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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (42 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Su amante había caído en la inercia posterior al coito. Ella le tocó la espalda con la yema de los dedos.

—¿Dónde está Allie? ¿Dónde están Gyltha y Mansur?

—Les dije que fueran a la cocina, los sirvientes están de juerga —explicó, con un suspiro—. No debí hacerlo.

Para poder verlo, ella se puso de pie y a tientas fue hasta la mesa, buscó la yesca y el pedernal y encendió una vela.

Estaba delgado, pero hermoso: vestido con pantalones —en aquel momento, caídos en los tobillos— como un campesino, con la cara embadurnada, aparentemente con corteza de árbol.

—Sois uno de los cazadores de chochines —dijo, fascinada—. Habéis entrado con ellos. ¿Enrique está aquí?

—Tenía que entrar de alguna manera. Gracias a Dios, es el día de San Esteban. De otro modo, me habría visto obligado a trepar el maldito muro.

—¿Cómo sabíais que nos encontraríais en Godstow?

—El río está helado. ¿En qué otro lugar habría podido encontraros?

La respuesta no era satisfactoria.

—Podríamos estar muertos —señaló ella—. Poco faltó para que así fuera.

Rowley se incorporó.

—Estaba en el bosque, os vi mientras esquiabais, con mucha gracia, tal vez los giros eran un poco inestables… Por todos los santos, la niña es preciosa.

«Nuestra niña —pensó Adelia—. Es nuestra preciosa niña».

Ella le dio un golpe, no del todo juguetón, en el hombro.

—Maldición, Rowley. Sufrí pensando que habíais muerto.

—Conocía esa parte del Támesis —dijo él—. Por eso huí. Esos terrenos pertenecen a Enrique, son parte del bosque de Woodstock. Cerca de allí vive un guardabosques. Bauticé a su hijo. Me dirigí a su cabaña. No fue sencillo, pero llegué. —Hizo una pausa y súbitamente preguntó—: Y ahora, decidme, ¿qué ha sucedido por aquí?

—Rowley, os dije que sufrí.

—Innecesariamente. El guardabosques me llevó a Oxford. Usamos calzado para la nieve. El maldito lugar estaba lleno de rebeldes, todos los cabrones que habían peleado en el bando de Esteban y estaban resentidos se habían alzado en armas y hacían flamear el estandarte de Leonor y el joven Enrique. Evitamos la ciudad y nos dirigimos a Wallingford. Siempre ha sido un bastión real. Brian Fitz Count lo tomó en nombre de la emperatriz durante la guerra. Sabía que el rey iría hacia allí. —Terminado el relato, se secó la frente con el dorso de la mano—. Jesús me salvó, pero no fue fácil.

—Os lo merecíais —dijo ella—. ¿Habéis encontrado al rey? ¿Está aquí?

—En realidad, él me encontró a mí. Estaba en cama, con pleuresía, al borde de la muerte. Necesitaba un médico.

—Lamento no haber podido ayudaros —dijo Adelia con tono algo mordaz.

—En fin, al menos desde allí podía mirar el río. Y él llegó con toda una flota. —Rowley sacudió la cabeza con admiración—. Cuando recibió la noticia de la muerte de Rosamunda estaba en Touraine, sofocando la rebelión del joven Enrique. Que Dios castigue a ese muchacho, ahora se ha aliado con Luis, el rey de Francia, en contra de su propio padre. Luis, ¿podéis creerlo? —exclamó llevándose las manos a la cabeza para expresar su desconcierto—. Todos sabíamos que era un idiota, pero nadie habría imaginado que ese cachorro traicionero pediría ayuda al mayor enemigo de su padre. —Tragó saliva e, inclinándose hacia delante, agregó—: Y Leonor insistió en que debía hacerlo. ¿Lo sabíais? Nuestros espías nos lo dijeron. Instigó a su hijo a rebelarse contra su padre.

—No me importa —declaró Adelia—. No me importa lo que hagan. Solo me interesa lo que está sucediendo ahora.

