Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
—Como la luz en Rembrandt.
—Sí, como eso. Sus rostros eran más tersos que los de los humanos. Toda la visión tenía una textura distinta, uniforme en todos sus detalles.
— ¿Te vieron ellos a ti?
—No. Es decir, no me miraron ni se dieron por enterados de mi presencia.
Se miraban uno al otro, siguieron hablando y yo retomé el hilo al instante.
Era Dios diciéndole al diablo que debía proseguir con su labor, y el diablo no quería hacerlo. Explicaba que ya llevaba demasiado tiempo trabajando.
Lo mismo que le pasaba a él le pasaba a todos los demás. Dios dijo que El entendía, pero que el diablo debía saber lo importante que él —el diablo— era, que no podía eludir sus obligaciones, que no era tan sencillo. En definitiva, le decía que debía ser fuerte, todo dicho en tono muy amistoso.
— ¿Qué aspecto tenían?
—Esa es la peor parte: no sé. E n ese momento yo vi dos figuras grandes, decididamente masculinas, o que asumían forma masculina, por así decirlo, de agradable apariencia; en absoluto monstruosos ni fuera de lo común. No me di cuenta de que faltaran detalles, como por ejemplo color del pelo, facciones, esas cosas. Las dos siluetas parecían completas. Pero cuando después quise reconstruir el episodio, ¡no me acordaba de las particularidades! No creo que la ilusión fuera tan completa. Creo que me dejó satisfecho, pero esa sensación provino de algo distinto.
— ¿De qué?
—Del contenido, de la significación, desde luego.
—Ellos no te vieron, no supieron que estabas ahí.
—Mi querido amigo, tienen que haber sabido que estaba. Tienen que haberlo sabido. ¡Seguramente lo hacían para mí! ¿Cómo, si no, se me permitió verlo?
—No sé, David. A lo mejor no tenían la intención de que los vieras. Tal vez algunas personas pueden ver, y otras no. O quizá fuera un rasgón en la otra trama, la trama de todo lo demás que había en el café.
—Podría ser, pero me temo que no fue eso. Me temo que la intención haya sido que los viera, producir un efecto en mí. Y ése es el horror, Lestat: que no me produjo un buen efecto.
—No te hizo cambiar de vida.
—Oh, no, en absoluto. Más aún: a los dos días ya dudaba hasta de haberlos visto. Cada vez que se lo contaba a alguien, cada vez que me decían "David, estás chiflado", el episodio se volvía más impreciso y dudoso. No; nunca obré en consecuencia.
—Pero, ¿qué podías haber hecho? ¿Qué puede hacer una persona que ha tenido una revelación, salvo llevar una buena vida? Me imagino, David, que se lo habrás contado a tus compañeros de la Talamasca.
—Sí, sí, se lo conté. Pero eso fue mucho más tarde, después de lo de Brasil, cuando presenté mis memorias como debe hacer todo buen integrante. Desde luego, relaté la historia completa tal como ocurrió.
— ¿Y qué te dijeron?
—Lestat, la Talamasca nunca dice mucho sobre nada; eso hay que saberlo.
"Nosotros observamos y estamos siempre alertas." A decir verdad, no era una visión que muchos de mis compañeros quisieran escuchar. En Brasil, si hablas de espíritus enseguida tienes público. Pero menciona al Dios cristiano y al diablo... En cierto modo, la Talamasca está regida por prejuicios y hasta por modas, como cualquier institución. La historia provocó cierta perplejidad. No recuerdo mucho más. Pero, ¿qué se puede esperar de caballeros que han visto lobizones, que han sido seducidos por vampiros, que lucharon contra brujas y hablaron con fantasmas?
—Pero Dios y el diablo —dije, riendo— son las estrellas del elenco. ¿No será que tus compañeros te envidiaron más de lo que supones?
—No; no lo tomaron en serio —dijo, aceptando mi humorada con una risita—. Para serte franco, me llama la atención que tú lo hayas tomado tan al pie de la letra.
De pronto se levantó agitado, se encaminó a la ventana, descorrió la cortina y trató de mirar afuera, a la noche cubierta de nieve.
—David, esas apariciones... ¿qué crees que pretendían de ti?
—No lo sé —reconoció con voz de desaliento—. A eso quiero llegar. Ya tengo setenta y cuatro años, y no lo sé. Voy a morirme sin saberlo. Y si no puedo esclarecerme, que así sea. Eso en sí mismo es una respuesta, con independencia de que tome suficiente conciencia de ello o no.
—Ven aquí y siéntate, por favor. Me gusta verte la cara cuando hablas.
Obedeció casi automáticamente. Se sentó y volvió a tomar el vaso vacío, al tiempo que sus ojos se posaban en el fuego una vez más.
— ¿Qué opinas, Lestat? De verdad, en tu interior. ¿Existe un Dios o un diablo? Dime con sinceridad lo que piensas.
Me tomé un largo rato para responder.
—Honestamente, creo que Dios existe. No me gusta decirlo, pero lo creo.
