El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (14 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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Pazair salió de la cabina y se acodó en la borda para contemplar un paisaje que descubría por primera vez. ¡Qué lejano estaba el valle, con sus cultivos aprisionados entre dos desiertos! Aquí, el río se dividía en brazos y en canales que irrigaban ciudades, aldeas, palmerales, campos y viñas; centenares de pájaros, golondrinas, abubillas, garzas blancas, cornejas, alondras, gorriones, cormoranes, pelicanos, ocas silvestres, patos, grullas, cigüeñas, cruzaban un cielo de color azul pálido, nuboso a veces. El juez tenía la sensación de contemplar un mar poblado de cañas y papiros; en las colinas que emergían, bosquecillos de sauces y acacias protegían blancas casas de una sola planta. ¿Se trataba acaso de la marisma primordial que mencionaban los antiguos autores, la encarnación terrestre del océano que rodeaba el mundo y del que surgía, cada mañana, el nuevo sol?

Dos cazadores de hipopótamos hicieron señas al barco para que cambiara de rumbo. Perseguían un macho herido que acababa de zambullirse y que podía reaparecer bruscamente haciendo zozobrar la embarcación, por muy grande que fuera. El monstruo se batiría con ferocidad.

El capitán no desdeñó la advertencia; tomó «las aguas de Ra», que formaban la rama más oriental del Nilo, hacia el nordeste. Cerca de Bubastis, la ciudad de la diosa Bastet simbolizada por un gato, se introdujo en el «canal del agua dulce», a lo largo del Uadi Tumilat, hacia los lagos amargos. El viento soplaba con fuerza; a la derecha, más allá de un estanque donde se bañaban los búfalos, había una aldea al abrigo de los tamariscos.

El barco atracó; tendieron una pasarela. Pazair, que no tenía piernas de marino, la franqueó titubeando. Cuando vieron al babuino, un grupo de niños emprendió la huida. Sus gritos alertaron a los campesinos, que salieron al encuentro de los recién llegados blandiendo horcas.

—No tenéis nada que temer; soy el juez Pazair y vengo acompañado por la policía.

Las horcas se inclinaron y el magistrado fue conducido ante el jefe de la localidad, un anciano desabrido.

—Me gustaría hablar con el veterano que regresó a su casa hace unas semanas.

—En esta tierra será imposible.

—¿Fallecido?

—Unos soldados transportaron su cuerpo. Lo enterramos en nuestro cementerio.

—¿Causa de la muerte?

—Vejez.

—¿Examinasteis el cadáver?

—Estaba momificado.

—¿Qué os dijeron los soldados?

—No fueron muy habladores.

Exhumar una momia hubiera sido un sacrilegio. Pazair y sus compañeros embarcaron de nuevo y partieron hacia el pueblo donde residía el segundo veterano.

—Tendréis que caminar por la marisma —precisó el capitán—; por esos parajes hay islotes peligrosos. Debo permanecer alejado de la orilla.

Al babuino no le gustaba el agua. Kem le habló largo rato y consiguió convencerle de que se aventurara por un camino abierto entre las cañas. El simio, inquieto, no dejaba de volverse y de mirar a diestro y siniestro. El juez caminaba delante, impaciente, hacia unas casitas agrupadas en la cima de la colina. Kem acechaba las reacciones del animal; seguro de su fuerza, no se comportaba así sin razón.

El babuino lanzó un grito estridente, empujó al juez y agarró la cola de un pequeño cocodrilo que serpenteaba en el agua lodosa. Cuando el saurio abría las fauces, lo tiró hacia atrás. «El gran pez», como le llamaban los ribereños, sabía matar por sorpresa a los corderos y cabras que iban a beber en las charcas.

El cocodrilo se debatió, pero era demasiado joven y pequeño para resistir el furor del cinocéfalo que le arrancó del barro y le lanzó a varios metros de distancia.

—Agradecédselo —dijo Pazair al nubio—. Estudiaré un ascenso.

El jefe del pueblo estaba sentado en una silla baja compuesta por un plano inclinado y un respaldo redondeado contra el que apoyaba la espalda. Bien arrellanado, a la sombra de un sicómoro, degustaba una copiosa comida compuesta por aves, cebollas y una jarra de cerveza que descansaban en un cesto de fondo llano.

Invitó a sus huéspedes a compartir las viandas. El babuino, cuya hazaña corría ya de boca en boca por toda la marisma, dio un buen mordisco a un muslo de pollo.

—Buscamos a un veterano que se retiró aquí al jubilarse.

—Lamentablemente, juez Pazair, sólo volvimos a verle en forma de momia. El ejército se encargó del transporte y pagó los gastos de sepultura. Nuestro cementerio es modesto, pero la eternidad es tan feliz como en cualquier otra parte.

—¿Os dijeron las causas de la muerte?

—Los soldados no fueron muy locuaces, pero insistí. Un accidente, al parecer.

—¿De qué clase?

—No sé nada más.

En el barco que le devolvía a Menfis, Pazair no ocultó su decepción.

