Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
La montaña se hacía inhóspita. Después de pasar la noche al abrigo de una roca que le protegió del viento del este, trepó por un resbaladizo sendero y se aventuró por una región árida. Sus reservas de alimento se agotaron pronto. Comenzó a tener sed.
Cuando intentaba calmarla bebiendo de una charca unos sorbos de agua salobre, Suti oyó crujir las ramas. Varios hombres se acercaban. Reptando, se ocultó tras el tronco de un pino gigante.
Cinco hombres empujaban a un prisionero, con las manos atadas a la espalda. Su jefe, de corta estatura, le agarró por los cabellos y le obligó a arrodillarse. Suti estaba demasiado lejos para oír lo que decía, pero los gritos del hombre torturado quebraron pronto la tranquilidad de la montaña.
Uno contra cinco y sin armas… El joven no tenía ninguna posibilidad de salvar a aquel infeliz.
El torturador le molió a golpes, le interrogó, le pegó de nuevo y, luego, ordenó a sus acólitos que le arrastraran hacia una gruta. Tras un último interrogatorio, le degolló.
Cuando los criminales se hubieron alejado, Suti permaneció inmóvil más de una hora. Pensó en Pazair, en su amor por la justicia y el ideal; ¿cómo habría reaccionado ante aquella barbarie? Ignoraba que, tan cerca de Egipto, existiera un mundo sin leyes donde la vida humana no tenía ningún valor.
Se obligó a bajar hasta la gruta. Sus piernas vacilaban, los gritos del moribundo seguían resonando en su cabeza.
El supliciado había fallecido. Por su paño y su aspecto, el hombre era un egipcio, sin duda un soldado del ejército de Asher caído en manos de los rebeldes. Suti cavó una tumba con sus manos en el interior de la gruta.
Embrutecido, agotado, prosiguió su camino, poniéndose en manos del destino. Ya no tendría fuerzas para defenderse frente al enemigo.
Cuando dos soldados que llevaban casco le interpelaron, se derrumbó en la tierra húmeda.
Una tienda.
Un lecho, un almohadón bajo la cabeza, una manta.
Suti se incorporó. La punta de un cuchillo le obligó a tenderse.
—¿Quién eres?
El interrogador era un oficial egipcio de rostro marcado.
—Suti, arquero de carros.
—¿De dónde vienes?
Explicó sus hazañas.
—¿Puedes probar lo que dices?
—En mi bolsa hay un trozo del carro con el nombre de mi teniente.
—¿Qué ha sido de él?
—Los beduinos le mataron. Yo le enterré.
—¿Huíste?
—¡Claro que no! Con mis flechas alcancé a más de quince.
—¿Fecha de tu alistamiento?
—A comienzos de mes.
—¡Apenas quince días y ya eres un arquero de élite!
—Un don.
—Sólo creo en el entrenamiento. ¿Y si me dijeras la verdad?
Suti apartó la manta.
—Es la verdad.
—¿No habrás eliminado al teniente?
—¡Bromeáis!
—Una buena temporada en una mazmorra te hará poner en orden las ideas.
Suti corrió hacia el exterior. Dos soldados le agarraron por los brazos, un tercero le golpeó en el vientre y le derribó de un puñetazo en la nuca.
—Hemos hecho bien cuidando a ese espía. Hablará por los codos.
E
n una mesa de una de las tabernas más concurridas de Tebas, Pazair dirigió su conversación hacia Hattusa, una de las esposas diplomáticas de Ramsés el Grande. Durante la negociación del tratado de paz con los hititas, el faraón había recibido a una de las hijas del soberano asiático como prenda de sinceridad. Colocada a la cabeza del harén de Tebas, la mujer vivía allí una lujosa existencia.
Inaccesible, invisible, Hattusa no era popular. Los comadreos la destrozaban; ¿acaso no practicaba la magia negra, no se unía por la noche con los demonios, no se negaba a mostrarse durante las grandes fiestas?
—Por su causa —declaró el propietario de la taberna—, el precio de los ungüentos se ha doblado.
—¿Por qué es responsable de eso?
—Sus damas de compañía, cuyo número aumenta, se maquillan durante todo el día. El harén utiliza una increíble cantidad de ungüentos de primera calidad, los compra caros y produce el alza de los precios. Y con el aceite sucede los mismo. ¿Cuándo nos libraremos de esa extranjera?
Nadie salió en defensa de Hattusa.
Una lujuriante vegetación rodeaba los edificios que componían el harén de la orilla este. Un canal cruzaba el paraje; la abundante agua irrigaba varios jardines reservados a las damas de la corte, viudas y ancianas, un gran vergel y un parque floral donde descansaban las hiladoras y las tejedoras. Como los demás harenes de Egipto, el de Tebas albergaba numerosos talleres, escuelas de danza, de música y de poesía, un centro de producción de hierbas aromáticas y productos de belleza; algunos especialistas trabajaban la madera, el esmalte y el marfil; se creaban soberbios vestidos de lino y se cultivaba el refinado arte de las composiciones florales. Siempre activo, el harén era también un centro educativo donde se formaban egipcios y extranjeros destinados a la alta administración. Junto a las elegantes, ataviadas con las más resplandecientes joyas, pasaban artesanos, maestros y gestores encargados de aprovisionar a las pensionistas en géneros frescos.
