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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (41 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—¿La habéis encontrado? No puedo creerlo. Era arriesgado. —Adelia trató de conservar la calma—. ¿Y es igual?

—Sí —afirmó el padre Paton—. Lamento decir que la similitud con la que me entregasteis es innegable.

—¿Servirá como prueba ante un tribunal?

—Sí. Ambas tienen en común ciertas peculiaridades que incluso un iletrado podría reconocer. La tengo aquí, tengo las dos —dijo, y comenzó a desatar el pequeño saco que pendía de su cinto.

Adelia lo detuvo.

—No las necesito. Conservadlas junto con mi declaración en algún lugar verdaderamente seguro hasta que llegue el momento oportuno. Y, en el nombre de Dios, nadie debe saber que las tenéis.

El padre Paton frunció los labios.

—He escrito mi propia versión de los hechos, para explicar a quien tenga interés en saberlo que he hecho esto porque creo que esa habría sido la voluntad de mi señor, el difunto obispo de Saint Albans.

Un remolino de hielo les anunció la presencia de Jacques, que se deslizaba trazando un círculo a su alrededor. El mensajero disminuyó la velocidad y se detuvo, con el rostro colorado y brillante a causa del ejercicio. Estaba radiante, casi apuesto, aunque su obispo no habría aprobado la reverencia exagerada que dedicó a Adelia, moviendo las manos como se estilaba en Aquitania.

—Está arreglado, señora. Si la suerte nos acompaña, se reunirán en la iglesia durante las vísperas. Este caballero y vos deberíais llegar antes.

—¿Qué locura es esta? —exclamó el padre Paton, para quien Jacques resultaba casi tan reprobable como Adelia.

—Jacques ha enviado dos invitaciones que yo he redactado. Escucharemos a escondidas, para probar quién planeó el asesinato de Talbot de Kidlington.

—No me involucraré en el lío de vuestros supuestos asesinatos. ¿Esperáis acaso que escuche a escondidas? Es ridículo. Me niego.

—Ambos estaremos allí. —Adelia alzó la voz, interrumpiendo sus protestas—. Necesitamos un testigo independiente. Por Dios, padre, mataron a un joven.

Una figura ruda, con una voz aún más ruda, surgió ante ellos.

—Entrad, todos vosotros, y rápido. —Cross, con los brazos extendidos, les indicaba que se dirigieran juntos hacia los peldaños. Su gesto no admitía objeciones.

El padre Paton, contento con la posibilidad de marcharse, se alejó sobre sus patines.

—¿Él puede ayudarnos a aclarar la muerte de Bertha? —preguntó Jacques en voz baja.

—No lo repetiré —dijo Cross—. El jefe dice que debéis entrar, de modo que os ordeno que lo hagáis.

Jacques obedeció. Adelia permaneció en su lugar.

—Venid conmigo, señora. Aquí ya hace mucho frío —la invitó, ahora con suavidad, el mercenario, tomándola amablemente del brazo—. ¿Lo veis? Estáis temblando.

—No quiero entrar —protestó Adelia. Otra vez quedaría atrapada entre los muros del convento, junto con el asesino. No quería que la arrastraran a la jaula que habitaba un monstruo con los colmillos manchados de sangre.

—No podéis quedaros aquí toda la noche —objetó Cross, mientras la guiaba por el hielo—. Muchachos, es hora de entrar —gritó luego, dirigiéndose a los cazadores que seguían en el bosque.

Cuando llegaron a los peldaños, el mercenario se vio obligado a arrastrar a Adelia como si condujera a un condenado a la horca.

En la otra orilla apareció un grupo de hombres que salía del bosque. Gritaban victoriosos en torno a una pequeña jaula de junco, donde revoloteaba un chochín asustado. Estaban encapuchados, cubiertos de nieve, y las caras ennegrecidas los volvían irreconocibles.

Y si, entre brincos y chillidos, en el convento entró una persona que no había salido de él, nadie lo advirtió.

• • •

En la capilla lateral de la iglesia, los carpinteros del convento habían colocado tablas entre los extremos de las vigas para facilitar el trabajo de cambio de los puntales corroídos, creando así un pequeño ático donde era posible oír sin ser visto. Era lo que se disponían a hacer Adelia y el padre Paton.

Después de mucha insistencia, ella había logrado que subiera hasta las vigas. Él había protestado ante lo que consideraba un engaño, un peligro, un acto indigno.

Tampoco a ella le agradaban las actitudes arbitrarias y poco científicas, no concordaban con su personalidad. Es más, el miedo que le producía encontrarse otra vez en la abadía la debilitaba, le provocaba una leve sensación de futilidad.

Pero en cuanto entraron por la puerta de la capilla, una corriente de aire agitó la llama de las velas que ardían en el altar de la Virgen; Emma había encendido una de esas velas en honor a Talbot de Kidlington: por ese motivo Adelia había intimidado, reprochado y engatusado al sacerdote.

—Tenemos un deber para con los muertos, padre.

Era el cimiento de su fe, algo tan fundamental para ella como el credo de san Atanasio para la liturgia de la iglesia occidental, y tal vez el padre Paton había reconocido su virtud, porque había dejado de discutir y había trepado por la escalera que Jacques instaló allí para ellos.

Las campanas habían dado por terminadas las vísperas, el eco de las oraciones que llegaban desde el claustro se había silenciado. La iglesia estaba vacía. Dado que los mercenarios habían creado problemas, las monjas velaban a los muertos en su propia capilla. En algún lugar ladró un perro, el de Fitchet, tal vez. Guardián, que no era famoso por su coraje, se tendía en el suelo, con las patas hacia arriba, en cuanto veía a aquella bestia hirsuta.

Los espías estaban en la parte trasera del ático, de modo que no podían ver qué sucedía abajo. Solo llegaba hasta ellos el resplandor de las velas que ardían en el altar, gracias al cual al menos podían distinguir el techo abovedado. Adelia tenía la incómoda sensación de estar junto al sacerdote en el asiento de un bote volcado. Con sus ojos brillantes como pequeños abalorios los murciélagos que pendían de las molduras le lanzaban miradas feroces.

Algo pasó a toda velocidad cerca de ellos. El padre Paton chilló.

—Aborrezco las ratas.

—Silencio —ordenó Adelia.

—Esto es una tontería.

Tal vez lo era, pero ya no podían arrepentirse. Jacques se había llevado la escalera y la había colocado nuevamente junto a la puerta del campanario, donde se había escondido.

Se oyó el ruido de un picaporte. Los goznes sin engrasar de la puerta lateral de la capilla chirriaron. Alguien murmuró al oír el ruido. La puerta se cerró. Se hizo silencio.

Debía ser Warin, el abogado. Wolvercote no se movía con tanto sigilo.

Adelia sentía una extraña desesperanza. Teorizar sobre la culpabilidad de un hombre no era lo mismo que confirmarla. En algún lugar, allí abajo, quizás se encontraba un ser que había traicionado a su único pariente, un muchacho que estaba bajo su cuidado, que había confiado en él y había sido asesinado.

Los goznes chirriaron otra vez. En esta ocasión a ese ruido lo acompañaron las enérgicas pisadas de un hombre calzado con botas. Se percibió la vibración de otra energía.

—¿Vos me enviasteis esta nota? —gritó Wolvercote, furioso. Si Warin trató de defenderse, los espías no lo oyeron, porque él siguió gritando, sin pausa—. Sí, lo hicisteis, sois igual que una ramera, sois una inmundicia llorona, sois un escupitajo apestoso, sois un canalla asqueroso. No me pondréis en aprietos…

La diatriba, y su asombrosa reiteración, sorprendente si se tenía en cuenta de quién provenía, estaba acompañada por bofetadas —todo hacía suponer que las recibía el señor Warin— que resonaban en las paredes como latigazos. El padre Paton daba un brinco tras otro al oírlas y hacía que Adelia, de pie detrás de él, retrocediera instintivamente.

El abogado trataba de proteger su cabeza, aunque ya debía de estar aturdido. De pronto, gritó:

—Mirad, señor. En el nombre de Cristo, mirad.

Las bofetadas se interrumpieron.

«Warin le está mostrando su carta».

El mensaje que Adelia había escrito para cada uno de ellos mencionaba el lugar y la hora del encuentro propuesto. Por lo demás, era breve: «Nos han descubierto».

Se hizo una larga pausa mientras Wolvercote —un hombre poco habituado a leer— trataba de descifrar la nota que había recibido Warin. El abogado dijo serenamente:

—Es una trampa. Alguien está en este lugar.

—¿Quién está en este lugar? ¿De qué trampa habláis? —gritó Wolvercote, sin moverse de su lugar, mientras Warin se dirigía a la nave principal de la iglesia para investigar—. ¿Vos no habéis enviado esta nota?

—¿Qué hay allí arriba? —preguntó el señor Warin al regresar—. Deberíamos echar un vistazo.

«Está mirando hacia arriba», pensó Adelia. Tuvo la sensación de que los ojos de ese hombre podían ver a través de las tablas y sus músculos se tensaron. El padre Paton permaneció inmóvil.

—Allí no hay nadie. ¿Cómo podría alguien llegar hasta allí? ¿Cuál es la trampa?

—Señor, alguien lo sabe —afirmó el señor Warin, que se había calmado un poco—. No debisteis colgar a esos bribones. Fue un error. Yo les había prometido el dinero necesario para abandonar el país.

Por lo tanto, él había contratado a los asesinos.

—¡Debía colgarlos, por supuesto! ¿Cómo podía asegurarme de que mantuvieran la boca cerrada? —Wolvercote seguía gritando—. Que Dios os maldiga, Warin. Si todo esto es una treta para obtener más dinero…

—No lo es, señor. La Virgen María sabe que os he prestado un gran servicio.

—Sí, es verdad —concedió Wolvercote, en un tono más sereno, más reflexivo—, y comienzo a preguntarme por qué.

—Os lo dije, señor. No habría permitido que un miembro de mi familia os ofendiera. Cuando supe cuáles eran las intenciones del muchacho…

—¿Y no esperabais que hubiera problemas? Entonces, ¿por qué demonios habéis venido hasta aquí? ¿Por qué motivo cabalgasteis hasta la abadía para comprobar que había muerto?

Ambos se alejaron hacia la nave de la iglesia. Sus voces fueron desapareciendo entre expresiones de queja y animosidad.

Después de largo rato se oyeron pasos que indicaban su regreso. La puerta se abrió chirriando y volvieron a oírse pisadas de botas tan enérgicas como las anteriores. Luego se desvanecieron.

El padre Paton se movió, pero Adelia le sujetó el brazo y se llevó un dedo a los labios para indicarle que no hablara.

—Esperad. No quieren que los vean juntos. Wolvercote salió primero —susurró.

Nuevamente se hizo el silencio. El abogado era un hombrecito callado.

Al cabo de un rato, Warin salió. Adelia esperó hasta oír que cerraba la puerta. Luego se escabulló hacia delante para espiar por encima de las tablas.

La capilla estaba vacía.

—Hombres respetables. Uno de ellos, un noble del reino. Dos monstruos. —El padre Paton hablaba con un espanto teñido de emoción—. El alguacil debe saberlo, le escribiré. Soy testigo de la conspiración para el asesinato. Necesitará una declaración completa, mi testimonio es importante. Jamás lo habría creído, ¡un noble del reino!

El sacerdote esperaba con impaciencia que Jacques llevara la escalera. Cuando bajó, comenzó a interrogar al mensajero sobre lo que se había dicho en la iglesia.

Por un instante Adelia permaneció inmóvil. Para ella, eso no tenía importancia: dos asesinos se habían delatado. Habían conspirado para eliminar a un hombre con la misma liviandad con que podían cortar una hoja de hierba.

«Oh, Emma».

Pensó en la flecha que se había clavado en el pecho del joven y había detenido los latidos del corazón, ese órgano maravilloso. En la indiferencia del ballestero que la había disparado hacia la infinita complejidad de sus venas y músculos, la misma que habían demostrado el primo de la víctima al ordenarle que lo hiciera y el hombre poderoso que le había pagado por hacerlo.

«Emma, Emma».

El padre Paton se dirigió, presuroso, al calefactorio. Quería escribir su declaración sin demora.

Era una noche de luna, clara y fría. No era necesario alumbrarse con un farol. Mientras la acompañaba a la residencia de huéspedes, Jacques le contó lo que había oído en la iglesia. En general, se repetían las frases pronunciadas en la capilla.

—Antes de marcharse llegaron a la conclusión de que alguien les había gastado una broma. Lord Wolvercote sospecha que fueron sus mercenarios. El señor Warin aún temblaba. Apuesto a que en cuanto pueda se marchará del país.

Adelia y Jacques se despidieron al pie de la escalera.

Increíblemente cansada, Adelia se arrastró escalera arriba. Subió el último tramo con cautela, como lo hacía siempre en los últimos tiempos, reviviendo un episodio imaginario en el cual veía una cuna que caía.

Se detuvo. La puerta estaba entreabierta y la habitación se encontraba a oscuras. Aunque su reducido séquito estuviera durmiendo, siempre dejaban una vela encendida para ella, y la puerta nunca estaba abierta.

Se tranquilizó cuando Guardián salió a recibirla. Su perro meneaba la cola con fuerza, desprendiendo más olor de lo habitual.

La puerta se cerró detrás de ella. Un brazo le rodeó el pecho, una mano le cubrió la boca.

—Tranquila —susurró alguien—. Adivinad quién soy.

Ella no necesitó adivinar. Eufórica, se retorció entre los brazos que la aprisionaban, para darse la vuelta y mirar a aquel hombre, el único.

—Sois un cabrón.

—En cierto modo es verdad —dijo él, alzándola en sus brazos para arrojarla en la cama más cercana y dejarse caer sobre ella—. En el cuento, mamá y papá al final se casaban. Lo recuerdo claramente, yo estaba allí.

No era momento de reír. Sin embargo, Adelia lo hizo, aunque Rowley apretaba los labios contra los suyos.

No había muerto, estaba deliciosamente vivo. Su olor, toda su persona, el mundo entero era algo maravilloso en ese momento, porque él estaba allí. Rowley la conmovía hasta lo más hondo del alma, hasta las entrañas, que se humedecieron al sentir sus manos. Habían pasado mucho tiempo resecas.

Sus cuerpos subieron y bajaron como enormes alas, para llevarlos cada vez más alto, en un vuelo hacia un cielo volcánico, y luego se plegaron para abandonarse en una larga y palpitante caída hacia una pequeña cama en una habitación oscura y fría.

Cuando la tierra dejó de sacudirse, ella se escurrió debajo de él y se incorporó.

—Sabía que estabais cerca —dijo—. De alguna manera lo supe.

Él respondió con un murmullo.

Adelia se sentía plena de energía, como si una infusión maravillosa le hubiera devuelto la vida. Se preguntó si habrían engendrado otro hijo, y esa posibilidad la hizo feliz.

BOOK: El laberinto de la muerte
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