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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (44 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Las reuniones en la trastienda de los portales de Valladares comenzaron a tomar un tinte violento, que no agradaba ni al dueño ni a los parroquianos, aunque de vez en cuando no le hicieran ascos a un duelo por mujeres o por naipes.

Melancólico o sarcástico, el maestre de campo se estaba convirtiendo en una persona peligrosa, a la que los hombres preferían evitar y que, desconcertantemente, atraía a muchas mujeres, aun de las clases cultas.

Una tarde, cuando se dirigía a la casa de don Marcio por los trámites de su licencia como mercader de esclavos, vio venir a Becerra paseando distraídamente, la casaca abierta y las manos cruzadas a la espalda, bajo ella. Llevaba un cigarro en la boca del que parecía fumar, campechanamente, sin quitárselo de los labios. Con inconsciente arrogancia, caminaba por la calle con la tranquilidad de quien pasea por su propiedad.

«Como si la ciudad fuera su coto», se encolerizó el maestre de campo, y observó que parecía dirigirse a casa de los Zúñiga.

Cuando iban a cruzarse, don Esteban atravesó la calle, evitando saludarlo. No era por temor a la pelea o al escándalo. Sucedía que ni en su corazón ni en su cerebro había decidido qué hacer con el maestre de campo. Pero fuera lo que fuese, sería en descampado y sin que nadie oyera pronunciar el nombre de Sebastiana.

Sin embargo, no pudieron evitar volverse sobre el hombro y echarse una mirada. La de Becerra mostró el desdén que el otro le inspiraba. Soto lo observó a su vez, la mano en la daga que le colgaba sobre la cadera, y la suya fue una mirada feroz, llena de ira y de celos. Algo que percibían uno en el otro, desde el principio de sus relaciones, los hacía enemigos en todos los terrenos.

Becerra, consciente de que no llevaba arma, no quería darle la espalda, pero lo hizo. «No se atreverá conmigo —apostó—, tiene demasiado que perder».

Soto, con los labios pálidos, comprendió que no podía tocar a su rival a pleno día y en una de las calles principales de la ciudad, así que contempló cómo Becerra se alejaba hacia lo de don Gualterio donde entraría, seguramente, sin hacerse anunciar.

Esfumados sus planes con la muerte de doña Alda, con la de don Julián habían resucitado en la idea de obtener lo que deseaba a través de la hija de su amante, idea que había permanecido inconmovible en todo aquel tiempo, con una variante: sus sentimientos hacia la joven, tibios en cuanto a su persona y especulativos en cuanto a sus intereses, se habían convertido en fuego, y los celos que sentía de Becerra habían convertido ese fuego en una hoguera. Odiaba verse derrotado.

Exasperado ante la dilación de sus asuntos —la licencia como traficante de esclavos que se demoraba, la esquivez que Sebastiana oponía a sus avances—, sentía que había conseguido reprimir en sí mismo todo lo que era posible reprimir, que había frenado todo lo que era posible frenar, pero que había llegado al punto en que se veía privado del dominio de su temperamento. Aquello, en vez de preocuparlo, le producía una especie de embriaguez de poder.

Dos tardes después del encuentro con Becerra en la calle, Lope de Soto, con la cabeza que martilleaba sobre una idea fija —la de concretar el compromiso con la joven—, tocó la puerta de Sebastiana.

Lo hicieron pasar a la sala, donde encontró a Eudora mirando a través de la cortina de encaje calado. Al verlo entrar, se volvió con desgano.

—He venido a ver a doña Sebastiana —dijo él sin preámbulos, pues era sólo una chiquilla.

—Supongo que se tratará de un deseo mutuo —contestó ella, malhumorada.

Soto miró con sorpresa la expresión huraña de la jovencita.

—¿Eso quiere decir…?

Eudora desvió la vista con un gesto irónico en la boca.

—A lo mejor usted cree, como todos los hombres, que su deseo debe ser necesariamente compartido por la mujer que pretende.

—¿Qué he hecho para recibir tal mandoble? —se burló él.

Contenta por haber llamado la atención de un adulto, Eudora se rió haciendo un gesto con las manos.

—¿A qué ha venido? —preguntó, dirigiéndose a uno de los sillones.

—Necesito hablar con doña Sebastiana.

Sebastiana, que ignoraba la presencia de Soto, entró con una expresión afectuosa dirigida a su prima, pero al ver al maestre de campo, lo saludó con reserva y se sentó junto a Eudora, tomándole la mano. El fastidio le empañó la expresión, y lanzó al hombre una mirada que lo atravesó como un puñal.

—Mi prima y yo teníamos la ilusión de hablar a solas; ha estado enferma y ha venido a reponerse a mi casa —dijo.

—¿Estoy, por lo tanto, despedido? —se disgustó Soto.

—Lo dejo a vuestro juicio.

Con el rostro cruzado por la cólera, él les dio la espalda y manoteó el sombrero. Quedó como pensando algo y se volvió nuevamente hacia Sebastiana.

—Me urge hablar con usted —exigió.