El juez Pazair se presentó por la mañana, muy pronto, en el palacio central. Su calidad le permitió atravesar la barrera de guardias y hablar con el intendente de Hattusa. Este recibió la petición del juez y la mostró a su patrona que, ante la sorpresa de su empleado, no la rechazó.
El magistrado fue introducido en una estancia de cuatro columnas, con los muros decorados con pinturas que representaban pájaros y flores. Un enlosado multicolor contribuía al encanto del lugar. Alrededor de Hattusa, sentada en un trono de madera dorada, revoloteaban dos peluqueras. Manejaban botes, espátulas para el maquillaje y cajas para perfume, y concluían el aseo matinal con la operación más delicada, el ajuste de la peluca, a la que la más hábil añadía falsos mechones tras haber sustituido los bucles defectuosos.
Con treinta resplandecientes años, desdeñoso el ademán, la princesa hitita contemplaba su belleza en un espejo cuyo mango dorado reproducía un tallo de loto.
—¡Un juez en mi casa tan temprano! Estoy intrigada. ¿Cuál es el motivo de vuestra visita?
—Me gustaría haceros unas preguntas.
Ella dejó el espejo y despidió a las peluqueras.
—¿Os parece que mantengamos una entrevista a solas?
—Muy bien.
—¡Por fin un poco de distracción! La vida es tan aburrida en este palacio.
Con la piel muy blanca, las manos largas y finas y los ojos negros, Hattusa era a la vez atractiva e inquietante. Pícara, aguda, rápida, no tenía ningún tipo de indulgencia con sus interlocutores y se complacía burlándose de sus debilidades, defecto del habla, actitud torpe o imperfección física.
Miró atentamente a Pazair.
—No sois el hombre más apuesto de Egipto, pero una mujer puede enamorarse perdidamente de vos y seros fiel. Impaciente, apasionado, entregado a un ideal… coleccionáis importantes defectos. Y sois tan serio, casi grave, hasta el punto de echar a perder vuestra juventud.
—¿Me permitís que os interrogue?
—¡Audaz pregunta! ¿Sois consciente de vuestra imprudencia? Soy una de las esposas del gran Ramsés y podría hacer que os destituyeran inmediatamente.
—Sabéis muy bien que no. Defendería mi causa ante el tribunal del visir y seríais convocada por abuso de autoridad.
—Egipto es un país extraño. Sus habitantes no sólo creen en la justicia sino que, además, la respetan y velan por su aplicación. Un milagro que no puede durar.
Hattusa tomó de nuevo el espejo para examinar, uno a uno, los rizos de su peluca.
—Si vuestras preguntas me divierten, las responderé.
—¿Quién os proporciona el pan fresco?
La hitita abrió unos ojos asombrados.
—¿Os preocupa mi pan?
—Más exactamente el panadero de la orilla oeste que deseaba trabajar para vos.
—¡Todo el mundo quiere trabajar para mí! Mi generosidad es conocida.
—Y, sin embargo, el pueblo no os aprecia demasiado.
—Es recíproco. El pueblo, aquí como en cualquier parte, es estúpido. Soy una extranjera y me siento orgullosa de seguir siéndolo. Decenas de servidores están a mis pies porque el rey me confió la dirección de este harén, el más próspero de todos.
—¿Y el panadero?
—Hablad con mi intendente, él os informará. Si ese panadero ha entregado pan, lo sabréis. ¿Tan importante es?
—¿Estáis enterada de un drama que se produjo junto a la esfinge de Gizeh?
—¿Qué ocultáis, juez Pazair?
—Nada esencial.
—Este juego me aburre, como la siesta, como los cortesanos. Sólo tengo un deseo: volver a mi casa. Sería divertido que los ejércitos hititas aplastaran a vuestros soldados e invadieran Egipto. ¡Una hermosa revancha, en verdad! Pero temo morir aquí, esposa del más poderoso de los reyes, un hombre al que sólo he visto una vez, el día de nuestra boda acordada por diplomáticos y juristas, para asegurar la paz y la felicidad de nuestros pueblos. ¿A quién le preocupó mi felicidad?
—Gracias por vuestra cooperación, alteza.
—Soy yo, y no vos, quien debe finalizar la entrevista.
—No quería ofenderos.
—Salid.
El intendente de Hattusa reveló que había encargado, efectivamente, panes a un excelente panadero de la orilla oeste; pero no se había efectuado ninguna entrega.
Perplejo, Pazair salió del harén. De acuerdo con sus costumbres, había intentado explotar el más pequeño indicio, sin temer importunar a una de las más grandes damas del reino.
