Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Quedé tan anonadado que no pude articular respuesta alguna. Por último, reuní algo de valor como para formular unas preguntas.
El crimen había ocurrido el miércoles a eso de las ocho de la noche. Nadie conocía la magnitud del daño causado por el robo de los archivos. Y lamentablemente el hombre había sufrido.
—Es una situación muy. muy penosa —dijo la voz—. Si usted se encontrara en Nueva York no podría no enterarse porque se publicó en todos los diarios. Se lo llamó un asesinato vampírico, ya que el cadáver quedó sin una gota de sangre.
Corté, y durante un largo momento permanecí en rígido silencio. Luego llamé a París, y al cabo de una breve demora atendió mi representante.
Gracias a Dios que lo había llamado, dijo, y también me pidió que me identificara. Las contraseñas no le bastaron. Le propuse entonces mencionar conversaciones que habíamos tenido en el pasado, y aceptó.
Hable, me dijo. En el acto le recité una letanía de secretos que sólo él y yo conocíamos, y noté con qué alivio se quitaba un gran peso de encima.
Me contó que habían estado pasando cosas muy raras. En dos oportunidades lo llamó una persona que dijo ser yo pero evidentemente no lo era. Ese individuo conocía dos de las contraseñas que habíamos usado en el pasado y brindó una explicación complicada acerca de por qué no conocía las últimas. Entretanto, habían ingresado electrónicamente varias órdenes para la transferencia de fondos, pero en todos los casos las contraseñas fueron incorrectas. Aunque no del todo.
De hecho, todo parecía indicar que esa persona estaba a punto de descifrar nuestro sistema.
—Además señor, le diré lo más sencillo: ¡ese hombre no habla el mismo francés que usted! No lo tome a mal, pero el francés que usted habla es... ¿cómo decirlo?.., desusado. Emplea palabras antiguas, y ordena las frases de una manera que no es la habitual. Yo me doy cuenta cuándo es usted.
—Lo comprendo —dije—. Ahora escúcheme bien lo que voy a decirle: no hable más con esa persona, porque sabe leer la mente y está tratando de arrancarle telepáticamente las contraseñas. Usted y yo vamos a idear otro sistema. Quiero que ahora me haga una transferencia... a mi banco de Nueva Orleáns. Pero después, todo lo demás quedará inmovilizado. Y cuando yo vuelva a llamarlo, utilizaré tres palabras anticuadas. No se las digo ya... pero serán palabras que alguna vez me oyó usar, y las reconocerá.
Desde luego, eso era riesgoso. ¡Pero ese hombre me conocía! Luego le aseguré que el ladrón de que hablábamos era sumamente peligroso. Y que, como había atacado a mi representante de Nueva York, él debía utilizar todo medio posible de protección personal. Yo iba a pagar todo.., la cantidad necesaria de custodios las veinticuatro horas del día.
Preferible pecar por exceso.
—Muy pronto va a volver a tener noticias mías. