardián, y sabía que la presencia de Brutus llamaba a respeto. No olvidaba el mal rato que pasaron para carnaval, cuando Soto, con varios hombres, todos disfrazados, invadieron la casa por las tapias. El mastín había atacado ferozmente a uno de ellos, haciendo que desistieran del propósito que llevaban.

«Quizá sea mejor que los perros duerman en mi pieza… ¡Ah, Señor! No podré moverme hasta que se resigne a buscar a otra».

Encontró el párrafo y destapó el tintero para tomar notas. Si bien creía que no sería necesario llegar a extremos, continuó buscando el método que lo eliminaría de su vida en caso de que pasara de las palabras a la ofensa.

Porque acababa de recordar que si la promesa dada por el varón obligaba a éste a casarse con la mujer que había engañado, si ese mismo hombre decidía decir que habían tenido relaciones, y que quería reparar el pecado con el matrimonio, la presión social que se ejercería sobre ella sería insoportable. Pero para llegar a eso, tenía que quedar en evidencia que él la había robado de su casa, o había entrado en su dormitorio.

Temía, también, por don Esteban. Rafaela, que sabía cuanto pasaba en la ciudad, le contó que Soto había jurado matar a Becerra si se interponía en su camino. Aquello la asustaba, pues no podía tolerar que don Esteban, quien nada tenía que ver, resultara víctima de la pasión del maestre de campo por ella.

Tampoco creía que pudiera hacer mucho por acusar a Soto; el mismo Maderos le había advertido con cinismo que la justicia sólo consideraba ofensas sexuales a monjas o vírgenes, pero no a casadas ni viudas.

El padre Thomas Temple daba su caminata diaria, esta vez por la orilla del río, con el cuaderno de dibujo, su tablilla para apoyar el papel y un lápiz de carbón en el bolsillo.

Obsesivamente, seguía pensando en la vela azul mientras se detenía a dibujar las grandes toscas del río, las márgenes arboladas y algún indio haragán, pacíficamente curioso, que miraba desde lejos lo que él hacía.

Mientras pensaba en la combinación de ingredientes plasmados en la vela, trató de recordar si en la biblioteca de la Compañía había algún texto, de esos que se mantenían a recaudo, que hablara de filtros y tóxicos. «Si viviera la hermana Sofronia…», se dijo, y recordó los libros guardados en la cripta: los textos de Dioscórides Anazarbeo, de Andrés de Laguna…

Dio el último trazo a la espalda del indio, y oyó en el trasfondo de su mente que la memoria le musitaba: «… y de Kratevas». Kratevas, el envenenador del rey Mitrídates, el que amaba la botánica, pero que la obediencia a aquel hombre perverso y desalmado, como había dicho Gamoneda, «le condujo a otros reinos y ciencias»; Kratevas, el que había descripto la muerte con palabras de enamorado: «Yo le ponía el vaso en la mano y ella me miraba por encima de él mientras bebía. En la séptima vez, apareció oscuridad en sus labios y esto aumentaba su belleza. En siete días más, los huesos de su rostro se dejaban ver como frutas de sombra en la transparencia de la piel, y la visión morbífera era también belleza creciente en torno a los ojos, semejantes a los de una dulcísima bestia lastimada…».

Su memoria había retenido párrafos enteros del Tratado de los simples, seducida, seguramente, por el horror que le provocaban las confesiones de aquel hombre muerto hacía más de mil años.

«Al menos sé dónde encontrar esos textos»; resguardó el dibujo sin terminar, recogió las cosas y se dirigió rápidamente hacia el centro de la ciudad. Quizás ahora dilucidara cuál era la pregunta que debía hacer a Isaías.

Eudora, tranquila desde que había confiado su secreto a Sebastiana, pidió quedarse con su prima. No obstante, las idas y venidas de una casa a otra eran de rutina, y fue en una de ésas que se encontró con don Esteban a solas en la sala, ensimismado en Enrique de Villena y su Arte de Trovar, libro que, dada su oculta tendencia a poner en coplillas los acontecimientos políticos y los escándalos sociales, le era muy ameno. Tomó, sin embargo, la precaución de cubrir lo que escribía para que la joven no saliera a decir que él componía versos.

—Tío Esteban, ¿sabe que el maestre de campo no deja en paz a Sebastiana? —dijo la jovencita sentándose a su lado.

La expresión de Becerra se nubló, y aunque no dijo nada, quedó expectante.

—Quiere casarse con ella. Como Tianita le dijo que no vuelva más a su casa, ayer le aporreó la puerta casi hasta voltearla.

—¿Ayer?

—¿No fue ayer que usted se fue a Saldán? Sebastiana dijo que mejor así, porque no quiere que vaya a pasarle nada a usted por su culpa.

—¿Ella te dijo eso? —preguntó, casi sin creer lo que había escuchado.

—Sí. ¿Ese hombre puede obligarla a casarse con él? A mí no me gusta, le tengo miedo. Además, es muy desconsiderado, y como tío Gualterio está viejito, yo creo que él terminaría mandando en esa casa. ¡Y vaya a saberse a quién recibe y a quién deja afuera! Sin contar, como dice tía Saturnina, que muy capaz es de acabar con el dinero de Sebastiana.

Y como él no decía nada, la vista fija más allá de la mesa, Eudora se atrevió a preguntar:

—¿No pueden llevarlo preso?

—Ya le llegará el día —repuso él cerrando el libro con una mano y poniendo la otra en el hombro de su sobrina—. Tú y tu prima no deben preocuparse. Yo me encargaré de que ese matamoros deje de importunarla. —Y suavizando la voz, le preguntó—: ¿Se te ha pasado ya el padecimiento?

Ella, encendida de rubor, asintió con la cabeza.

—¿Puedo quedarme con Sebastiana?

—Todo lo que quieras.

Poniéndose de pie, Becerra guardó las hojas en que estaba escribiendo bajo llave, y tomando un abrigo, salió a la calle decidido a hacer algo contra el maestre de campo.

La madre Gertrudis observaba sin entender del todo al padre Thomas.

—Pero ¿esos libros eran de la hermana Sofronia? —preguntó, perdida en las preguntas del médico.

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