Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—No dramaticemos la situación. Este asunto es una concatenación de circunstancias desafortunadas.
—Dos veteranos y la esposa del guardián en jefe han muerto, y él ha desaparecido. Ésos son los hechos. ¿No podríais solicitar a las autoridades militares que os comunicaran su informe sobre el… accidente?
Mentmosé miró la punta de su pincel.
—Esta gestión se consideraría inconveniente. Al ejercito no le gusta la policía y…
—Yo mismo me encargaré de ello.
Los dos hombres se saludaron de un modo glacial.
—El general Asher acaba de marcharse a una misión en el extranjero —dijo el escriba del ejército al juez Pazair.
—¿Cuánto tiempo tardará en regresar?
—Secreto militar.
—¿Y a quién debo dirigirme, en su ausencia, para obtener un informe sobre el accidente ocurrido recientemente junto a la gran esfinge?
—Sin duda puedo ayudaros. ¡Ah, casi lo olvidaba! El general Asher me confió un documento para que os lo hiciera llegar cuanto antes. Puesto que estáis aquí, os lo daré en propia mano. Firmaréis en el registro.
Pazair quitó el cordel de lino que mantenía enrollado el papiro.
El texto narraba las lamentables circunstancias que habían provocado la muerte del guardián en jefe de la esfinge de Gizeh y de sus cuatro subordinados a consecuencia de una inspección rutinaria. Los cinco veteranos habían subido a la cabeza de la gigantesca estatua para comprobar el buen estado de la piedra y señalar eventuales degradaciones debidas al viento de arena. Uno de ellos, por torpeza, había resbalado y arrastrado a sus compañeros a una mala caída. Los veteranos habían sido inhumados en sus aldeas de origen, dos en el delta y dos en el Sur. Por lo que a los despojos del guardián en jefe se refiere, dado el carácter honorífico de su cargo, se conservaba en una capilla del ejército y se beneficiaría de una larga y cuidada momificación. Cuando regresara de Asia, el propio general Asher dirigiría los funerales.
Pazair firmó el registro reconociendo que había recibido el documento.
—¿Deben iniciarse otras formalidades? —preguntó el escriba.
—No será necesario.
Pazair lamentaba haber aceptado la invitación de Suti. Antes de enrolarse, su amigo quería festejar el acontecimiento en la más célebre casa de cerveza de Menfis. El juez pensaba sin cesar en Neferet, en aquel rostro solar que iluminaba sus sueños. Perdido entre los juerguistas, maravillados por el lugar, Pazair no se interesaba por las bailarinas desnudas, jóvenes nubias de formas esbeltas.
Los clientes estaban sentados en muelles almohadones. Ante ellos, jarras de vino y de cerveza.
—Las pequeñas no deben tocarse —explicó Suti radiante—; están aquí para excitamos. Tranquilízate, Pazair; la patrona proporciona un anticonceptivo de excelente calidad, compuesto de espinas de acacia pulverizadas, miel y dátiles.
Todos sabían que las espinas de acacia contenían ácido láctico que destruía el poder fecundante del esperma; ya en sus primeros retozos amorosos, los adolescentes utilizaban este sencillo medio de entregarse al placer.
Unas quince muchachas, cubiertas con un velo de lino transparente, salieron de las pequeñas habitaciones dispuestas alrededor de la sala central. Muy maquilladas, con los ojos puestos de relieve por los afeites, los labios pintados de rojo, una flor de loto en las cabelleras sueltas, pesados brazaletes en las muñecas y en los tobillos, se aproximaron a los conquistados huéspedes. Se formaron por instinto las parejas y desaparecieron en las pequeñas habitaciones, aisladas unas de otras por medio de cortinas.
Pazair, que había rechazado los ofrecimientos de dos encantadoras danzarinas, permaneció solo, en compañía de Suti que no quería abandonarle.
Apareció una mujer de unos treinta años, cuya única vestidura era un cinturón de conchas y cuentas coloreadas.
Entrechocaron cuando la muchacha bailó con un ritmo lento, mientras tocaba la lira. Fascinado, Suti se fijó en sus tatuajes: una flor de lis en el muslo izquierdo, cerca del pubis, y un dios Bes por encima del vello negro de su sexo, para alejar las enfermedades venéreas. Tocada con una pesada peluca de rizos claros, Sababu, la propietaria de la casa de cerveza, era más fascinante que la más bella de sus mozas. Doblando sus largas piernas depiladas, dio unos pasos lascivos antes de realizar una serie de movimientos sin perder el ritmo de la melodía. Ungida con ládano
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, difundía un perfume hechizador.
Cuando se aproximó a ambos hombres, Suti no pudo controlar su pasión.
—Me gustas —le dijo la mujer—, y creo que yo te gusto.
—No abandonaré a mi amigo.
—Déjale en paz; ¿no ves que está enamorado? Su alma no está aquí. Ven conmigo.
