Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
El general Asher dio un puñetazo en la espalda del aspirante; el soldado se derrumbó en el polvoriento patio del cuartel.
—Los blandengues no merecen mejor suerte.
Un arquero salió de las filas.
—No había cometido falta alguna, general.
—Tú hablas demasiado; abandona inmediatamente el ejército. Quince días de riguroso arresto y una larga estancia en una fortaleza del Sur te enseñarán disciplina.
El general ordenó al pelotón que corriera durante una hora con arcos, carcajes, escudos y bolsas de alimento; cuando salieran de campaña, encontrarían condiciones más duras. Si uno de los soldados se sentía agotado y se detenía, le tiraba de los cabellos y le obligaba a proseguir. Quien reincidiese se pudriría en un calabozo.
Asher tenía bastante experiencia para saber que sólo una formación inmisericorde conducía a la victoria; cada sufrimiento padecido, cada gesto dominado daban al combatiente una oportunidad más de sobrevivir. Tras una completa carrera en los campos de batalla de Asia, Asher, héroe de resonantes hazañas, había sido nombrado intendente de los caballos, director de los reclutas y formador en el cuartel principal de Menfis. Con feroz gozo cumplía por última vez con el cargo; su nuevo nombramiento, que había sido hecho oficial la víspera, le dispensaría en adelante de aquel trabajo. Como mensajero del faraón en los países extranjeros, transmitiría las órdenes reales a las guarniciones de élite apostadas en las fronteras, se convertía en carrero de su majestad y desempeñaba el papel de abanderado, a su diestra.
Asher era de pequeña estatura y tenía un físico desagradable: cabello muy corto, hombros cubiertos de un pelo negro y áspero, amplio de hombros, piernas cortas y musculosas. Una cicatriz le cruzaba el pecho del hombro al ombligo, recuerdo de una espada que había estado a punto de arrebatarle la vida. Sacudido por una incontenible risa, había estrangulado a su agresor con las manos desnudas.
Su rostro, lleno de arrugas, parecía el de un roedor. Tras aquella última mañana, pasada en su cuartel favorito, Asher pensaba en el banquete organizado en su honor.
Se dirigía hacia las salas de ducha cuando un oficial de enlace le habló con la consideración debida.
—Perdonad que os moleste, general; un juez desea hablar con vos.
—¿Quién es?
—Nunca le había visto.
—Despedidle.
—Dice que es urgente y serio.
—¿Motivo?
—Confidencial. Sólo os concierne a vos.
—Traedlo.
Pazair fue acompañado hasta el centro del patio, donde estaba el general con las manos a la espalda. A su izquierda, algunos reclutas practicaban ejercicios de musculatura; a la derecha, un entrenamiento de tiro con arco.
—¿Cómo os llamáis?
—Pazair.
—Detesto a los jueces.
—¿Qué les reprocháis?
—Meten las narices en todas partes.
—Investigo una desaparición.
—No en los regimientos que están bajo mi mando.
—¿Ni siquiera en la guardia de honor de la esfinge?
—El ejército sigue siendo el ejército, incluso cuando se ocupa de sus veteranos. La guardia de la esfinge se ha llevado a cabo sin bajas.
—La esposa del ex guardián en jefe asegura que su marido ha muerto; sin embargo, la jerarquía me pide que regularice su traslado.
—¡Pues bien, regularizadlo! Las directrices de la jerarquía no se discuten.
—En este caso, sí.
El general rugió:
—Sois joven y sin experiencia. Largaos.
—No estoy a vuestras órdenes, general, y quiero saber la verdad sobre este guardián en jefe. ¿Fuisteis vos quien le nombró para el cargo?
—Tened mucho cuidado, juececillo: al general Asher no se le molesta.
—No estáis por encima de las leyes.
—Ignoráis quién soy yo. Un nuevo paso en falso y os aplasto como un insecto.
Asher abandonó a Pazair en medio del patio. Aquella reacción sorprendió al juez. ¿A qué se debía tanta vehemencia si no tenía nada que reprocharse?
Cuando Pazair cruzaba la puerta del cuartel, el arquero arrestado le llamó.
—Juez Pazair…
—¿Qué deseáis?
—Tal vez pueda ayudaros; ¿qué buscáis?
—Unas informaciones sobre el antiguo guardián en jefe de la esfinge.
—Su expediente militar está en los archivos del cuartel; seguidme.
—¿Por qué hacéis esto?
—Si descubrís algún indicio sólido contra Asher, ¿le inculparíais?
—Sin vacilar.
—Entonces, venid. El archivero es un amigo; él también detesta al general.
El arquero y el archivero mantuvieron un breve conciliábulo.
—Para consultar los archivos del cuartel —dijo este último—, necesitarías una autorización del despacho del visir. Estaré ausente un cuarto de hora, el tiempo de ir a buscar mi comida a la cantina. Si estáis todavía en el local cuando vuelva, me veré obligado a dar la alerta. Cinco minutos para entender el sistema de archivo, tres más para dar con el rollo de papiro adecuado, y el resto para leer el documento, memorizarlo, devolverlo a su lugar y desaparecer.