Pero no pudo desviar su atención. Rowley seguía pensando en Enrique Plantagenet, que en Touraine había tomado dos castillos pertenecientes a aliados del joven Enrique antes de dirigirse a Inglaterra con un puñado de hombres, en medio del invierno más duro que se recordaba desde hacía años.

—No sé cómo lo logró. Pero ya se acerca, remontando el Támesis, seguido de embarcaciones repletas de hombres. ¿Os dije que lo han visto remar? El cabrón dijo que la tripulación de la barca no lograba que avanzaran con suficiente rapidez, de modo que empuñó el remo, como un pirata, y soltó unas palabrotas.

—¿Dónde está ahora?

—Viene hacia aquí —dijo Rowley, e hizo una pausa—. Quiere veros.

—¿Quiere verme?

—Me envió a buscaros. Quiere saber si Leonor es culpable de la muerte de Rosamunda. Le dije que tendríais la respuesta.

—Dios bendito —dijo Adelia—, ¿ese es el motivo que os trajo hasta este lugar?

—Habría venido de todos modos. Estaba preocupado porque os había abandonado…, pero habría debido suponer que estabais a salvo. —Rowley inclinó la cabeza e hizo un gesto de admiración ante su capacidad para sobrevivir—. Dios os tendió Su mano. Yo se lo pedí.

—¿A salvo? Me abandonasteis en una barca, a la intemperie, donde habría podido morir —chilló Adelia. Rowley la apaciguó con un gesto. Ella siguió hablando con más serenidad—. ¿A salvo? Hemos estado aquí encerrados en compañía de asesinos; vuestra hija, yo, todos. Ha habido homicidios, traiciones… Durante semanas he temido por la suerte de Allie, por todos nosotros. —Mientras hablaba, con los puños se secaba las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Fueron diez días —replicó él, con suavidad—. Nos separamos hace diez días. —Rowley ya estaba de pie. Se subió los pantalones y se arregló la camisa—. Vestíos, debemos partir.

—¿Adónde iremos?

—A ver a Enrique. Os lo he dicho, quiere veros.

—¿Sin Allie? ¿Sin Gyltha y Mansur?

—No creo que podamos llevarlos con nosotros. He descubierto un camino a través de la nieve, pero el viaje será difícil, incluso a caballo, y, por otra parte, solo he traído dos.

—No.

—Sí. —El obispo suspiró—. Sabía que esto sucedería. Se lo anticipé al rey: «Ella no vendrá sin la niña» —dijo, intentando imitarla.

La paciencia de Adelia se había agotado.

—¿Me diréis dónde está Enrique?

—En Oxford. Al menos, hacia allí se dirigía.

—¿Por qué no está aquí?

—Veamos. Godstow es un asunto menor. Lo importante es Oxford. Enrique enviará al convento al joven Geoffrey Fitzroy, con un pequeño ejército. No se necesitará más que eso. Mansur dice que Wolvercote y Schwyz tienen pocos hombres bajo su mando. Enrique no vendrá… —Adelia advirtió que una súbita sonrisa se dibujaba en el rostro de Rowley—. No creo que nuestro buen rey se encuentre con Leonor, podría agredirla. Y también le resultaría vergonzoso arrestar a su propia esposa.

—¿Cuándo llegará el tal Geoffrey?

—Mañana, si puedo regresar a tiempo para guiarlo y enseñarle el convento; quiero asegurarme de que no matará a las personas equivocadas.

«Lo hará —pensó Adelia—. Emprenderá el camino de regreso a través de ese horrendo páramo, malhumorado porque no quise abandonar a mi hija, pero con la tranquilidad de que ella y yo estaremos a salvo. Él es sinónimo de hombría y coraje, como su maldito rey. No nos comprendemos. Pero él es así, es ese hombre, y yo lo amo».