Sababu llevó a Suti a la más espaciosa de las habitaciones. Le hizo sentarse en una cama baja, cubierta de cojines multicolores, se arrodilló y le besó. Él quiso tomarla por los hombros, pero la mujer le apartó dulcemente.
—Tenemos toda la noche, no te apresures. Aprende a contener tu placer, a hacerlo crecer en tus entrañas, a saborear el fuego que circula por tu sangre.
Sababu se quitó el cinturón de conchas y se tendió boca abajo.
—Dame un masaje en la espalda.
Suti se prestó al juego unos instantes; la visión de aquel cuerpo admirable cuidado con la mayor atención y el contacto con aquella piel perfumada le impidieron contenerse por más tiempo. Percibiendo la intensidad de su deseo, Sababu ya no se opuso. Mientras la cubría de besos, Suti le hizo el amor.
—Me has dado placer. No te pareces a la mayoría de mis clientes; beben demasiado y se vuelven blandos y flácidos.
—No rendir homenaje a tus encantos sería un pecado contra el espíritu.
Suti le acariciaba los pechos, atento a la menor de sus reacciones; gracias a las sabias manos de su amante, Sababu recuperaba sensaciones ya olvidadas.
—¿Eres escriba?
—Pronto seré soldado. Antes de convertirme en héroe, quería conocer las más dulces aventuras.
—En ese caso, debo ofrecértelo todo.
Con los labios, con pequeñas caricias de su lengua, Sababu hizo renacer el deseo de Suti. Se enlazaron y, por segunda vez, gozaron juntos, soltando un grito. Recuperaron el aliento mientras se miraban a los ojos.
—Me has seducido, dulce ariete, pues amas el amor.
—¿Hay más bella ilusión?
—Pero tú eres real.
—¿Cómo te convertiste en patrona de una casa de cerveza?
—Por desprecio hacia los falsos nobles y hacia los grandes, de hipócritas discursos. Están, como tú y yo, sometidos a la exigencia de su sexo y sus pasiones. Si supieras…
—Cuéntame.
—¿Quieres, acaso, robarme mis secretos?
—¿Por qué no?
Pese a su experiencia, pese a tantos cuerpos de hombres, hermosos o feos, Sababu no podía resistir las caricias de su nuevo amante. Despertaba en ella la voluntad de vengarse de un mundo que tan a menudo la había humillado.
—Cuando seas un héroe, ¿te avergonzarás de mí?
—¡Al contrario! Estoy convencido de que recibes a muchos notables.
—No te equivocas.
—¡Qué divertido debe de ser…!
Sababu colocó un dedo en los labios del joven.
—Sólo lo sabe mi diario íntimo. Gracias a él, me mantengo serena.
—¿Anotas los nombres de tus clientes?
—Sus nombres, sus hábitos, sus confidencias.
—¡Un verdadero tesoro!
—Si me dejan tranquila, no lo utilizaré. Cuando sea vieja, leeré de nuevo mis recuerdos.
Suti se tendió sobre ella.
—Sigo sintiendo curiosidad. Dime, al menos, un nombre.
—Imposible.
—Para mí, sólo para mí.
El joven besó sus pezones. Estremeciéndose, ella se arqueó.
—Pondría hablarte de un modelo de virtudes. Cuando divulgue sus vicios, su carrera habrá terminado.
—¿Cómo se llama?
—Pazair.
Suti se apartó del suntuoso cuerpo de su amante.
—¿Qué misión te han encargado?
—Hacer correr rumores.
—¿Le conoces?
—Nunca le he visto.
—Te equivocas.
—¿Cómo…?
—Pazair es mi mejor amigo. Esta noche está en tu casa, pero sólo piensa en la mujer de la que está enamorado y en la causa que defiende. ¿Quién te ordenó ensuciarle?
Sababu guardó silencio.
—Pazair es un juez —prosiguió Suti—, el más honesto de los jueces. Renuncia a calumniarle; eres lo bastante poderosa como para que nadie te inquiete.
—No te prometo nada.
S
entados uno junto a otro a orillas del Nilo, Pazair y Suti asistieron al nacimiento del día. Vencedor de las tinieblas y de la monstruosa serpiente que había intentado destruirlo durante su viaje nocturno, el nuevo sol brotó del desierto, ensangrentó el río e hizo que los peces saltaran de júbilo.
—¿Eres un juez serio, Pazair?
—¿De qué me acusas?
—Un magistrado demasiado aficionado a lo picante puede tener el espíritu confuso.
—Tú me arrastraste a esa casa de cerveza. Mientras tú retozabas, yo pensaba en mis expedientes.
—Más bien en tu amada, ¿no es cierto?
El río brillaba. La sangre del alba estaba desapareciendo para dar paso a los oros de la mañana.
—¿Cuántas veces has ido a ese antro de placeres prohibidos?
—Tú has bebido, Suti.
—¿De modo que nunca habías visto a Sababu?
—Nunca.
—Y, sin embargo, estaba dispuesta a decir a quien quisiera escucharla que figuras entre sus mejores clientes.