—No sé de qué.

—De mi última carta.

—Creí que mi silencio era una respuesta —contestó ella fríamente.

—Quiero que me dé una oportunidad.

—¿Es un pedido, acaso? Porque suena como una orden, y no creo que tenga usted derecho a ello, puesto que jamás le he permitido ningún acercamiento.

—Como sea que usted lo quiera, pero necesito hablarle. Será hoy y ahora, u otro día, pero será.

—Puesto así —contestó Sebastiana—, no me deja otro camino: no puede obligarme a mantener una relación que no quiero, y como se está volviendo despótico en sus exigencias, tengo que pedirle que salga de mi casa y no vuelva más. De no ser así, pediré a la justicia amparo contra la pasión con que me importuna hasta en mi propio hogar.

Soto quedó mudo. Nunca había imaginado que la cosa pudiera tomar aquel camino, y la presencia de ánimo de ella lo golpeó como una bofetada. Soltó una barbaridad y salió haciendo retumbar las puertas tras de sí.

A pesar de su calma aparente, de su tranquila sonrisa, Sebastiana lo vio marchar llena de turbación. Eudora reclamó su atención echándose en sus brazos, y con la boca pegada a su cuello, susurró:

—Tengo que contarte una cosa.

En la calle, lejos de las ventanas de los Zúñiga, Soto se sostuvo de un árbol, boqueó y tomó aire desesperadamente. Con los pensamientos enfriados pensó, mientras respiraba dolorosamente, la mano bajo las costillas: «Ella se lo ha buscado».

De inmediato, la idea le despertó la crudeza y la urgencia del deseo carnal, exacerbado ante el rechazo de ella. Enderezándose, pasándose el dorso de la mano por la boca, repitió: «Se lo ha buscado».

La fiesta de Corpus Christi era una de las más antiguas de la ciudad. Era, al mismo tiempo, de las más aparatosas y solemnes.

Mientras las damas se hacían confeccionar vestidos y los caballeros capas nuevas, el Cabildo, como era costumbre, disponía que se repartieran las cargas para costear y llevar adelante el festejo.

«… y todos Unanimes y conformes dixeron se acuda por todo El cabo a la solicitud de dicho adorno altarez arcos y pilares y se encargo del despacho del mandam (tº) el sºr al(de) ordinº… y todos acudiran a la solicitud de arcos y limpieza de las calles y que se apersivan a los Js. oficiales de la ciu(d) que hagan bailes con que se acabo este cabº y lo firmaron…», quedó asentado en las Actas Capitulares.

Los vecinos más importantes, los abastecedores de carne y los pulperos también debían soltar unos sueldos: aquel año, les tocó a los pulperos hacer arcos de ramazón en las esquinas por donde pasaría el Santísimo Sacramento; a los mercaderes se les pidió que contribuyeran con fuegos de artificio, y los zapateros y los sastres costearon tres danzas diferentes.

En las calles por donde debía pasar la procesión se construía con vigas y troncos la armadura de los arcos de triunfo; los altares, unas horas antes, serían cubiertos con hojas de palmera y de helechos traídos de la sierra. Como faltaban las flores para aquella época, las mujeres de todas las clases sociales contribuían fabricando guirnaldas de papel y de tela endurecida con almidón. En casa de Becerra, guiadas por Cupertina —hábil en eso—, el gineceo familiar se empeñaba en aquella tarea. La maestra descubrió, con satisfacción, que Belita no sólo era una pícara llena de ingenio, sino que parecía haber descubierto su vocación en las tareas manuales. Eudora, en cambio, permanecía indiferente.

Como el obispo Mercadillo había introducido la costumbre de realizar en el octavario de Corpus la novena del Sagrado Corazón, la cofradía jesuita de aquel nombre iba a tener un gran protagonismo. Un interés adicional era la expectativa que generaba una gigantesca serpiente —a la que algunos llamaban «la tarasca», y otros, más cultos, «la hidra de siete cabezas»—, que la Compañía desempolvaría para pasearla por la calle como un animal exótico que se movía inquietantemente sobre los indios que la sostenían, escondidos bajo su piel.

La tarde anterior a la fiesta, la gente, a pesar del frío, se asomaba a los balcones, salía a la calle, aportaba blandones y teas para iluminar el trabajo de indios, de negros, de vecinos y estudiantes, que bajo una luna de hielo, cubrían los arcos con las guirnaldas de flores, compitiendo qué familia, qué cofradía, qué gremio, había hecho mejor el trabajo.

En algunas calles, adornadas por indios, se colgaban jaulas con pájaros de distintas clases que serían luego liberados como una señal de la salvación de las almas por el Santísimo Sacramento.

Las intenciones eran de culto, pero se oían risas en la oscuridad que denotaban un regocijo más carnal entre los concurrentes. A la medianoche, el alcalde mandó a todos a dormir: el trabajo estaba hecho y los sacerdotes comenzaban a inquietarse por la desaparición de algunos esclavos y hasta de caballeros que se extraviaban en las sombras.