Sin embargo, percibía en Rowley una creciente frialdad, algo extraño. Había creído que el Rowley de otro tiempo estaba de regreso, y durante unos gloriosos momentos eso había ocurrido. Pero existía una restricción. Ahora hablaba con aquella despreocupada indiferencia que ella recordaba y ni siquiera la miraba. Había tendido su mano para secarle las lágrimas y la había retirado.

Ella, impulsivamente, preguntó:

—¿Me amas?

—No sabéis cuánto. Que Dios se apiade de mí —dijo él—. Más de lo que debería, os lo juro. No debí hacerlo.

—¿Hacer qué?

—Que el Todopoderoso me perdone. Le prometí…, le juré que si os salvaba me abstendría de acercarme a vos, que no os haría pecar otra vez. Pero al tocaros…, no pude. Os deseo tanto que al sentiros no pude contenerme.

—¿Qué soy para vos? ¿Algo de lo que debéis absteneros durante la Cuaresma?

—En cierto modo —dijo Rowley, con el tono mesurado de un obispo—. Querida, todos los domingos debo predicar en contra de la fornicación en una u otra iglesia. Y cuando lo hago, oigo que mi exhortación se confunde con la voz de Dios, que me susurra: «Sois un hipócrita, la deseáis, vuestra alma está condenada, y también la de ella».

—Podemos hablar largamente sobre la hipocresía —comentó Adelia, con indiferencia, y comenzó a vestirse.

—Debéis comprenderlo. No puedo permitir que seáis castigada por mi pecado. Os encomendé a Dios. Hice un trato con él: «Señor, si ella está a salvo, seré vuestro obediente servidor». Para sellar mi juramento, pronuncié esas palabras en presencia del rey. Y ahora, buena la he hecho.

—No me importa que sea pecado —dijo Adelia.

—Me importa a mí —dijo Rowley con solemnidad—. Me habría casado con vos si no hubierais preferido conservar vuestra independencia, gracias a la cual Enrique tuvo el obispo que deseaba. Y un obispo, como comprenderéis, es el custodio de las almas de otras personas, de su propia alma, de la vuestra —explicó, y mirándola a la cara, agregó—: Adelia, es importante. Creí que no lo sería, pero no es así. Es sorprendente, más allá del fasto de los altares y de los coros magníficos, oigo una vocecita serena, pero insistente, que me dice que lo comprendéis.

Ella no comprendía. En un mundo lleno de muerte y odio, no podía comprender a un Dios para el cual el amor era pecado. Tampoco a un hombre que obedecía a esa deidad.

El obispo levantó la mano para hacer el signo de la cruz. Ella la apartó de un golpe.

—No os atreváis a bendecirme.

—Bien. De todos modos, escuchadme. Cuando Geoffrey ataque, en realidad, antes de que lo haga, debéis ir al claustro. Él evitará que la pelea llegue hasta allí. Llevad a Allie y a los demás. Le he pedido a Walt que se asegure de que estéis allí. Le he dicho que sois una persona importante para el rey.

Adelia no lo escuchaba. Si nunca había podido competir con Enrique Plantagenet, sin duda no podría rivalizar con Dios. Al fin y al cabo, era invierno y, de alguna manera, siempre lo sería para ella.

No obstante, algo se clavó como un anzuelo en su mente y la distrajo de su tristeza.

—¿Habéis hablado con Walt?

—Mansur lo trajo hasta aquí mientras os esperaba. A propósito, ¿dónde estabais?

—¿Habéis hablado con Walt? —repitió Adelia.

—Y con Oswald. Ellos no sabían dónde estaban Jacques y Paton. Les pedí que hicieran correr la voz, necesitaba que todos mis hombres estuvieran listos para apostarse en el portal y abrirlo cuando Geoffrey llegue.

—Dios santo —dijo ella.

Guardián soltó un leve gruñido.

Adelia se dirigió precipitadamente a la puerta. Estuvo a punto de chocar con ella. Echó el cerrojo y puso la oreja en el panel de madera para escuchar. No se demorarían. Solo la gracia de Dios los había protegido hasta ese momento.