Pazair palideció. Pensaba menos en su reputación de juez, manchada para siempre, que en la opinión de Neferet.
—¡La han sobornado!
—Eso es.
—¿Quién?
—Hemos hecho tan bien el amor que siente afecto por mí. Me ha hablado de la conspiración en la que estaba mezclada, pero no de quien la paga. A mi entender, es fácil de identificar; son los métodos habituales del jefe de la policía, Mentmosé.
—Me defenderé.
—Es inútil. La he convencido de que se calle.
—No soñemos, Suti. A la primera ocasión, nos traicionará, a ti y a mí.
—No estoy seguro de eso. Esa muchacha tiene moral.
—Permíteme que sea escéptico.
—En ciertas circunstancias, una mujer no miente.
—De todos modos, quiero hablar con ella.
Poco antes de mediodía, el juez Pazair se plantó ante la puerta de la casa de cerveza, en compañía de Kem y del babuino. Aterrorizada, una joven nubia se ocultó bajo los almohadones; una de sus colegas, menos miedosa, se atrevió a enfrentarse con el magistrado.
—Quiero ver a la propietaria.
—Sólo soy una empleada, y…
—¿Dónde está Sababu? No mintáis. Un falso testimonio os llevaría a la cárcel.
—Si os lo digo, me pegará.
—Si calláis, os acusaré de entorpecer la justicia.
—¡No he hecho nada malo!
—Todavía no os he acusado; decidme la verdad.
—Se ha marchado a Tebas.
—¿Una dirección?
—No.
—¿Cuándo volverá?
—Lo ignoro.
Por lo tanto, la prostituta había preferido huir y ocultarse.
A partir de ahora, el juez estaría en peligro al menor paso en falso. Desde las sombras se actuaba contra él. Alguien, Mentmosé sin duda, había pagado a Sababu para que le ensuciara. Si la prostituta cedía a la amenaza, no vacilaría en difamarle. El juez sólo debía su provisional salvación al poder de seducción de Suti.
A veces, estimó Pazair, echar una cana al aire no era del todo condenable.
Tras una larga reflexión, el jefe de la policía había tomado una decisión preñada de consecuencias: solicitar una audiencia privada al visir Bagey. Nervioso, había repetido varias veces su declaración ante un espejo de cobre para estudiar las expresiones de su rostro. Conocía, como todos, la intransigencia del primer ministro de Egipto. Avaro en palabras, a Bagey le horrorizaba perder el tiempo. Su función le obligaba a recibir cualquier queja, viniera de donde viniese, siempre que estuviera fundada. Importunos, falsificadores y mentirosos lamentaban amargamente sus gestiones. Frente al visir, cada palabra y cada actitud contaban.
Mentmosé fue a palacio a última hora de la mañana. A las siete, Bagey se había entrevistado con el rey; luego había dado directrices a sus principales colaboradores y consultado los informes procedentes de provincias. Más tarde se había abierto su audiencia cotidiana, durante la que se habían tratado los múltiples asuntos que los demás tribunales no habían podido resolver. Antes de un frugal almuerzo, el visir aceptaba algunas entrevistas privadas, cuando la urgencia las justificaba.
Recibió al jefe de la policía en un austero despacho, cuya desnuda decoración no reflejaba la grandeza de su cargo: silla con respaldo, estera, arcones para archivo y casilleros para papiros. Si Bagey no hubiera vestido una larga túnica de grueso tejido, de la que sólo salían los hombros, habría parecido un simple escriba. De su cuello colgaba un collar con un enorme corazón de cobre que evocaba su inagotable capacidad de recibir demandas y quejas.
El visir Bagey, de sesenta años, era un hombre de cuerpo rígido, alto, encorvado, con un rostro largo y devorado por una nariz prominente, los cabellos rizados y los ojos azules. No había practicado ningún deporte; su piel temía el sol. Sus manos, finas y elegantes, tenían el sentido del dibujo; tras haber sido artesano, se había convertido en profesor de la sala de escritura, luego en experto geómetra. Advertido por palacio, había sido nombrado geómetra en jefe, juez principal de la provincia de Menfis, decano del porche y, finalmente, visir. Muchos cortesanos habían intentado, en vano, cogerle en falta; temido y respetado, Bagey pertenecía al linaje de los grandes visires que, desde Imhotep, mantenían Egipto en el recto camino. A veces se le reprochaba la severidad de sus sentencias y su inflexible aplicación, pero nadie discutía que fueran merecidas.
Hasta entonces, Mentmosé se había limitado a obedecer las órdenes del visir y a no disgustarle. Aquel encuentro le incomodaba.
El visir, fatigado, parecía dormitar.
—Os escucho, Mentmosé. Sed breve.
—No será tan sencillo…
—Simplificadlo.
—Varios veteranos murieron en un accidente al caer de la gran esfinge.
—¿Investigación administrativa?
—La hizo el ejército.
—¿Anomalías?