—Fracaso total: el guardián en jefe desaparecido, dos de sus subordinados muertos y los otros dos, probablemente, momificados también.

—¿Renunciáis a un nuevo viaje?

—No, Kem; quiero salir de dudas.

—Me alegrará volver a ver Tebas.

—¿Qué impresión tenéis?

—Que todos esos hombres hayan muerto os impide descubrir la clave del enigma, y es una suerte.

—¿No deseáis conocer la verdad?

—Cuando es demasiado peligrosa, prefiero ignorarla. Ya me costó la nariz; ésta podría arrebataros la vida.

Cuando Suti regresó, al amanecer, Pazair ya estaba trabajando, con el perro a sus pies.

—¿No has dormido? Yo tampoco. Necesito descansar… Mi propietaria de corral me agota. Es insaciable y ávida de cualquier excentricidad. He traído tortas calientes; el panadero acaba de cocerlas.

Bravo
fue el primero que se sirvió; los dos amigos desayunaron juntos. Aunque se cayera de sueño, Suti advirtió que Pazair estaba preocupado.

—O estás cansado o tienes serias preocupaciones; ¿tu inaccesible desconocido?

—No tengo derecho a hablar de ello.

—¿Secreto del sumario, incluso para mí? Debe ser realmente grave.

—Estoy estancado, Suti, pero tengo la seguridad de que he puesto el dedo en un asunto criminal.

—¿Con… un asesino?

—Es probable.

—Desconfía, Pazair; los crímenes son raros en Egipto. ¿No habrás pisado una serpiente? Te arriesgas a molestar a personajes importantes.

—Gajes del oficio.

—¿No es el crimen cosa del visir?

—Siempre que esté probado.

—¿De quién sospechas?

—Sólo estoy seguro de una cosa: unos soldados han dado su apoyo a una maquinación. Unos soldados que deben obedecer al general Asher.

Suti soltó un silbido de admiración.

—¡Apuntas muy alto! ¿Una conspiración militar?

—No lo excluyo.

—¿Con qué intención?

—Lo ignoro.

—Soy tu hombre, Pazair.

—¿Qué quieres decir?

—Enrolarme en el ejército no es un sueño. Pronto me convertiré en un excelente soldado, un oficial, tal vez un general. En cualquier caso, un héroe. Lo sabré todo sobre Asher. Si es culpable de algún delito me enteraré y, por lo tanto, también tú te enterarás.

—Demasiado peligroso.

—¡Al contrario, será excitante! Por fin la aventura que tanto deseaba. ¿Y si entre los dos salváramos Egipto? Quien dice conspiración militar dice toma del poder por una casta.

—Vasto proyecto, Suti; pero todavía no estoy seguro de que la situación sea tan desesperada.

—¿Qué sabes tú? ¡Déjame hacer!

Un teniente de los carros, acompañado por dos arqueros, se presentó en el despacho de Pazair a media mañana. El hombre era rudo y discreto.

—He sido comisionado para regularizar un traslado sometido a vuestra aprobación.

—¿No será el del ex guardián en jefe de la esfinge?

—Afirmativo.

—Me niego a poner mi sello mientras ese veterano no haya comparecido ante mí.

—Precisamente tengo la misión de llevaros al lugar donde se halla para cerrar el expediente.

Suti dormía a pierna suelta, Kem patrullaba y el escribano no había llegado todavía. Pazair desdeñó la impresión de peligro. ¿Qué cuerpo constituido, aunque fuera el ejército, se atrevería a atentar contra la vida de un juez? Aceptó subir en el carro del oficial tras haber acariciado a
Bravo
, cuya mirada era inquieta.

El vehículo atravesó los suburbios rápidamente, salió de Menfis, tomó una carretera que flanqueaba los cultivos y entró en el desierto. Allí presidían las pirámides de los faraones del Imperio Antiguo, rodeadas de magníficas tumbas donde pintores y escultores habían plasmado un genio sin igual. La pirámide escalonada de Saqqarah, obra de Djeser y de Imhotep, dominaba el paisaje; los gigantescos peldaños de piedra formaban una escalera que ascendía hacia el cielo, permitiendo al alma del rey subir al sol o bajar de él. Sólo la cima del monumento era visible, pues el recinto de resaltos, con una sola puerta permanentemente custodiada, lo aislaba del mundo profano. En el gran patio interior, el faraón viviría los ritos de regeneración cuando su potencia y su capacidad para gobernar estuvieran erosionadas.

Pazair respiró a pleno pulmón el aire del desierto, vivido y seco; le gustaba aquella tierra roja, aquel mar de rocas abrasadas y de rubia arena, aquel vacío lleno de la voz de los antepasados. Aquí, el hombre se despojaba de lo superfluo.

—¿Adonde me lleváis?

—Estamos llegando.

El carro se detuvo ante una casa de minúsculas ventanas, lejos de cualquier aglomeración; había varios sarcófagos apoyados en las paredes. El viento levantaba nubes de arena, ni un solo arbusto, ni una sola flor; a lo lejos, pirámides y tumbas. Una colina rocosa impedía ver los palmerales y los cultivos. En el lindero de la muerte, en el corazón de la soledad, el lugar parecía abandonado.

