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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (39 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Mentía otra vez. Era culpable.

—Solo me preguntaba si conocíais los planes de vuestro primo, porque la gente dice que veníais hacia aquí pisándole los talones.

—¿Quién lo dice?

—Es que llegasteis a la abadía muy poco después que él…

—Es una calumnia. Me preocupaba que mi primo viajara en medio de la tormenta de nieve. ¿Quiénes son esos difamadores? ¿Quién sois vos? No debo seguir sentado aquí… —Al decirlo, entre sus labios asomó una lengua similar a la de una serpiente.

El señor Warin se llevó su copa de vino y buscó otro lugar donde sentarse, lejos de Adelia.

Mansur giró la cabeza para mirar la agitada huida del abogado.

—¿Él mató al muchacho? —preguntó, en árabe.

—Puede decirse que sí. Él habló con Wolvercote para que lo matara.

—Entonces, es igualmente culpable.

—Tanto como si él mismo hubiera disparado la flecha. Habría podido decir que estaba al tanto del plan de la fuga y que había llegado hasta la abadía para impedirlo. De ese modo habría explicado por qué llegó tan pronto al lugar del crimen. Pero no lo dijo, aunque le di la oportunidad de hacerlo, porque la gente podría pensar que respondía a Wolvercote y él insiste en que jamás se habían visto. En realidad, si admitiera que se conocían, eso no lo incriminaría, pero su razonamiento está influido por el hecho de que, en efecto, ambos conspiraron para matar al muchacho. La culpa lo lleva a distanciarse de Wolvercote sin necesidad alguna.

—Traicionó a su pariente, que Alá lo castigue. ¿Podemos probarlo?

—Lo intentaremos. —Adelia sacó a Allie del cabestrillo y rozó con su mejilla la cabeza aterciopelada de su hija. La vulgaridad banal de un asesino como el abogado Warin era mucho más deprimente que la brutalidad de un hombre como Wolvercote.

De pronto sintió que la empujaban con brusquedad hacia un costado. Cross ocupaba el lugar que había dejado libre el señor Warin. Traía consigo el frío del exterior.

—Moveos —dijo, mientras comenzaba a proveerse de comida. Parecía famélico.

—¿Qué estabais haciendo? —preguntó Adelia.

—¿Qué creéis? Iba y venía delante de la puerta de la maldita cárcel. Y no era más que una pérdida de tiempo: ella ya no estaba allí.

—¿Quién?

—El demonio. El abad me dijo que era un demonio. ¿De quién creíais que se trataba?

—¿Dakers? ¿Dakers ha escapado? —preguntó Adelia, poniéndose súbitamente de pie. Allie, que succionaba el tuétano de un hueso de ternera, se sobresaltó—. Oh, Dios, se la han llevado.

Cross la miró. Los jugos de la carne chorreaban por la comisura de sus labios.

—¿De qué habláis? Nadie se la ha llevado. Se esfumó. Eso hacen los demonios, desaparecen.

Adelia volvió a ocupar su asiento.

—Decidme qué sucedió.

Cross no estaba en condiciones de decir cómo o cuándo había ocurrido. Nadie lo sabía. Lo habían descubierto hacía poco rato, cuando —siguiendo instrucciones de la encargada de la despensa— un sirviente de la cocina había llevado una bandeja con la cena de Navidad para la prisionera y Cross había abierto con su llave la puerta de la prisión.

—La llave está sujeta a un aro, cada centinela se la entrega al siguiente cuando asume la guardia. Oswald me la entregó a mí cuando me hice cargo de mi turno y antes Walt se la había entregado a él. Los dos juran que no abrieron la maldita puerta. Y yo tampoco la había abierto hasta entonces.

Cross hizo una pausa para llevarse a la boca un trozo de carne.

—¿Y luego? —preguntó Adelia con impaciencia.