La carrera del guardián en jefe era ejemplar: ni sombra de una mancha. El final del papiro ofrecía una información interesante; el veterano dirigía un grupo de cuatro hombres, los dos de más edad apostados en los flancos de la esfinge, los otros dos al pie de la gran rampa que llevaba a la pirámide de Kefrén, en el exterior del recinto. Puesto que conocía sus nombres, podía interrogarlos, y así daría, probablemente, con la clave del enigma. Kem, conmovido, entró en el despacho.
—Ha muerto.
—¿De quién habláis?
—De la viuda del guardián. Esta mañana he patrullado por el barrio;
Matón
ha advertido algo anormal. La puerta de la casa estaba entreabierta. He descubierto el cuerpo.
—¿Huellas de violencia?
—En absoluto. Ha muerto de vejez y de pena.
Pazair solicitó al escribano que se asegurara de que el ejército se ocupaba de las exequias. De no ser así, el propio juez pagaría los gastos de los funerales. ¿Acaso, sin ser responsable de la muerte de la pobre mujer, no había turbado sus últimos instantes?
—¿Habéis avanzado? —preguntó Kem.
—Espero que de modo decisivo; sin embargo, el general Asher no me ha ayudado demasiado. He aquí los cuatro nombres de los veteranos puestos a las órdenes del guardián en jefe; obtened sus direcciones.
El escribano Iarrot llegó cuando el nubio se marchaba.
—Mi mujer me persigue —confesó Iarrot con aspecto de perro apaleado—; ¡ayer se negó a prepararme la cena! Si la cosa continúa así, me expulsará de su cama. Por fortuna, mi hija baila cada vez mejor.
Gruñón y malhumorado, clasificó de mala gana las tablillas.
—Antes de que se me olvide… me he ocupado de los artesanos que quieren trabajar en el arsenal. Sólo uno me intriga.
—¿Un delincuente?
—Un hombre que estuvo mezclado con un tráfico de amuletos.
—¿Antecedentes?
Iarrot adoptó un aire satisfecho.
—Podrían interesaros. Es un carpintero de ocasión; estaba empleado como intendente en las tierras del dentista Qadash.
Pazair estaba sentado junto a un hombre de poca estatura, bastante crispado en la sala de espera de Qadash, donde había sido admitido con ciertas dificultades. Sus cabellos y su bigote negros, cuidadosamente recortados, su piel mate, su rostro seco y alargado, lleno de pecas, le daban un aspecto sombrío y poco atractivo.
El juez le saludó.
—Penoso momento, ¿no es cierto?
El hombrecillo asintió.
—¿Sufrís mucho?
Respondió con un evasivo gesto de la mano.
—Es mi primer dolor de muelas —confesó Pazair—; ¿os ha tratado ya alguna vez un dentista?
Apareció Qadash.
—¡Juez Pazair! ¿Os encontráis mal?
—Sí, por desgracia.
—¿Conocíais a Chechi?
—No tengo este honor.
—Chechi es uno de los más brillantes científicos de palacio; no tiene rival en química. Por eso le encargo emplastos y empastes; precisamente acaba de ofrecerme una novedad. Tranquilizaos, no tardaré mucho.
Qadash, pese a su dificultad en el habla, se había mostrado atento, como si recibiera a un antiguo amigo. Si el tal Chechi seguía mostrándose tan poco locuaz, su entrevista con el facultativo iba a ser breve. De hecho, el dentista fue a buscar al juez diez minutos más tarde.
—Sentaos en este sillón articulado y echad la cabeza hacia atrás.
—Vuestro químico no es muy charlatán.
—Tiene un carácter más bien cerrado, pero es un hombre recto con el que se puede contar. ¿Qué os sucede?
—Tengo un dolor difuso.
—Veámoslo.
Qadash utilizó un espejo, en el que se reflejaba con un rayo de sol, para examinar la dentadura de Pazair.
—¿Os habían examinado ya?
—Una sola vez, en la aldea. Un dentista ambulante.
—Veo una caries minúscula. Consolidaré la muela con un empaste eficaz: resina de terebinto
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, tierra de Nubia, miel, polvo de amolar, colirio verde y fragmentos de cobre. Si se mueve, la fijaré al molar vecino con un hilo de oro… No, no será necesario. Tenéis una dentadura sana y sólida. En cambio, tened cuidado con vuestras encías. Os prescribo, contra la piorrea, un enjuague bucal compuesto de coloquíntida, goma, anís y frutos del sicómoro; lo dejaréis en el exterior toda una noche para que se impregne de rocío. Os frotaréis las encías con una pasta compuesta por cinamomo, miel, goma y aceite. Y no olvidéis masticar apio a menudo. No sólo es una planta tónica y un buen aperitivo, sino que también fortalece los dientes. Ahora, seamos serios; vuestro estado no exigía una consulta urgente. ¿Por qué deseabais verme a toda costa?
