Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Me temo que voy a necesitarte —dijo el juez.
—¿Alguna historia de amor?
—Es poco probable.
—¿No se tratará de manejos policiacos?
—Me temo que sí.
—¿Peligrosos?
—Es posible.
—Interesante. ¿Puedo saber más o tengo que lanzarme a ciegas?
—He tendido una trampa a un dentista llamado Qadash.
Suti soltó un silbido de admiración.
—¡Una celebridad! Sólo trata a los ricos. ¿De qué es culpable?
—Su comportamiento me intriga. Tendría que utilizar los servicios de mi policía nubio, pero está ocupado en otras cosas.
—¿Debo robar algo?
—¡Ni lo sueñes! Sólo tienes que vigilar si Qadash sale de su casa y si se comporta de un modo extraño.
Suti trepó a una persea desde la que veía la entrada de la mansión del dentista y el acceso a las dependencias. Aquella noche de descanso no le disgustaba; solo por fin, saboreaba el aire de la noche y la belleza del cielo. Cuando las lámparas se hubieron apagado y el silencio cubrió la gran morada, una silueta se deslizó al exterior utilizando la puerta de los establos. El hombre se había cubierto con un manto; los cabellos canos y la silueta eran, efectivamente, los del dentista que Pazair le había descrito. Seguirle fue fácil. Qadash, aunque nervioso, caminó lentamente y no se volvió. Se dirigió hacia un barrio que estaba reconstruyéndose. Antiguos edificios administrativos, vetustos ya, habían sido derribados; un montón de ladrillos obstruía la calzada. El dentista rodeó una montaña de cascotes y desapareció. Suti la escaló con mucho cuidado de no hacer caer un ladrillo que revelara su presencia. Cuando llegó a la cumbre, descubrió una hoguera alrededor de la cual había tres hombres, entre ellos Qadash.
Se quitaron los mantos y aparecieron desnudos, salvo por el estuche de cuero que ocultaba su pene; pusieron tres plumas en sus cabellos. Blandiendo en cada mano un corto bastón arrojadizo, danzaban fingiendo enfrentarse. Los compañeros de Qadash, más jóvenes que él, doblaron de pronto las piernas y saltaron lanzando un grito bárbaro. Aunque tenía dificultades para seguir la cadencia, el dentista manifestaba mucho entusiasmo. La danza duró más de una hora; de repente, uno de los danzarines se arrancó el estuche de cuero y enseñó su virilidad, y en seguida fue imitado por sus amigos. Como Qadash mostraba signos de fatiga, le hicieron beber vino de palma antes de arrastrarle a un nuevo frenesí.
Pazair había escuchado el relato de Suti con la mayor atención.
—¡Qué extraño!
—No conoces las costumbres libias; este tipo de festejo es muy típico.
—¿Con qué objeto?
—Virilidad, fecundidad, capacidad de seducir… Bailando obtienen nuevas energías. Por lo que a Qadash se refiere, parecen difíciles de captar.
—Por lo tanto, nuestro dentista se siente disminuido.
—Por lo que he podido ver, no se equivoca. ¿Pero hay algo ilegal en su comportamiento?
—En principio, nada; pese a que afirma detestar a los extranjeros, no olvida sus raíces libias y se zambulle en costumbres que la buena sociedad, base de su clientela, desaprobaría con fuerza.
—¿Te he sido útil, al menos?
—Irremplazable.
—La próxima vez, juez Pazair, envíame a espiar una danza de mujeres.
Utilizando su fuerza de persuasión, Kem y el babuino policía habían recorrido en todas direcciones Menfis y sus suburbios para encontrar el rastro de los cuatro subordinados del guardián en jefe desaparecido.
El nubio aguardó a que el escribano se fuera para hablar con el juez. Iarrot no le inspiraba demasiada confianza. Cuando el gran simio entró en el despacho,
Bravo
se refugió bajo la silla de su dueño.
—¿Dificultades, Kem?
—He logrado las direcciones.
—¿Sin violencia?
—Ni rastro de brutalidad.
—Mañana mismo interrogaremos a los cuatro testigos.
—Todos han desaparecido.
Pazair dejó su pincel estupefacto. Cuando se había negado a avalar un documento administrativo banal, no había imaginado que estaría levantando la tapa de un caldero lleno de misterios.
—¿Alguna pista?
—Dos han ido a vivir al delta, otros dos a la región tebana. Tengo los nombres de las aldeas.
—Preparad vuestra bolsa de viaje.
Pazair pasó la velada en casa de su maestro. Cuando se dirigía hacia allí tuvo la impresión de que le seguían; demoró el paso, se volvió dos o tres veces, pero no vio a nadie.
Sin duda se había equivocado.
Sentado frente a Branir, en la florida terraza de la casa, degustó la cerveza fresca mientras escuchaba el aliento de la gran ciudad que se adormecía. Aquí y allá, unas luces denunciaban a los trasnochadores o a los escribas atareados. En compañía de Branir, el mundo se inmovilizaba; a Pazair le habría gustado retener como una joya aquel instante, mantenerlo en el hueco de sus manos e impedir que se disolviera en la negrura del tiempo.