—Y entonces pongo la llave en la cerradura, la giro, abro la puerta, el chico entra con la canasta y veo que ella no está. El lugar está completamente vacío.

—Alguien la dejó salir —sugirió Adelia con preocupación.

—No, nadie lo hizo. Ya os dije que nadie había abierto la puerta hasta ese momento. Ella desapareció. Eso hacen los demonios, desaparecen. Se convirtió en una bocanada de humo y salió por una de las rendijas, eso hizo.

Cross movió la cabeza en dirección al lugar de la mesa que ocupaban las personas eminentes, donde se veía el lugar que Schwyz había dejado vacío. Él había pedido que su jefe fuera a la prisión. También habían convocado a la priora Havis.

—Pero, como os dije, no la encontraron, porque desapareció, regresó al infierno de donde había venido. ¿Qué otra cosa puede esperarse de un demonio? Aquí viene, mirad, no se le quita el susto.

Schwyz había entrado con el ceño fruncido y se dirigía hacia la mesa donde, junto a la reina, se encontraba el abad de Eynsham. Todos los comensales estaban entretenidos bebiendo y comiendo. Solo aquellos a quienes dio la noticia le prestaron atención. Adelia vio que Leonor se limitó a levantar las cejas; el abad, en cambio, se puso súbitamente de pie. Aparentemente gritaba, pero el alboroto le impedía oírlo.

—Quiere que registren la abadía —dijo Cross, que ofició de intérprete—. Es imposible, nadie se marchará de la cena de Navidad para cazar un demonio en la oscuridad. Lo sé.

Eso era obvio. El abad urgió a lord Wolvercote, que se libró de él como si se tratara de un hombre sin importancia. Se dirigió entonces a la abadesa, cuya respuesta fue más cortés, aunque también se negó a colaborar. Cuando la madre Edyve enseñó las palmas de las manos para indicar que era inútil interrumpir a los comensales, sus ojos inexpresivos se posaron un instante en Adelia, que la observaba desde el lado opuesto del granero.

«Al fin y al cabo, yo tengo las llaves de la prisión».

—¿De qué os reís? —preguntó Cross.

—De un hombre que cae en su propia trampa.

Si la abadesa había ideado la huida y alguno de los centinelas había recibido la orden de mirar hacia otro lado, el abad de Eynsham nunca podría acusarlos ni castigarlos. Él mismo, al encarcelar al ama de llaves de Rosamunda, la había demonizado. Debía de estar de acuerdo en que, tal como Cross había dicho, ella se había comportado como un demonio.

Aún sonriente, Adelia se inclinó hacia delante para contarle a Gyltha, que estaba sentada a la izquierda de Mansur, lo que había ocurrido.

—Le deseo suerte a la vieja gárgola —dijo, y bebió otro trago de su jarra. Desde hacía rato bebía con entusiasmo.

Mansur dijo en árabe:

—Por orden de la abadesa, los hombres del convento han estado cavando en la nieve para abrir un sendero hacia el río. Oí a ese hombre, Fitchet, cuando decía que lo hacían para que la reina pudiera patinar en el hielo. Pero ahora creo que se trataba de una vía de escape para esa mujer.

—¿Permitieron que se marchara con este tiempo? Creí que la ocultarían en algún lugar de la abadía —dijo Adelia. La preocupación había regresado.

Mansur negó con la cabeza.

—Hay demasiada gente, la encontrarían. Sobrevivirá, si esa es la voluntad de Alá. Oxford no está lejos.

—Ella no irá a Oxford.

La señora Dakers solo iría a un lugar.

Durante el resto de la cena y mientras apartaban las mesas para transformar el granero en una pista de baile, Adelia pensó en el río y la mujer que seguiría su curso rumbo al norte. ¿El hielo sería un obstáculo insalvable? ¿Lograría sobrevivir al frío? Tal vez el abad, que sabía a dónde se dirigía, enviaría hombres y perros tras ella.