Y es probable que exista también alguna forma de diablo. Reconozco que hay piezas que faltan, como hemos dicho. Y podría ser que en ese café de París hubieras visto al Ser Supremo y a su adversario. Pero el hecho de que nunca podamos descifrar el misterio es parte del juego enloquecedor de ambos. ¿Buscas una explicación posible de su conducta, saber por qué te permitieron vislumbrar algo? ¡Querían que tuvieras una reacción de tipo religioso! Juegan con nosotros de esa manera. Lanzan visiones, milagros, trocitos de revelación divina; entonces nosotros nos llenamos de fervor y fundamos una iglesia. Todo es parte de su juego, de su charla interminable. ¿Y sabes una cosa? Creo que la visión que tienes tú de ellos —la de un Dios imperfecto y un diablo que está aprendiendo— es una interpretación tan buena como cualquier otra. Creo que has dado en la tecla.
Me miraba con gran atención, pero no respondió.
—No —continué—. La intención no es que conozcamos las respuestas, que sepamos si nuestras almas viajan de un cuerpo a otro, y a otro más a través de la reencarnación. Nunca vamos a saber si Dios hizo el mundo, si es Alá, Yahvé, Siva o Cristo. El siembra dudas de la misma manera como siembra revelaciones. Nosotros somos sus tontos.
Seguía sin abrir la boca.
—Abandona la Talamasca, David. Vete a Brasil antes de que seas demasiado viejo. Regresa a la India. Ve a todos los sitios que quieres conocer.
—Sí, tal vez debiera hacerlo —repuso suavemente—. Y ellos se ocuparán de todo por mí. El consejo ya se ha reunido para tratar el tema de mis recientes ausencias de la Casa Matriz. Me jubilarán con una buena suma, desde luego.
— ¿Ellos saben que me has visto?
—Oh, sí. Eso es parte del problema, porque me prohibieron tomar contacto contigo. Lo cual es muy divertido, realmente, puesto que están ansiosos por verte ellos mismos. Saben cuándo andas por la Casa Matriz, desde luego.
—Ya sé que se dan cuenta. ¿Qué es eso de que te prohibieron el contacto?
—Oh, la admonición de rigor —respondió, con los ojos aún posados en los leños—. Todo muy medieval y basado en una antigua directiva: "No debes alentar a ese ser; no debes entablar ni prolongar la conversación con él. Si insiste en sus visitas, harás lo posible por llevarlo a un sitio muy poblado, porque sabido es que a esas criaturas no les gusta atacar si están rodeadas de mortales. Y nunca jamás tratarás de sonsacarle secretos, ni creerás por un instante que cualquier emoción revelada por él sea genuina, porque saben fingir con singular astucia y se sabe de casos en que, por razones imposibles de analizar, han llevado a mortales a la locura. Esa suerte han corrido notables investigadores y pobres inocentes con quienes los vampiros establecen contacto. Debes informar al consejo, sin la menor dilación, de todo encuentro, avistamiento, etcétera".
— ¿Realmente lo sabes de memoria?
—Yo mismo lo redacté —reconoció con una sonrisa—. A través de los años he impartido la directiva a muchos otros miembros.
—Seguro que saben de mi presencia aquí, ahora.
—No, claro que no. Hace tiempo ya que dejé de informar nuestros encuentros. —Volvió a sumirse en sus pensamientos. — ¿Buscas a Dios? — preguntó luego.
—Por cierto que no —respondí—. Es una gran pérdida de tiempo, aun cuando uno tenga siglos para derrochar. Ya no emprendo más esas búsquedas. Miro el mundo que me rodea para encontrar las verdades, verdades encerradas en lo físico y lo estético, verdades que puedo abrazar plenamente. La visión que tuviste me interesa porque es tuya, porque me la relataste y porque te quiero mucho, pero nada más.
Volvió a echarse hacia atrás, con la mirada perdida en la penumbra.
—No va a importar, David. Va a llegar un momento en que morirás, y yo' también, con toda probabilidad.
Su sonrisa volvió a ser cálida, como si sólo pudiera aceptar eso como una suerte de broma.
Se produjo un largo silencio, que él aprovechó para servirse más whisky y beberlo con más lentitud que antes. No estaba ni siquiera un poco ebrio, porque expresamente se proponía no llegar hasta ese punto.
Cuando yo era mortal, siempre bebía para emborracharme. Pero en ese entonces yo era muy joven y muy pobre, castillo o no castillo, y la mayoría de las bebidas eran malas.
—Tú buscas a Dios —sentenció, haciendo gestos de afirmación con la cabeza.
—Maldito si es así. Lo dices por tu propia experiencia, pero sabes perfectamente bien que no soy el muchacho que ves aquí.
—Ah, es verdad que no debo olvidarme de eso. Pero nunca toleraste la maldad. Si es verdad aunque más no fuera la mitad de lo que escribiste en tus libros, es evidente que siempre te asqueó todo lo relacionado con el mal. Darías cualquier cosa por descubrir lo que Dios quiere de ti, y cumplir sus designios.
—Te estás poniendo chocho, David. Redacta tu testamento.
—Oh, qué cruel —se quejó con su sonrisa franca.