—¿Ha recibido Neferet su destino?
—Todavía no, pero es inminente. Ocupa una habitación en la escuela de medicina.
—¿Quién lo decide?
—Una asamblea de facultativos, dirigida por el médico en jefe Nebamon. Neferet tendrá que encargarse, sola, de una función más bien cómoda, luego, con la experiencia, las dificultades aumentarán. Pero sigues pareciéndome sombrío, Pazair; diríase que has perdido la alegría de vivir.
Pazair resumió los hechos.
—Demasiadas coincidencias turbadoras, ¿no es verdad?
—¿Y tu hipótesis?
—Es muy pronto para formular una. Sin duda, se ha cometido una falta; ¿pero de qué naturaleza y de qué gravedad?
Estoy preocupado, tal vez sin razón; a veces, no sé si proseguir, pero no puedo comprometer mi responsabilidad, por mínima que sea, sin estar plenamente de acuerdo con mi conciencia.
—El corazón traza los planes y guía al individuo; por lo que al carácter se refiere, mantiene lo que se adquirió y preserva las visiones del corazón
[32]
.
—Mi carácter no será débil; exploraré lo que he percibido.
—No pierdas nunca de vista la felicidad de Egipto, no te preocupes por tu bienestar. Si tu acción es justa, vendrá por añadidura.
—Si se admite la desaparición de un hombre sin revelarse, si un documento oficial equivale a una mentira, ¿no está amenazada la grandeza de Egipto?
—Tus temores son fundados.
—Si vuestro espíritu está con el mío, afrontaré los peores peligros.
—No te falta el valor; hazte más lúcido y aprende a evitar ciertos obstáculos. Atacarlos de frente sólo te procurará heridas. Rodéalos, aprende a utilizar la fuerza del adversario, sé flexible como el junco y paciente como el granito.
—La paciencia no es mi fuerte.
—Edifícate como un arquitecto que trabaja sus materiales.
—¿Me desaconsejáis ir al delta?
—Ya has tomado tu decisión.
Soberbio en su vestido de lino plisado con flecos coloreados, con una artística manicura, altivo, Nebamon abrió la sesión plenaria que se celebraba en la gran sala de la escuela de medicina de Menfis. Una decena de afamados facultativos, ninguno de los cuales había sido considerado responsable de la muerte de un enfermo, debían confiar una primera misión a los jóvenes médicos recién aceptados. Por lo general, las decisiones, llenas de benevolencia, no eran objeto de discusión alguna. También esta vez, la tarea sería corta.
—Ahora, el caso Neferet —anunció un cirujano—. Elogiosas observaciones de Menfis, de Sais y de Tebas. Un elemento brillante, excepcional incluso.
—Sí, pero es una mujer —objetó Nebamon.
—¡No será la primera!
—Neferet es inteligente, lo admito, pero le falta energía; la experiencia puede hacer pedazos sus conocimientos teóricos.
—¡Ha hecho, sin desfallecer, numerosas prácticas! —recordó un generalista.
—Las prácticas son tuteladas —indicó almibarado Nebamon—; ¿no perderá la cabeza cuando esté sola frente a los enfermos? Su capacidad de resistencia me preocupa; me pregunto sí no se habrá equivocado al elegir nuestro camino.
—¿Qué proponéis?
—Una prueba bastante dura y enfermos difíciles; si domina la situación, la felicitaremos. En caso contrario, podremos decidir.
Nebamon, sin levantar la voz, obtuvo el asentimiento de sus colegas. Reservaba a Neferet la más desagradable sorpresa de su reciente carrera; cuando estuviera destrozada la sacaría del arroyo y la acogería en su seno, agradecida y sumisa.
Aterrada, Neferet se aisló para llorar.
Ningún esfuerzo la asustaba; pero no esperaba convertirse en responsable de una enfermería militar donde se reunían los soldados heridos o enfermos que regresaban de África. Unos treinta hombres tendidos en esteras; unos respiraban con estertores, otros deliraban, otros, por fin, iban vaciándose. El responsable sanitario del cuartel no había dado directriz alguna a la muchacha, limitándose a dejarla allí. Obedecía órdenes.
Neferet se sobrepuso. Fuera cual fuese la razón de aquella jugarreta, debía cumplir con su deber y cuidar a aquellos infelices. Tras haber examinado la farmacia del cuartel recuperó la confianza. La tarea más urgente era aliviar los violentos dolores; machacó pues raíces de mandragora, fruto carnoso de largas hojas y flores verdes, amarillas y anaranjadas, para extraer una sustancia muy activa que servía, al mismo tiempo, de analgésico y de narcótico. Luego, lo mezcló con oloroso eneldo, jugo de dátiles, jugo de uva e hizo hervir el producto en vino; durante cuatro días consecutivos haría que los enfermos tomaran aquella poción.
Llamó a un joven recluta que limpiaba el patio del cuartel.
—Tú me ayudarás.
—¿Yo? Pero si…
—Te nombro enfermero.