Mansur, que la observaba, dio su opinión.

—Alá protege a los dementes. Él decidirá si la mujer debe vivir o morir.

Pero precisamente porque Dakers era una demente, y porque no tenía amigos, y sabía demasiado, Adelia se sentía responsable por lo que pudiera sucederle.

«Alá, Dios, quienquiera que seas, protégela».

No obstante, al ver que —después de haber comido y dormido— la pequeña Allie necesitaba que la limpiaran de pies a cabeza, que le cambiaran la ropa y jugaran con ella, Adelia no tuvo más alternativa que pensar en lo inmediato.

La fiesta estaba en su apogeo. Los trovadores se habían reunido en el pajar y tocaban con un entusiasmo y un ritmo irresistibles. La reina y su corte danzaban de puntillas, moviendo las manos con elegancia, en un extremo del granero. En el otro, los ingleses se sacudían y giraban en bulliciosos círculos. Un sirviente del convento hacía malabares con manzanas, con una destreza que contradecía su edad, y el herrero, a pesar de las advertencias de su esposa, intentaba tragar una espada.

La actividad y los murmullos que llegaban hasta el pajar finalmente se transformaron en una increíble variedad de siluetas que representaron una versión improvisada y profana del Arca de Noé, con tal exuberancia que los bailarines hicieron una pausa para observarlos. Adelia se sentó en el suelo con Allie —que cantaba y señalaba a los actores— en sus rodillas y disfrutó del espectáculo. Difícilmente Noé habría reconocido a alguna de las especies que brincaban por la invisible pasarela en dirección a un arca igualmente invisible. El único animal verdadero, el burro del convento, eclipsó al resto del elenco, dejando caer su olorosa señal de reprobación en el pie de un unicornio, interpretado por Fitchet. Gyltha no podía dejar de reír. Mansur la apartó del lugar hasta que logró recuperarse.

A pesar de su refinamiento, los hombres que acompañaban a Leonor no pudieron evitar un aplauso acorde con aquella vulgaridad. Dejaron de lado sus remilgos y se mezclaron entre los actores. Aparecieron con pelucas y faldas deslumbrantes, y el rostro pintado con harina, dejando en evidencia que eran comediantes frustrados.

Mientras abucheaba a la irascible esposa de Noé —interpretada con brío por Montignard—, que reprendía a su esposo porque se había emborrachado, Adelia se preguntó por qué algunos hombres sentían el impulso de imitar a las mujeres. ¿Era Jacques quien se escondía debajo de las verrugas, la peluca de paja y el pecho postizo para representar a la esposa de Jafed? ¿El personaje con la cara pintada de negro que giraba de puntillas a toda velocidad, haciendo flamear vertiginosamente su enagua, era acaso el abad de Eynsham?

Allie se había dormido otra vez, abrazando su hueso. Era hora de ir a dormir, antes de que la frenética hilaridad de la velada diera paso a las riñas, lo cual inevitablemente sucedería. Los hombres de Schwyz y los de Wolvercote ya formaban tertulias separadas e intercambiaban miradas borrosas, producto del alcohol: un indicio de que el espíritu navideño estaba próximo a extinguirse. El propio Wolvercote se había marchado llevando consigo a Emma. La reina daba las gracias a la abadesa antes de partir y la madre Edyve hacía señas a sus monjas. El señor Warin había desaparecido. El herrero se apretaba la garganta mientras se dirigía a la salida, guiado por su esposa.

Adelia miró a su alrededor, buscando a Gyltha y Mansur. Oh, Dios, habían halagado a su querido árabe —además de ella, tal vez la única persona sobria en todo el granero—, para que deleitara a algunos sirvientes del convento con la danza de la espada. Gyltha giraba a su alrededor como un armiño ebrio. No solía beber, pero no podía resistirse al alcohol si era gratis.