—¿Cómo saldréis del convento?

—Sobornaré al vigía. ¿Qué sucede?

Chistó.

Adelia oyó el ruido de las botas que atravesaban la nieve medio derretida del callejón.

—Vienen a buscaros. Oh, Dios.

—La ventana —dijo Rowley. De inmediato fue hacia allí y abrió los postigos para que la luna iluminara la habitación. Arrancaron las sábanas de la cama y las ataron. Mientras las arrojaban a través de la ventana, comenzaron a golpear la puerta.

—¡Abrid!

Guardián comenzó a ladrar.

Rowley amarró al marco de la ventana la cuerda improvisada con sábanas y probó su resistencia.

—Después de vos, señora.

Adelia no olvidaría jamás el gesto cortés de su mano, que parecía invitarla a bailar.

—No puedo —dijo—. Ellos no me harán daño. Os buscan a vos.

Él miró hacia abajo, y luego, otra vez a Adelia.

—Debo irme. Esos hombres necesitan que los guíe hasta aquí.

—Lo sé —respondió ella. La puerta sería derribada de un momento a otro—. Hacedlo entonces —susurró.

Rowley sonrió, sacó de su cinto un sable corto y se lo entregó.

—Hasta mañana.

Cuando él llegó al pretil, Adelia trató de deshacer el nudo amarrado al marco de la ventana, pero estaba muy ajustado y comenzó a cortarlo con el sable, sin dejar de mirar hacia fuera. Vio que Rowley se dirigía a la almena más cercana y desde allí saltaba, haciendo ondear su capa. Aterrizaría sobre la nieve, gruesa y mullida, pero ¿podría llegar a la escalera?

Sí. Mientras la puerta se hacía añicos detrás de ella y Guardián soltaba un espantoso aullido, vio a su hombre deslizándose por el hielo como un niño.

La apartaron con brusquedad. Schwyz bramó:

—Allí está. Enfrente. Loso, Johannes.

Dos hombres corrieron hacia la puerta. Otro reemplazó a Schwyz en la ventana, blandiendo una ballesta. La tensó colocando el pie en el arco y disparó. Falló.


Ach, scheiss
—exclamó. Y mirando a Schwyz, dijo—:
Nein
.

Adelia cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, Rowley daba otro paso en el descanso de la escalera.

Una gigantesca figura agachó la cabeza para atravesar el vano de la puerta y miró serenamente a su alrededor.

—Sería mejor que libráramos a la señora Adelia de esa daga.

De todos modos, ella no la habría utilizado contra un ser humano. Tendió la empuñadura hacia el abad de Eynsham, el mismo que había escrito las cartas que Rosamunda había copiado, las había enviado a la reina y luego había tramado el homicidio de la copista.

El abad le dio las gracias. Ella se arrodilló para atender a Guardián, que se había refugiado debajo de una cama. Cuando palpó la costilla que un puntapié había fracturado, el perro la miró con tristeza.

—Viviréis —dijo Adelia—. Sois un buen perro, quedaos aquí.

El abad le alcanzó amablemente la capa. Luego le ató las manos a la espalda y la amordazó.

Los hombres la llevaron al pabellón del vigía. No había nadie a la vista. Todos dormían. Aunque hubiera podido gritar para pedir auxilio, en ese sector del convento nadie la habría oído. Y aunque lo hicieran, no habrían acudido a rescatarla. El señor y la señora Bloat no estaban de su lado, menos aún el abogado Warin. No había rastro de los hombres de Wolvercote; de todos modos, tampoco la habrían ayudado.

El gran portal estaba abierto. Sin embargo, toda la actividad se desarrollaba en el pabellón que comunicaba con el atrio, donde los hombres de Schwyz iban de aquí para allá. Empujaron a Adelia para que entrara. Fitchet estaba muerto, en el suelo. Le habían cortado la garganta. A su lado estaba tendido el padre Paton, que escupía algunos de sus dientes.

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