—El comandante…
—Vete a verle en seguida y dile que si se niega a que me ayudes morirán treinta hombres.
El oficial aceptó; no le gustaba el cruel juego en el que se veía obligado a participar.
Al entrar en la enfermería, el aspirante estuvo a punto de desvanecerse; Neferet le reconfortó.
—Les sostendrás con cuidado la cabeza para que yo les haga beber el remedio. Luego los lavaremos y les limpiaremos el local.
Al principio cerró los ojos y contuvo la respiración; tranquilizado por la calma de Neferet, el enfermero novato olvidó su asco y se sintió satisfecho al ver que la poción actuaba de prisa. Estertores y gritos cesaron; varios soldados se durmieron.
Uno de ellos agarró la pierna derecha de la joven.
—Soltadme.
—De ningún modo, hermosa; una presa como tú no se deja escapar. Voy a darte placer.
El enfermero soltó la cabeza del paciente, que cayó pesadamente al suelo, y lo aturdió de un puñetazo; los dedos se ablandaron y Neferet se liberó.
—Gracias.
—¿No… no habéis tenido miedo?
—Claro que sí.
—Si lo deseáis, los anestesio a todos del mismo modo.
—Sólo si es necesario.
—¿Qué tienen?
—Disentería.
—¿Es grave?
—Una enfermedad que conozco y que puedo curar.
—En Asia beben agua corrompida; yo prefiero barrer el cuartel.
En cuanto se logró una perfecta higiene, Neferet administró a sus pacientes pociones a base de cilantro
[33]
para calmar los espasmos y purificar los intestinos. Luego machacó raíces de granado con levadura de cerveza, filtró el compuesto con un paño y lo dejó descansar toda una noche. El fruto amarillo, lleno de pepitas de un rojo brillante, procuraba un eficaz remedio contra la diarrea y la disentería.
Neferet trató los casos más agudos con un clister compuesto de miel, mucilago
[34]
fermentado, cerveza dulce y sal que inyectaba en el ano con un cuerno de cobre, cuya extremidad más fina tenía forma de pico. Cinco días de cuidados intensivos dieron excelentes resultados. Leche de vaca y miel, únicos alimentos autorizados, acabarían de poner en pie a los enfermos.
El médico en jefe Nebamon, de muy buen humor, visitó las instalaciones sanitarias del cuartel seis días después de que Neferet había entrado en funciones. Se declaró satisfecho y terminó su inspección por la enfermería donde habían sido aislados los soldados que habían contraído disentería durante la última campaña de Asia. Con los nervios de punta, agotada, la muchacha le suplicaría que la destinara a otro puesto y aceptaría trabajar en su equipo.
Un recluta barría el umbral de la enfermería, cuya puerta estaba abierta de par en par. Una corriente de aire purificaba el local, vacío y recién encalado.
—He debido equivocarme —dijo Nebamon al soldado—; ¿sabéis dónde trabaja la médico Neferet?
—Primer despacho a la izquierda.
La muchacha escribía nombres en un papiro.
—¡Neferet! ¿Dónde están los enfermos?
—Convaleciendo.
—¡Imposible!
—Aquí está la lista de los pacientes, la naturaleza de los tratamientos y la fecha de salida de la enfermería.
—¿Pero cómo…?
—Os agradezco que me hayáis confiado una tarea que me ha permitido verificar la validez de nuestra medicación.
Hablaba sin animosidad, con un brillo dulce en la mirada.
—Creo que me he equivocado.
—¿De qué estáis hablando?
—Me he portado como un imbécil.
—No es ésa la reputación que tenéis, Nebamon.
—Escuchadme, Neferet…
—Mañana mismo tendréis un informe completo; ¿tendréis la amabilidad de comunicarme, con la mayor rapidez posible, mi próximo destino?
Mentmosé estaba rabioso. En la gran mansión, ni un solo servidor se atrevería a moverse mientras no se hubiera apaciguado la fría cólera del jefe de policía.
En los momentos de máxima tensión su cráneo le picaba y se rascaba hasta hacerse sangre. A sus pies, jirones de papiro, miserables restos de los informes desgarrados de sus subordinados.
Nada.
Ningún indicio consistente, ninguna falta notoria, ningún inicio de malversación: Pazair se comportaba como un juez honesto y, por lo tanto, peligroso. Mentmosé no solía subestimar al adversario; éste pertenecía a una especie temible y no sería fácil de contrarrestar. Ninguna acción decisiva antes de haber respondido a una pregunta: ¿quién le manipulaba?
E
l viento hinchaba la amplia vela del barco de un solo mástil que bogaba por las extensiones acuáticas del delta. El piloto manejaba el timón con habilidad y aprovechaba la corriente mientras sus pasajeros, el juez Pazair, Kem y su babuino policía, descansaban en la cabina construida en mitad de la embarcación. En el techo, su equipaje. A proa, el capitán sondeaba la profundidad por medio de una gran pértiga y daba órdenes a la tripulación. El ojo de Horus, dibujado a proa y a popa, protegía la navegación.