Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Haced que coloquen una escala en la fachada del granero principal.
—¿Debo repetirlo? Un técnico lo ha verificado ya.
—¿Os oponéis acaso a la ley?
El intendente se hizo más amable.
—Pienso en vuestra seguridad, juez Pazair. Trepar hasta allí arriba es peligroso. No estáis acostumbrado a este tipo de escalada.
—Entonces ignorabais que la mitad de vuestras reservas han desaparecido.
El intendente pareció estupefacto.
—¡Qué desastre!
—¿Explicación?
—Las plagas, sin duda alguna.
—¿Y no son vuestra principal preocupación?
—Me remito al servicio de higiene; ¡él es el culpable!
—La mitad de las reservas, es enorme.
—Cuando las plagas actúan…
—Poned la escalera.
—Es inútil, os lo aseguro. No es ésta la misión de un juez.
—Cuando haya puesto mi sello en el informe oficial, vos seréis el responsable ante la justicia.
Dos empleados acercaron una gran escalera y la apoyaron en la fachada del silo. Pazair, incómodo, trepó; los barrotes chirriaban, la estabilidad dejaba mucho que desear. A la mitad de su recorrido, vaciló.
—¡Sujetadla! —reclamó.
El intendente miró a sus espalda como si intentara huir. Kem posó una mano en su hombro, el babuino se acercó a su pierna.
—Obedezcamos al juez —recomendó el nubio—. ¿No desearéis que se produzca un accidente?
Actuaron como contrapeso. Tranquilizado, Pazair siguió trepando. Llegó a la cima, ocho metros por encima del suelo, levantó un pestillo y abrió el tragaluz.
El silo estaba lleno hasta el borde.
—Es incomprensible —estimó el intendente—. El verificador os ha mentido.
—Hay otra hipótesis —consideró Pazair—: vuestra complicidad.
—¡Fui engañado, no os quepa duda!
—Me cuesta creeros.
El babuino soltó un gruñido y mostró sus colmillos.
—Detesta a los mentirosos —indicó el nubio.
—¡Sujetad a esa fiera!
—No puedo ejercer ningún control sobre él cuando un testigo lo irrita.
El intendente agachó la cabeza.
—Me prometió una buena retribución si avalaba su examen. Habríamos vendido el grano que aparentemente faltaba. Una hermosa operación a la vista. Pero el delito no ha tenido lugar, ¿podré conservar mi puesto?
Pazair trabajó hasta muy tarde. Firmó el acta de destitución del intendente, apoyándola con argumentos, y buscó en vano al verificador en las listas de funcionarios. Un nombre falso sin duda alguna. El robo de grano no era raro, pero la falta nunca había adquirido tamañas proporciones. ¿Era un acto individual, limitado a un silo de Menfis, o una corrupción generalizada? Esta última posibilidad justificaría el sorprendente decreto del faraón. ¿No contaba el soberano con los jueces para restablecer la equidad y enderezar los renglones torcidos? Si todos actuaban justamente, fuera su función modesta o importante, el mal desaparecería en seguida.
En la llama de la lámpara, el rostro de Neferet, sus ojos, sus labios. A aquellas horas, debía de estar durmiendo.
¿Estaría pensando en él?
P
azair, acompañado por Kem y el babuino, tomó un rápido barco con destino a la mayor plantación de papiro del delta, explotada por Bel-Tran con licencia real. En el barro y las marismas, las plantas de pilosa umbela y tallo de sección triangular podían alcanzar una altura de seis metros y formar densas espesuras. Prietas unas contra las otras, las flores en forma de parasol coronaban el precioso vegetal. Con las raíces leñosas se fabricaban muebles, con las redes y la corteza, esteras, cestos, redes, cables, cuerdas e, incluso, sandalias y paños para los más pobres. Por su parte, la savia esponjosa, abundante bajo la corteza, recibía un tratamiento apropiado para convertirse en el famoso papiro que el mundo envidiaba a Egipto.
Bel-Tran no se limitaba al ciclo natural; de este modo, en su inmensa propiedad, había cultivado el papiro para desarrollar la producción y exportar parte de ella. Los verdeantes tallos significaban vigor y juventud en todo Egipto; el cetro de las diosas tenía la forma de un papiro, las columnas de los templos eran papiros de piedra.
En la espesura se había abierto un amplio camino; Pazair se cruzó con campesinos desnudos que llevaban a la espalda pesadas gavillas. Mascaban los brotes tiernos, absorbían el jugo y escupían la pulpa. Ante los grandes almacenes donde, en seco, se conservaba el material en cajas de madera o en jarras de terracota, los especialistas limpiaban las fibras seleccionadas cuidadosamente, antes de extenderlas sobre esteras o tablas. Las láminas, de una sección de cuarenta centímetros, se cortaban en sentido longitudinal y se disponían en dos capas superpuestas en ángulo recto. Una nueva categoría de técnicos cubría el conjunto con un lienzo húmedo y golpeaba largo tiempo con un mazo de madera. Y llegaba el delicado momento en que las franjas de papiro, una vez secas, debían pegarse unas a otras, sin aditivo alguno.