¿Estaría comprometida, de un modo u otro, en la conspiración? Una nueva pregunta sin respuesta.
El adjunto al alcalde de Menfis abrió la boca angustiado.
—Relajaos —recomendó Qadash.
El dentista no había ocultado la verdad: era preciso arrancar el molar. Pese a intensivos cuidados, no había podido salvarlo.
—Abridla más.
En verdad, la mano de Qadash no era tan firme como antaño, pero seguiría demostrando su talento durante mucho tiempo. Tras una anestesia local, pasó a la primera fase de la extracción, fijando la tenaza a uno y otro lado del diente.
Impreciso, tembloroso, hirió la encía. Sin embargo, se empecinó. Los nervios le impidieron dominar la operación y se produjo una hemorragia que atacó las raíces. Se lanzó hacia una barrena cuyo extremo puntiagudo colocó en una cavidad practicada en un bloque de madera, le imprimió por medio de un arco un rápido movimiento de rotación e hizo brotar una chispa. En cuanto la llama fue suficiente, calentó una lanceta con la que cauterizó la herida del paciente.
Con la mandíbula dolorida e inflamada, el adjunto al alcalde salió de la consulta sin dar las gracias al dentista.
Qadash perdía así un cliente importante que no dejaría de denigrarle.
El facultativo se hallaba en la encrucijada. No aceptaba envejecer ni perder su habilidad. Ciertamente, la danza con los libios le confortaría y le devolvería una pasajera energía, pero ya no le bastaba. La solución, tan cercana, seguía estando muy lejos. Qadash debía utilizar otras armas, perfeccionar su técnica, demostrar que seguía siendo el mejor.
Lo que necesitaba era otro metal.
El transbordador zarpaba.
De un salto, Pazair consiguió llegar a las desiguales tablas de la embarcación de fondo plano en la que se amontonaban bestias y gente.
El transbordador efectuaba un incesante vaivén entre ambas orillas; pese a la brevedad del recorrido, se intercambiaban noticias y se concluían, incluso, algunos negocios.
El juez fue empujado por el trasero de un buey inquieto y chocó con una mujer que le daba la espalda.
—Perdonadme. Ella no respondió y ocultó el rostro con sus manos. Intrigado, Pazair la observó.
—¿No sois, acaso, Sababu?
—Dejadme en paz.
Con un vestido oscuro, un chal marrón en los hombros y el peinado en desorden, Sababu parecía una mendiga.
—Tendríamos que hacernos algunas confidencias, ¿no?
—No os conozco.
—Recordad a mi amigo Suti. Él os convenció de que no me difamarais.
Asustada, la mujer se inclinó hacia el río, animado por una fuerte corriente. Pazair la sujetó del brazo.
—El Nilo es peligroso aquí. Podríais ahogaros.
—No sé nadar.
Unos chiquillos saltaron a la orilla en cuanto el transbordador atracó. Le siguieron asnos, bueyes y campesinos. Pazair y Sababu fueron los últimos en desembarcar. El juez no había soltado a la prostituta.
—¿Por qué me molestáis? Soy una simple sierva y…
—Vuestro método de defensa es ridículo. ¿No le dijisteis a Suti que yo era uno de vuestros fieles clientes?
—No comprendo.
—Soy el juez Pazair, recordadlo.
Ella intentó huir, pero él no aflojó la presa.
—Sed razonable.
—¡Me dais miedo!
—Intentabais deshonrarme.
Ella estalló en sollozos. Molesto, la liberó. Aunque fuese una enemiga, su angustia le conmovía.
—¿Quién os ordenó que me calumniarais?
—No lo sé.
—Mentís.
—Un subalterno se puso en contacto conmigo.
—¿Un policía?
—¿Cómo saberlo? Yo no hago preguntas.
—¿Cómo os pagan?
—Me dejan tranquila.
—¿Por qué me ayudáis?
Ella esbozó una pobre sonrisa.
—Tantos recuerdos y días felices… Mi padre era juez rural, yo le adoraba. Cuando murió, la aldea me horrorizaba y me fui a vivir a Menfis. De mala compañía en mala compañía, me convertí en puta. Una puta rica y respetada. Me pagan para que obtenga informaciones confidenciales sobre las personalidades que frecuentan mi casa de cerveza.
—¿Mentmosé, verdad?
—¿A vos qué os parece? Jamás me había visto obligada a ensuciar a un juez. Os he protegido por respeto a la memoria de mi padre. Si estáis en peligro, es cosa vuestra.
—¿No teméis represalias?
—Mis recuerdos me protegen.
—Suponed que a quien os paga le importa un pimiento esta amenaza.
Ella inclinó los ojos.
—Por eso he abandonado Menfis y me oculto aquí. Por vuestra causa lo he perdido todo.
—¿Fue el general Asher a vuestra casa?
—No.
—Se descubrirá la verdad, os lo prometo.
—Ya no creo en las promesas.
—Tened confianza.
—¿Por qué quieren destruiros, juez Pazair?