Las jóvenes «de familia», tras rejas y vidrios, observaban, melancólicas, toda la diversión que se perdían.

Antes de la salida del sol, la plazuela de Santa Catalina —que oficiaba de Catedral— y las calles que la rodeaban ya estaban llenas de gente.

«Los sacerdotes decían misa uno después de otro, confesaban a los penitentes y les daban el Pan de los Ángeles. Las puertas del templo estaban abiertas de par en par, pues la multitud que había acudido no cabía en él…».

Soto, que había dormido poco, se levantó de malhumor. Como la tarde anterior el obispo había ordenado que se cerraran tabernas y casas de diversión, se había vuelto con una india y un odre de vino a su casa. Una vez en la habitación, descubrió que la mujer no era tan joven y al vino le habían echado ácido para mejorarle el deterioro.

Recordó la fiesta de San Pedro, poco después de su llegada a Córdoba. Maderos lo había vestido con esmero, le había elegido las joyas, le había dado consejos… y en las gradas, había encontrado la mirada ávida de doña Alda, y luego había sido invitado a su casa. No habría invitación de los Zúñiga esta vez.

Salió a la calle. La claridad de oriente anunciaba la llegada del sol; las campanas hicieron una leve advertencia y él entró en la casa, mandó despertar a su gente y trató de imaginar qué ropa le habría elegido Maderos. Maldijo el gasto en cera que había tenido que hacer, pues a él le había encargado fray Manuel iluminar el altar y el sagrario. «Como que me sobran dineros», protestó, pero un sentimiento supersticioso le hizo pedir perdón y rogar al Santísimo que le concediera desposar a Sebastiana.

Una vez en el desfile, vio con rabia que las varas del palio, llevadas por las autoridades y los vecinos de mayor importancia, eran sostenidas, entre otros, por Becerra y don Gualterio.

Sebastiana, entre los procesantes, pasó a su lado sin mirarlo, protegida por un círculo de familiares y esclavos. Con la angustia del rechazado, observó su rostro: tenía la expresión de una santa.

La comidilla de los días posteriores fue el escándalo surgido, como siempre, alrededor del obispo Mercadillo, aunque esta vez el prelado no tuvo culpa en ello: hasta había mostrado buena voluntad con jesuitas y franciscanos.

Todo sobrevino porque el arcediano Gabriel Ponce de León, impetuoso y altanero —igual que lo había hecho en Jueves Santo, un año atrás—, provocó al obispo en la iglesia, «con tan desmesuradas voces», que se vio precisado el gobernador Barahona a instarlo a respetar al pastor y al lugar.

El padre Thomas dio gracias cuando pasó la fiesta, a la que consideraba más espectáculo que culto de fe.

Todavía, al acostarse, al salir de una página del libro de Sydenham, recordaba la cera azul, el ácido sulfúrico, la sal de la vela que iluminó los últimos minutos de vida del bachiller. Sospechaba que Isaías no era totalmente veraz. «Pero callar no es lo mismo que mentir —reflexionaba, diciéndose—: Tengo que encontrar la pregunta adecuada, y sabré si miente». La índole de la mentira generalmente señalaba lo que se pretendía ocultar.

33. Del enamorado de la muerte

«La promesa de esponsales tuvo su importancia, pues obligaba a quien la daba. En algunos casos, la garantía del próximo matrimonio impulsaba a la mujer a aceptar relaciones carnales, por lo que, aunque éstas no hubieran ocurrido, la ruptura de la promesa por el varón se traducía en ultraje a la mujer ante la opinión general».

Academia Nacional de la Historia

Nueva Historia de la Nación Argentina - Tomo 2

Córdoba del Tucumán

Después de Corpus Christi

Invierno de 1703

Eudora confió a su prima que estaba comprometida en secreto con Maderos, y que a causa de su muerte, había sentido la necesidad de hablar de él con Salvador, el único amigo que había tenido en vida.

Con frases entrecortadas, relató su enamoramiento y cómo ahora, tras su muerte, Salvador y ella se reunían para conversar del muerto.

—¡Siento tanto alivio al hablar de Roque con él! ¡Es horrible solamente poder confiarse a una criada que no entiende nada y se siente superior a ti, pues saben más que nosotras de estas cosas!

Con el paso de los días, Sebastiana, dominando la desazón, le preguntó dónde se reunía con Maderos, y la joven le dijo que en el bosquecito del hospital de Santa Eulalia.

—Se llamaba Roque Asís —le aclaró—, y era hijo de hidalgos; por ayudar a los suyos tuvo que venir a América.

—Si te sirve de alivio, Salvador, tío Marcio y yo le hemos escrito a la madre y le hemos mandado dinero.

Eudora se largó a llorar y Sebastiana, apenada, la abrazó. Recordó a Raimundo y cómo se sentía ella cuando se enteró de que esperaba un hijo. Afligida, creyó distinguir en su prima esa expresión bovina, de habitar otro mundo, que adquirían las encintas. La sacudió varias veces antes de poder pronunciar una palabra:

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