Bostezando, Adelia alzó a Allie y la llevó hacia el rincón donde habían dejado su cuna. La colocó dentro, le quitó el hueso y se lo arrojó a Guardián. Luego arropó a su hija y levantó la capota de cuero de la cuna y se sentó junto a ella para esperar a sus amigos. Y se quedó dormida.

Tuvo un sueño frenético, escandaloso, violento, que se tornó espantoso cuando un oso la apretó contra su piel y comenzó a arrastrarla hacia el bosque. Oyó que Guardián gruñía y atacaba al animal y luego soltó un aullido, cuando el oso lo alejó de un puntapié.

Forcejeando, casi asfixiada, arrastrando las piernas, Adelia despertó. El abad de Eynsham la llevaba en sus brazos hacia el rincón más oscuro del granero, debajo del pajar. Al apretar su enorme cuerpo contra ella, hizo que se golpeara contra la pared con tal fuerza que sobre ambos llovieron trozos de yeso y molduras.

Él estaba completamente ebrio y susurraba:

—Sois su espía. Del obispo. Os conozco, ramera, ante mí simuláis ser una mojigata, pero sois una prostituta. Yo sé a qué os dedicáis. ¿Cómo lo hace él? ¿Por el culo? ¿En la boca?

Un vaho con olor a brandy la envolvió mientras aquella cara pintada se acercaba a la suya. Ella apartó la cabeza y flexionó enérgicamente la rodilla, pero la ridícula falda que llevaba protegió al atacante, que gruñó, pero siguió tendido sobre su cuerpo.

Los susurros continuaron.

—Os creéis muy lista, lo veo en vuestros ojos, pero sois una puta apestosa. Una espía. Soy mejor que el obispo de Saint Albans…, soy mejor —la mano del abad había encontrado sus senos y comenzaba a apretarlos—. Miradme, puedo hacerlo, haced el amor conmigo, perra —ordenó, mientras lamía la cara de Adelia.

Fuera del sofocante cubículo donde estaba atrapada, alguien trataba de intervenir, de arrancar al monstruo que palpitaba y susurraba encima de ella.

—Dejadla, Rob, no vale la pena.

Era la voz de Schwyz.

—Sí vale la pena. Me mira como si fuera una mierda…, como si supiera…

Se oyó una sonora bofetada y Adelia sintió que podía respirar y moverse. Libre del peso que la oprimía, se deslizó hacia el muro, jadeando.

El abad yacía en el suelo, adonde Mansur lo había arrojado, y sollozaba. Junto a él estaba Schwyz, de rodillas, tratando de consolarlo como una madre.

—Es solo una ramera, Robert, no puede interesaros.

Mansur se erguía por encima de ellos, chupándose los nudillos, tan impasible como siempre. Dio media vuelta y tendió su mano. Adelia la tomó y se puso de pie. Juntos caminaron hacia la cuna. Antes de llegar, ella hizo una pausa, se limpió la cara y se alisó el vestido. Sin embargo, no podía mirar a su hija. Se sentía impura.

Detrás de ella Schwyz seguía pronunciando palabras de consuelo, pero el abad no cesaba de lamentarse:

—¿Por qué? ¿Por qué no me quiere a mí?

Mansur cargó la cuna y recogió a Gyltha, que se tambaleaba y cantaba, y en la fría atmósfera nocturna los tres emprendieron el camino a la residencia de huéspedes.

Adelia estaba abrumada, la conmoción ocultaba su ira, pero sabía que tarde o temprano esta irrumpiría. Aun cuando en general se aceptaba que la violación era el precio que se pagaba por ser mujer, ella tenía un gran respeto por sí misma.

—No comprendo —dijo sollozando—. Creí que era otra clase de adversario.

—Qué Alá lo castigue, aunque no os haya hecho daño —dijo Mansur.

—¿Qué decís? Por supuesto que me hizo daño. Trató de violarme.

—Diría que es incapaz de hacerlo.

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