Estuve a punto de decirle algo más, pero me distraje al oír ciertos sonidos en mi mente. Un auto que pasaba a marcha lenta por un camino angosto de la lejana aldea, en medio de una nieve enceguecedora.
Efectué una exploración mental pero no encontré nada, sólo más nieve que caía y el auto que avanzaba con dificultad. Pobre mortal, tener que atravesar el campo a las cuatro de la madrugada.
—Ya es muy tarde —dije—, y tengo que irme. No quiero pasar otra noche aquí, aunque estuviste sumamente amable.
Esto no tiene nada que ver con que alguien esté enterado. Es sólo que prefiero...
—Te entiendo. ¿Cuándo volveré a verte?
—Tal vez antes de lo que crees. Dime, David, la otra noche, cuando me fui como un atolondrado a asarme en el Gobi, ¿por qué dijiste que yo era tu único amigo?
—Lo eres.
Permanecimos unos instantes en silencio.
—Tú también eres mi único amigo, David.
— ¿Adonde vas ahora?
—No sé. Quizá vuelva a Londres. Te voy a avisar cuando cruce de nuevo el Atlántico. ¿De acuerdo?
—Sí, avísame. No... no creas nunca que no quiero verte; no vuelvas a abandonarme más.
—Si creyera ser una buena influencia para ti, si pensara que te conviene dejar la orden y volver a viajar...
—Claro que me conviene. Mi lugar ya no está en la Talamasca. Ni siquiera estoy seguro de seguir confiando en la institución... ni de creer en sus objetivos.
Yo deseaba decirle mucho más; cuánto lo quería, que nunca olvidaría cómo me protegió cuando busqué refugio bajo su techo, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que me pidiera, lo que fuese.
Pero me pareció inútil. No sé si me habría creído, ni qué valor habrían tenido mis palabras. Yo aún estaba convencido de que no le convenía verme. Y a él no le quedaba mucho en esta vida.
—Todo eso lo sé -—dijo quedamente, obsequiándome de nuevo su sonrisa.
—David, ¿tienes aquí una copia del informe que presentas te sobre tus aventuras en Brasil? ¿Puedo leerlo?
Se levantó y caminó hasta una biblioteca con puertas de vidrio. Revisó unos instantes la gran cantidad de material que allí guardaba y retiró dos gruesas carpetas de cuero.
—Aquí está mi vida en Brasil, lo que escribí posteriormente en la selva usando una destartalada máquina de escribir portátil, sobre una mesita de campamento, antes de volver a Inglaterra. Salí a cazar un jaguar, desde luego. Tuve que hacerlo. Pero la cacería no fue nada en comparación con las experiencias que viví en Río; no fue absolutamente nada.
Ese fue el momento crítico. Creo que el hecho mismo de redactar esto fue un intento de volver a convertirme en un inglés, de poner distancia con la gente del candomblé, con el tipo de vida que había llevado con ellos. El informe que presenté a la Talamasca se basó en este material.
Lo recibí agradecido.
—Y esto —agregó, refiriéndose a la otra carpeta— es un breve resumen de mis días en África y la India.
—También me gustaría leerlo.
—Son en su mayor parte viejas historias de cacerías. Era muy joven cuando las escribí. ¡No hablo más que de armas y es pura acción! Fue antes de la guerra.
Recibí también la segunda carpeta. Luego me puse de pie en un estilo muy caballeresco.
—Me pasé la noche entera hablando yo —dijo de pronto—; muy desatento de mi parte. A lo mejor tú tenías cosas que contar.
—No, ninguna. Fue exactamente lo que yo quería. —Le tendí la mano y él me la tomó. Asombrosa la sensación de su roce contra mi carne quemada.
—Lestat... ese cuento de Lovecraft... ¿lo quieres o prefieres que te lo guarde?
—Ah... es una historia bastante interesante... quiero decir, la forma como llegó a mis manos.
Cuando me lo entregó, lo guardé dentro del abrigo. A lo mejor volvía a leerlo. Recobré la curiosidad y junto con ella una suerte de recelo temeroso. Venecia, Hong Kong, Miami. ¡Cómo había hecho ese insólito mortal para localizarme en los tres lugares, y cómo consiguió que lo ubicara yo a él!
— ¿Quieres hablarme de eso? —preguntó David, gentil.
—Cuando tengamos más tiempo, te contaré. —Sobre todo si vuelvo a ver a ese tipo, pensé. ¿Cómo lo hizo?
Salí de manera civilizada, haciendo adrede algo de ruido al cerrar la puerta lateral de la casa.
Estaba por amanecer cuando llegué a Londres. Y, por primera vez en muchas noches, me alegré de mis inmensos poderes y de la enorme sensación de seguridad que me transmitían. No necesitaba yo ataúdes, sitios oscuros donde esconderme, sino sólo una habitación donde no entraran los rayos del sol. Un elegante hotel con gruesas cortinas me brindaría paz y comodidad.
Disponía de algún tiempo para instalarme bajo la cálida luz de la lámpara y comenzar a leer las aventuras de David en Brasil, cosa que ansiaba hacer con suma complacencia.