Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
—De acuerdo —dijo—. Ya expusiste tu idea y me doy por enterado. Sentí, es verdad, la tentación del peligro cuando, años atrás, me acerqué a ti en el auditorio donde cantabas, cuando te vi la primera vez que viniste a mí.
Y el hecho de que me tientes con tu ofrecimiento... eso también es peligroso, porque soy humano, como ambos sabemos.
Me recosté contra el respaldo, algo más feliz; levanté la pierna y apoyé el talón en el asiento de cuero del viejo sillón.
—Me gusta que la gente me tenga un poco de miedo —dije, encogiéndome de hombros—. Pero, ¿qué pasó en Río?
—Me topé cara a cara con la religión de los espíritus. El candomblé. ¿Conoces la palabra?
Volví a encogerme de hombros.
—La oí una o dos veces —expliqué—. Pienso ir allí algún día, quizá pronto. —Imaginé las grandes ciudades de Sudamérica, los bosques, el Amazonas. Sí, me apetecía tal aventura, y la desesperación que me había llevado hasta el Gobi me parecía ya muy lejana. Me alegraba estar vivo aún, y en silencio me negué a sentirme avergonzado.
—Ah, si pudiera volver a ver Río —dijo David, más para sí mismo que dirigiéndose a mí—. Por supuesto, Río no es lo que era en aquel entonces.
Ahora es un mundo de rascacielos y enormes hoteles de lujo. Pero me encantaría ver de nuevo esa costa en curva, el Cristo en la cima del Corcovado. Creo que no hay geografía más deslumbrante en el mundo entero. ¿Por qué dejé pasar tantos años sin regresar a Río?
— ¿Acaso no puedes ir cuando te plazca? —Sentí de pronto gran des ansias de protegerlo. —Supongo que esos monjes de Londres no pueden impedirte que vayas. Además, eres el jefe.
Rió en un estilo muy caballeresco.
—No, no me lo impedirían —dijo—. Es cuestión de tener, o no, los bríos, tanto físicos como mentales. Pero la cuestión no es ésa; sólo quería contarte lo que pasó. O tal vez sí tenga que ver... No lo sé.
— ¿Cuentas con medios como para viajar a Brasil, si quisieras?
—Sí, eso nunca fue problema. En cuestiones de dinero, mi padre fue muy inteligente y, en consecuencia, nunca tuve que preocuparme demasiado.
—Si no tuvieras el dinero, yo te lo pondría en las manos.
Me obsequió una de sus sonrisas más tolerantes y afables.
—Me he puesto viejo —dijo—. Estoy solo y algo tonto, como debe serlo todo hombre con algo de sabiduría. Pero pobre no soy, gracias a Dios.
— ¿Y bien? ¿Qué pasó en Brasil? ¿Cómo empezó todo?
Iba a hablar, pero guardó silencio.
— ¿De veras piensas quedar te aquí a escucharme? —dijo, después.
—Sí —respondí de inmediato—. Por favor. —Comprendí que nada ansiaba tanto en el mundo. No tenía un solo plan ni ambición en el corazón, ni otro pensamiento que no fuera estar allí, con él. Algo tan simple como eso me dejó un poco perplejo.
Así y todo lo noté reacio a confiar en mí. Luego se produjo un cambio sutil en él, una especie de relajación, un entregarse, quizá.
Hasta que por fin comenzó.
—Ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial. La India de mi niñez ya no existía. Además, yo anhelaba nuevos horizontes. Entonces organicé con mis amigos una expedición para ir a cazar al Amazonas. Me obsesionaba la perspectiva de la selva amazónica. Queríamos cazar el gran jaguar sudamericano. —Señaló un rincón de la habitación donde, montada sobre un pedestal, se veía una piel moteada de felino en la que yo no había reparado. —No te imaginas las ganas que tenía de atraparlo.
—Parece que lo conseguiste.
—No de inmediato —aclaró con una risita irónica—. Decidimos empezar la expedición pasando primero unas hermosas vacaciones en Río, dos semanas para recorrer la playa de Copacabana y los lugares históricos: monasterios, iglesias, etcétera. Ten en cuenta que en esa época el centro de la ciudad era muy distinto, una conejera de callecitas angostas y
maravillosa arquitectura. ¡Yo estaba anhelante, me emocionaba mucho la perspectiva de hacer algo tan insólito! Eso es lo que nos impulsa a los ingleses a ir a los trópicos.
Sentimos la necesidad de alejamos de los cánones sociales, de la tradición... y sumergimos en alguna cultura al parecer salvaje a la que nunca podemos domesticar ni comprender.
A medida que hablaba todo su porte iba cambiando; se lo notaba más vigoroso, le brillaban los ojos y las palabras le fluían más rápidamente con ese marcado acento británico que tanto me gustaba.
—Bueno, la ciudad superó todas nuestras expectativas, desde luego, pero mucho más fascinante aún fue su gente. Los brasileños. no se parecen a nadie que uno conozca. Para empezar, son bellísimos, y si bien todos coinciden en este punto, nadie sabe el porqué. No; lo digo en serio — aseguró cuando me vio sonreír—. Tal vez sea la mezcla de portugués con africano y el añadido de sangre indígena. No lo sé. Lo cierto es que son muy atractivos y tienen una voz muy sensual. Uno puede enamorar se de esas voces... puedes besar esas voces... Y la música, la bossanova, es su lenguaje.
—Deberías haberte quedado allí.
— ¡No, no! —protestó, y bebió otro sorbito de whisky—. Bueno, continúo: tuve una relación apasionada con un muchacho de nombre Carlos, ya desde la primera semana. Quedé embelesado. Nos dedicamos a beber y hacer el amor día y noche sin cesar, en mi suite del Palace Hotel. Una verdadera indecencia.
— ¿Tus amigos te esperaron?
—No; me emplazaron: o vienes ya mismo con nosotros o te abandonamos. Pero no tenían inconveniente en que Carlos se incorporara al grupo. —Hizo un ademán. —Eran hombres muy mundanos, desde luego.
—Me imagino.
—Sin embargo, la decisión de llevar a Carlos fue un tremendo error. Su madre era sacerdotisa del candomblé, cosa de la que yo no tenía ni la más remota idea. Ella no quería que su hijo viajara a la selva amazónica; quería que fuera al colegio. Entonces me hizo perseguir por los espíritus.
Hizo una pausa y me miró, quizá para medir mi reacción.
—Tiene que haber sido divertido.
—Me daban golpes de puño en la oscuridad. ¡Levantaban mi cama y me arrojaban al piso! Cuando me duchaba, hacían girar los grifos y casi me quemaban vivo. Me llenaban la taza de té con orines. Al cabo de siete días ya me estaba volviendo loco. Primero sentí fastidio, luego incredulidad y de ahí pasé al terror. Volaban los platos de la mesa ante mis ojos.
Sonaban timbres en mis oídos. Las botellas se caían de los estantes y se hacían añicos. Dondequiera que iba, veía personas de tez oscura que me observaban.
— ¿Sabías que era esa mujer?
—Al principio, no. Pero por último Carlos me confesó todo. Su madre no pensaba levantar la maldición hasta que no me fuera. Bueno, esa misma noche me marché.
"Regresé a Londres exhausto y medio loco, pero las cosas no mejoraron, porque los espíritus vinieron conmigo. Y empezaron a producirse los mismos fenómenos aquí, en Talbot Manor. Puertas que se golpeaban, muebles que se movían, timbres que sonaban constantemente en las dependencias de servicio. Ya todos estábamos perdiendo el juicio. Y mi madre —siempre tuvo inclinaciones espiritistas— vivía corriendo de una médium a otra por todo Londres. Fue ella la que llamó a la Talamasca. Yo les conté la historia completa y ellos empezaron a explicarme lo que era el espiritismo y el candomblé. — ¿Exorcizaron a los demonios?
—No. Pero al cabo de una semana de intensos estudios en la biblioteca de la Casa Matriz y prolongadas entrevistas con los pocos miembros que conocían Río, los pude dominar. Todos quedaron muy sorprendidos.
Después, cuando resolví volver a Río, los des concerté. Me advirtieron que esa sacerdotisa tenía facultades suficientes como para matarme.
«Precisamente —les dije—; pretendo tener yo esos mismos dones. Voy a ser su alumno. Quiero que ella me enseñe». Me imploraron que no fuera y les contesté que a la vuelta les iba a presentar un informe escrito. Te imaginarás cómo me sentía. Yo había visto cómo trabajaban esos entes invisibles. Había sentido que me tocaban. Había visto objetos que se lanzaban por los aires. Pensaba que ante mí se abría el gran mundo de lo invisible. Tenía que viajar. Nada me habría podido disuadir. Nada en absoluto.
—Entiendo. Fue tan emocionante como una expedición de caza mayor.
—Así es. —Sacudió la cabeza. —Qué épocas. Seguramente pensaba que, si no me había matado la guerra, ya nada podría hacerlo. —De pronto se dejó llevar por los recuerdos y no me permitió compartirlos.
— ¿Te enfrentaste a la mujer?
—La enfrenté y la dejé impresionada; después la soborné de mil maneras.
Le dije que quería ser su aprendiz; le juré de rodillas que deseaba aprender, que no me iba a ir hasta no haber comprendido el misterio, y aprendido todo lo posible. —Soltó una risita. —Creo que ella nunca había conocido a un antropólogo, ni siquiera aficionado, y se puede decir que yo era eso. Sea como fuere, me quedé un año en Río y créeme que fue el más notable de mi vida. Al final, me marché sólo porque sabía que, si no me iba en ese momento, no me iba más. Habría sido el fin de David
Talbot, el inglés.
— ¿Aprendiste a convocar a los espíritus?
Asintió. Una vez más estaba rememorando, viendo imágenes que me estaban vedadas. Lo noté perturbado, tristón.
—Escribí un relato completo —dijo finalmente—, que está en los archivos de la Casa Matriz. A lo largo de estos años, muchas, muchísimas personas lo leyeron.
— ¿Nunca te tentó la posibilidad de publicarlo?
—No puedo. Es una exigencia de la Talamasca. Jamás publicamos para afuera.
—Temes haber malgastado tu vida, ¿no es así?
—No. Sinceramente, no... Aunque es verdad lo que te dije antes. No descubrí los secretos del universo. Jamás avancé más allá del punto al que llegué en el Brasil. Oh, después hubo espeluznantes revelaciones.
Recuerdo mi incredulidad de la primera noche, cuando leí los archivos sobre los vampiros; y la sensación extraña que me produjo bajar a las criptas a revisar las pruebas. Pero en definitiva me pasó lo mismo que con el candomblé: pude llegar hasta un determinado punto y no más.
—Créeme que lo sé. David, el mundo tiene que seguir siendo un misterio.
Si hay una explicación, no la vamos a encontrar nosotros; de eso estoy seguro.
—Es cierto —coincidió, apesadumbrado.
—Y pienso que le tienes más miedo a la muerte de lo que admites.
Conmigo has asumido una actitud porfiada, de orden moral, y no te culpo. A lo mejor tienes edad y criterio como para saber positivamente que no quieres convertirte en uno de los míos, pero no hables de la muerte como si ella pudiera darte las respuestas. Yo sospecho que la muerte es espantosa. Uno se termina, no hay más vida, ninguna posibilidad de saber más nada.
—En eso no estoy de acuerdo, Lestat. Imposible darte la razón. —Estaba mirando nuevamente al tigre; luego dijo: —Alguien creó la simetría perfecta, Lestat. Eso tuvo que hacerlo alguien. El tigre y la C'A2ja... no puede haber sucedido solo.
Hice un gesto de negación sin despegar los labios.
—Se puso más inteligencia en la creación de ese viejo poema, de la que jamás se haya empleado en la creación del mundo. Cuando hablas así pareces episcopal. Pero entiendo lo que dices.
Yo también a veces he pensado igual: tiene que haber algo que lo explique todo. ¡Tiene que haberlo! Faltan tantas piezas del rompe cabezas.
Cuanto más lo piensas, más tienes la impresión de que los ateos hablan como fanáticos religiosos. Pero yo creo que es una falsa ilusión. Todo es proceso y nada más.
—Piezas que faltan, Lestat. ¡Desde luego! Imagina por un instante que yo fabricara un robot, una réplica perfecta de mí mismo. Supon que le diera todas las enciclopedias de información posibles; es decir, que se las programara en su cerebro- computadora. Bueno, sólo sería una cuestión de tiempo, porque en algún momento vendría a preguntarme: "¿Dónde está lo demás, David? ¡Quiero la explicación! ¿Cómo empezó todo? ¿Por qué omitiste explicar la razón de que haya habido un big bang en primer lugar o qué fue lo que ocurrió cuando los minerales y demás compuestos inertes de pronto evolucionaron y se convirtieron en células orgánicas?
¿Cómo se explica la enorme brecha en el registro de los fósiles?".
Me reí complacido.
—Entonces tendría que confesarle al pobre tipo —prosiguió— que no hay explicación alguna, que no tengo las piezas que faltan.
—David, nadie las tiene ni las tendrá.
—No estés tan seguro.
—Eso es lo que esperas, ¿verdad? ¿Por eso estás leyendo la Biblia?
¿Vuelves a Dios porque no pudiste desentrañar los misterios del universo?
—Dios es el secreto oculto del universo —expresó, pensativo, con el rostro muy sereno, casi juvenil. Tenía los ojos clavados en el vaso, admirando quizá la forma en que concentraba la luz sobre el cristal. No sé. Tuve que esperar unos instantes para que continuara. —Creo que la respuesta podría estar en el Génesis —dijo por fin—. Sinceramente lo creo.
—Me dejas azorado, David. Hablas de piezas que faltan y mencionas el
Génesis, que no es más que un puñado de fragmentos.
—Sí, pero fragmentos reveladores que quedaron para nosotros, Lestat.
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y sospecho que ésa es la clave. Nadie sabe con certeza lo que eso significa. Los hebreos no creían que Dios fuera un hombre.
— ¿Por qué supones que puede ser la clave?
—Dios es una fuerza creativa, Lestat, y nosotros también. A Adán le ordenó: "Creced y multiplicaos". Eso fue lo que hicieron las primeras células orgánicas: crecieron y se multiplicaron. No cambiaron meramente de forma sino que se reprodujeron. Dios es una fuerza creativa. El hizo todo el universo partiendo de sí mismo mediante la división celular. Por eso los demonios están tan llenos de envidia... me refiero a los ángeles malos: porque no son fuerzas creativas; no tienen cuerpo ni células; son espíritus. Y presumo que lo que sintieron no fue envidia sino más bien una forma de desconfianza, porque vieron que Dios estaba cometiendo un error al construir otro motor de creatividad —Adán— tan parecido a El. Quiero decir que los ángeles probablemente pensaron que ya bastante malo era el universo físico, con todas las células que se reproducían, como para que encima tuvieran que aceptar a seres que hablaban y pensaban, que además podían crecer y multiplicarse. Sin duda el experimento los indignó, y ése fue su pecado.
—Entonces lo que dices es que Dios no es puro espíritu.