—Magnífico, ¿no es cierto?
El hombre rechoncho que se dirigía a Pazair tenía una cabeza redonda, lunar, y unos cabellos negros engominados con un cosmético. Manos y pies gordezuelos, pesado, parecía, sin embargo, muy dinámico, casi agitado.
—Vuestra visita me honra, juez Pazair; mi nombre es Bel-Tran. Soy el propietario de esta plantación.
Se subió el paño y se arregló la camisa de fino lino. Aunque se vistiera en casa de la mejor tejedora de Menfis, sus ropas parecían siempre demasiado pequeñas, demasiado grandes o demasiado anchas.
—Deseo compraros papiro.
—Venid a ver mis más hermosos especimenes.
Bel-Tran llevó a Pazair hasta el almacén donde conservaba sus ejemplares de lujo, rollos compuestos de una veintena de hojas. El fabricante abrió uno.
—Contemplad este esplendor, su fina trama, su soberbio color amarillo. Ningún competidor ha conseguido imitarme. Uno de los secretos es el tiempo de exposición al sol, pero hay muchos otros puntos importantes sobre los que mantendré la boca cerrada.
El juez tocó la punta del rollo.
—Es perfecto.
Bel-Tran no disimuló su orgullo.
—Lo destino a los escribas que copian las antiguas
sabidurías
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y las completan. La biblioteca de palacio me encarga una docena para el mes próximo. También proporciono ejemplares del
Libro de los muertos
que se depositan en las tumbas.
—Vuestros negocios parecen florecientes.
—Los son, siempre que se trabaje día y noche. No me quejo, mi oficio me apasiona. ¿No es esencial proporcionar un soporte para los textos y los jeroglíficos?
—Mi crédito es limitado, no tengo medios para comprar tan hermosos papiros.
—Tengo una calidad inferior, pero notable todavía. Solidez garantizada.
El lote convenía al juez, pero el precio seguía siendo demasiado elevado.
Bel-Tran se rascó la nuca.
—Me sois muy simpático, juez Pazair, y espero que sea reciproco. Aprecio la justicia porque es la clave de la felicidad. ¿Me concederíais la satisfacción de regalaros este lote?
—Soy sensible a vuestra generosidad, pero me veo obligado a rechazarlo.
—Permitidme que insista.
—Cualquier regalo, fuera cual fuese, sería calificado de corrupción. Si me concedéis pagarlo a plazos, será necesario notificarlo y registrarlo.
—¡Muy bien, de acuerdo! He oído decir que no vaciláis en atacar a los grandes comerciantes que no respetan la ley. Sois muy valeroso.
—Un simple deber.
—Últimamente, en Menfis, la moralidad de los negociantes tiende a bajar. Supongo que el decreto del faraón detendrá esta molesta evolución.
—Mis colegas y yo lo procuraremos, aunque conozco mal las costumbres menfitas.
—Os acostumbraréis pronto. En estos últimos años, la competencia entre mercaderes ha sido bastante enconada; no han vacilado en darse duros golpes.
—¿Los habéis recibido?
—Como los demás, pero peleo. Al principio, trabajaba como auxiliar contable en una gran propiedad del delta donde el papiro era mal explotado. Salario mínimo y muchas horas de trabajo. Le propuse ciertas mejoras al dueño de la propiedad, las aceptó y me ascendió al rango de contable. Habría vivido tranquilo si no me hubiera abrumado la desgracia.
Ambos hombres salieron del depósito y caminaron por la avenida bordeada de flores que llevaba a la mansión de Bel-Tran.
—¿Puedo ofreceros algo de beber? No es corrupción, os lo aseguro.
Pazair sonrió. Sentía que el fabricante tenía ganas de hablar.
—¿Qué desgracia fue ésa?
—Una desdicha poco gloriosa. Me había casado con una mujer mayor que yo, originaria de Elefantina; nos llevábamos bien, pese a ciertas discusiones sin gravedad alguna. Yo regresaba tarde, ella lo aceptaba. Una tarde fui víctima de un malestar; probablemente, el cansancio. Me llevaron a casa. Mi esposa estaba en la cama con el jardinero. Sentí ganas de matarla, después de hacerla condenar por adulterio… pero el castigo es muy pesado
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. Me limité a un divorcio, que fue decretado en seguida.
—Penosa prueba.
—Me sentí herido en lo más hondo, y me consolé trabajando dos veces más. El dueño de la propiedad me ofreció una tierra que nadie quería. Un sistema de irrigación que yo mismo concebí me permitió explotarla: unas primeras cosechas excelentes, precios correctos, clientes satisfechos… ¡y el beneplácito de palacio! Al convertirme en proveedor de la corte, me sentí colmado. Me atribuyeron las marismas que habéis atravesado.
—Felicidades.
—El esfuerzo se ve siempre recompensado. ¿Estáis casado?
—No.
—Yo intenté la aventura por segunda vez, y tuve razón.
Bel-Tran tragó una pastilla compuesta de olíbano, juncia
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y caña de Fenicia, mezcla que garantizaba el buen aliento.
—Voy a presentaros a mi joven esposa.
La señora Silkis, desesperada, temía la aparición de la primera arruga. Por eso se había procurado un aceite de fenogreco que hacía desaparecer las imperfecciones de la piel. El perfumista separaba las vainas y los granos, preparaba una pasta y la calentaba. En la superficie aparecían perlas de aceite. Prudente, Silkis se aplicó una máscara de belleza, formada por miel, natrón rojo y sal del norte, luego se frotó el resto del cuerpo con polvo de alabastro.
Gracias a la cirugía de Nebamon, su rostro y sus formas se habían adelgazado, de acuerdo con los deseos de su marido. Ciertamente, se consideraba todavía demasiado rechoncha y algo gruesa, pero Bel-Tran no le reprochaba sus desarrollados muslos. Antes de recibirle con un copioso almuerzo, se pasó ocre rojo por los labios, una crema suave en las mejillas y se puso maquillaje verde alrededor de los ojos. Luego se frotó el cuero cabelludo con una loción desinfectante, cuyos principales ingredientes, cera de abeja y resma, evitaban la aparición de canas.
El espejo le devolvió una imagen satisfactoria y Silkis se tocó con una peluca de pelo auténtico provista de mechones perfumados. Su marido le había regalado aquel pequeño tesoro en el nacimiento de su segundo hijo, un muchacho.
Su sirvienta la avisó de la llegada de Bel-Tran en compañía de un invitado.
Aterrada, Silkis cogió de nuevo el espejo. ¿Gustaría o sería criticada por culpa de un defecto en el que no se había fijado? Ya no tenía tiempo para maquillarse de otro modo o cambiarse de vestido.
Temerosa, salió de su habitación.
—¡Silkis, querida! Te presento al juez Pazair, de Menfis. La joven sonrió, con una turbación y un pudor muy convenientes.
—Recibimos muchos compradores y técnicos —prosiguió Bel-Tran—, pero vos sois nuestro primer juez. Es un gran honor.
La nueva mansión del vendedor de papiros tenía una decena de estancias con poca luz. La señora Silkis temía el sol porque enrojecía su piel.
Una sirvienta, seguida por dos niños, una chiquilla pelirroja y un muchacho que se parecía a su padre, ofreció una cerveza. Saludaron al magistrado y corrieron gritando.
—¡Ah, los niños! Los adoramos, pero a veces son agotadores.
Silkis asintió inclinando la cabeza. Afortunadamente, sus partos se habían desarrollado sin dificultades y no habían estropeado su cuerpo, gracias a los grandes períodos de reposo. Disimulaba algunas redondeces rebeldes bajo un amplio vestido de lino de primera calidad, discretamente adornado con pequeños flecos rojos. Sus pendientes, compuestos por un aro y un calamón de marfil, habían sido importados de Nubia.
Pazair fue invitado a tomar asiento en una tumbona de papiro.
—¿Original, verdad? Me gustan las innovaciones —precisó Bel-Tran—. Si la forma gusta, la comercializaré.
El juez se extrañó ante la disposición de la casa, larga, muy baja y sin terraza.
—Tengo vértigo. Bajo este cobertizo estamos al abrigo del calor.
—¿Os gusta Menfis? —preguntó Silkis.
—Prefiero mi aldea.
—¿Dónde vivís?
—Encima de mi despacho. Los locales son algo exiguos; desde que entré en funciones, las investigaciones no faltan y los archivos se acumulan. Dentro de unos meses, viviré muy estrecho.
—Es un detalle de fácil arreglo —estimó Bel-Tran—. Una de mis mejores relaciones comerciales es responsable del archivo de palacio. Él distribuye los emplazamientos, en los almacenes del Estado.
—No me gustaría que se me concediera un privilegio.
—No lo será. Antes o después tendréis que hablar con él; pues bien, cuanto antes mejor. Os daré su nombre y vos os arregláis.
La cerveza era deliciosa; las grandes jarras destinadas a su conservación la mantenían fresca.
—Este verano —reveló Bel-Tran— abriré un almacén de papiro cerca del arsenal. Así la entrega a las administraciones será mucho más rápida.
—De ese modo os instalaréis en mi jurisdicción.
—Lo celebro. Si he juzgado bien vuestro temperamento, vuestros controles serán rigurosos y eficaces. De este modo, mi reputación se fortalecerá mucho. Pese a las ocasiones que se presentan, el fraude me horroriza; un día u otro te agarran con las manos en la masa. En Egipto los tramposos no gustan. Como dice el proverbio, la mentira no sirve de transbordador y no atraviesa el río.
—¿Habéis oído hablar de un tráfico de cereales?
—Cuando estalle el escándalo, las sanciones serán severas.