—Es aquí.

El oficial dio unas palmadas.

Pazair bajó del carro intrigado. El lugar era ideal para una emboscada y nadie sabía dónde se hallaba. Pensó en Neferet. Desaparecer sin haberle revelado su pasión sería un eterno fracaso.

La puerta de la casa se abrió chirriando. Un hombre flaco, de piel muy blanca, manos interminables y delgadas piernas se inmovilizó en el umbral. De su largo rostro destacaban unas cejas negras y espesas que se unían sobre la nariz; sus estrechos labios parecían carecer de sangre. En su delantal de piel de cabra había manchas oscuras.

Los ojos negros se clavaron en Pazair. El juez nunca había soportado una mirada como aquélla, intensa, glacial, cortante como una daga. La resistió.

—Djui es el momificador oficial —explicó el teniente de carro.

El interpelado inclinó la cabeza.

—Seguidme, juez Pazair.

Djui se apartó para dejar pasar al oficial, seguido del magistrado, que descubrió el taller de embalsamado donde, sobre una mesa de piedra, se momificaban los cuerpos. Ganchos de hierro, cuchillos de obsidiana y piedras aguzadas colgaban de las paredes; en unos estantes había botes de aceite y de ungüentos, y sacos llenos de natrón, indispensable para las momificaciones.

De acuerdo con la ley, el momificador tenía que vivir fuera de la ciudad. Pertenecía a una casta temida, formada por seres salvajes y silenciosos.

Los tres hombres bajaron los primeros peldaños de la escalera que llevaba a un inmenso sótano. Estaban desgastados y resbaladizos. La antorcha que llevaba Djui vaciló. En el suelo había momias de distinto tamaño. Pazair tuvo un sobresalto.

—He recibido un informe referente al ex guardián en jefe de la esfinge —explicó el teniente—. La petición os fue enviada por error. En realidad, murió en un accidente.

—Un accidente terrible, en verdad.

—¿Por qué lo decís?

—Porque mató, por lo menos, a tres veteranos, si no más.

El oficial se encogió de hombros.

—No estoy al corriente.

—¿Circunstancias del drama?

—Faltan los detalles. El guardián en jefe fue hallado muerto en el lugar y su cadáver fue traído aquí. Por desgracia, un escriba se equivocó; en vez de ordenar la inhumación, solicitó un traslado. Simple error administrativo.

—¿Y el cuerpo?

—He querido enseñároslo para poner fin a tan lamentable asunto.

—Momificado, claro.

—Claro.

—¿El cuerpo ha sido depositado en el sarcófago?

El teniente pareció desconcertado. Miró al momificador, que inclinó negativamente la cabeza.

—Por lo tanto, los últimos ritos no se han celebrado —concluyó Pazair.

—Es cierto, pero…

—Pues bien, mostradme la momia.

Djui acompañó al juez y al oficial hasta lo más profundo del sótano. Designó los despojos del guardián en jefe, de pie en una cavidad, envueltos en vendas. Llevaban un número escrito en tinta roja.

El momificador enseñó al teniente la etiqueta que se fijaría en la momia.

—Ya sólo queda poner vuestro sello —sugirió el oficial al magistrado.

Djui se mantenía a espaldas de Pazair. La luz vacilaba cada vez más.

—Que esta momia permanezca aquí, teniente, y en el mismo estado. Si desaparece o se degrada, os consideraré responsable.

CAPÍTULO 15

¿
Podríais indicarme el lugar donde trabaja Neferet?

—Pareces preocupado —observó Branir.

—Es muy importante —insistió Pazair—. Tal vez tenga una prueba material, pero no puedo explotarla sin la ayuda de un médico.

—La vi ayer por la noche. Ha detenido brillantemente una epidemia de disentería y curado a treinta soldados en menos de una semana.

—¿Soldados? ¿Qué misión le habían confiado?

—Una jugarreta impuesta por Nebamon.

—Le daré una paliza que recordará toda su vida.

—¿Se adecuaría esto a los deberes de un juez?

—Ese tirano merece ser condenado.

—Se ha limitado a ejercer su autoridad.

—Sabéis muy bien que no. Decidme la verdad: ¿a qué nueva prueba la ha sometido ese incapaz?

—Al parecer se ha enmendado; Neferet ocupa un cargo farmacéutico.

Junto al templo de la diosa Sekhmet, unos laboratorios
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farmacéuticos trabajaban con centenares de plantas que servían de base para las preparaciones magistrales. Entregas diarias garantizaban el frescor de las pociones expedidas a los médicos de ciudades y campiñas. Neferet vigilaba la buena ejecución de las recetas. Comparado con su anterior función, se trataba de un retroceso; Nebamon se lo había presentado como una fase obligatoria y un tiempo de descanso antes de tratar, otra vez, enfermos. Fiel a su línea de conducta, la joven no había protestado.

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