Pazair se levantó satisfecho de escapar a los distintos instrumentos que el dentista solía utilizar.
—Vuestro intendente.
—Despedí a ese incapaz.
—Me refería al anterior.
Qadash se lavó las manos.
—Ya no lo recuerdo.
—Haced un esfuerzo.
—No, realmente…
—¿Sois coleccionista de amuletos
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?
Aunque cuidadosamente purificadas, las manos del dentista seguían estando rojas.
—Tengo algunos, como cualquiera, pero no les doy demasiada importancia.
—Los más hermosos tienen gran valor.
—Sin duda alguna.
—A vuestro antiguo intendente le interesaban; incluso robó algunos ejemplares hermosos. De ahí mi preocupación: ¿fuisteis, acaso, su víctima?
—Cada vez hay más ladrones, porque cada vez hay más extranjeros en Menfis. Esta ciudad pronto dejará de ser egipcia. El visir Bagey, con su obsesión de probidad, es el gran responsable. El faraón confía tanto en él que nadie puede criticarle. Y vos menos que los demás, puesto que es vuestro jefe. Afortunadamente, vuestro modesto rango administrativo os evita verle.
—¿Tan terrorífico es?
—Intratable; los jueces que lo olvidaron tuvieron que dimitir, aunque todos habían cometido alguna falta. Al negarse a expulsar a los extranjeros por razones de justicia, el visir está pudriendo al país. ¿Habéis detenido a mi antiguo intendente?
—Intentaba que le contrataran en el arsenal, pero una comprobación de rutina ha sacado a la luz su pasado. En verdad es una triste historia; vendía amuletos robados en una fábrica, fue denunciado y despedido por el sucesor que vos elegisteis.
—¿Por cuenta de quién robaba?
—Lo ignora. Si tuviera tiempo, lo investigaría; pero no tengo ninguna pista y estoy muy ocupado. Lo esencial es que su poca delicadeza no os haya perjudicado. Gracias por vuestros cuidados, Qadash.
El jefe de la policía se había reunido en su casa con sus principales colaboradores; aquella sesión de trabajo no se mencionaría en ningún documento oficial. Mentmosé había estudiado sus informes sobre el juez Pazair.
—No tiene vicios ocultos, no tiene pasión ilícita, no tiene amante, no tiene relaciones… ¡Estáis pintándome a un semidiós! Vuestras investigaciones han sido inútiles.
—Su padre espiritual, un tal Branir, vive en Menfis. Pazair va frecuentemente a su casa.
—Un anciano médico jubilado, inofensivo y sin ningún poder.
—En la corte se le escuchaba —objetó un policía.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo con ironía Mentmosé—. Ninguna existencia carece de sombras; y la de Pazair como cualquier otra.
—Se consagra a su oficio —afirmó otro policía—, y no retrocede ante personalidades como Denes o Qadash.
—Un juez íntegro y valeroso: ¿quién puede creer semejante fábula? Trabajad con más seriedad y traedme elementos verosímiles.
Mentmosé meditó junto al estanque donde le gustaba pescar. Tenía la desagradable sensación de no dominar una situación resbaladiza, de inciertos contornos, y temía cometer un error que empañara su fama.
¿Era Pazair un ingenuo extraviado en los meandros de Menfis o un carácter fuera de lo común, decidido a seguir el camino recto sin preocuparse por los peligros y los enemigos? En ambos casos, estaba condenado al fracaso.
Cabía una tercera posibilidad, muy inquietante: que aquel pequeño juez fuera el emisario de alguien más, de un retorcido cortesano que encabezara una maquinación de la que Pazair fuera, sólo, la parte visible. Furioso ante la idea de que un imprudente se atreviera a desafiarle en su propio terreno, Mentmosé llamó al intendente y le ordenó que preparara el caballo y el carro. Se imponía una caza de liebres en el desierto. Matar algunos animales aterrorizados le relajaría los nervios.
L
a mano derecha de Suti subió por la espalda de su amante, le cosquilleó el cuello, bajó de nuevo y le acarició los lomos.
—Otra vez —suplicó ella.
El joven no se hizo de rogar. Le gustaba dar placer. Su mano se hizo más insistente.
—¡No…, no quiero!
Suti prosiguió; conocía los gustos de su compañera y los satisfacía sin contenerse. Ella fingió resistirse, se volvió y se abrió para acoger a su amante.
—¿Estás contenta con tu gallo?
—Las gallinas están encantadas. Eres una bendición, querido.
Colmada, la propietaria del corral preparó un sólido almuerzo y le arrancó la promesa de que volvería al día siguiente.
Al caer la tarde, tras haber dormido dos horas en el puerto, a la sombra de un carguero, se dirigió a casa de Pazair. El juez había encendido las lámparas. Estaba sentado en la postura del escriba, con el perro apoyado en su pierna izquierda, y escribía.
Viento del Norte
dejó pasar a Suti, que le gratificó con una caricia.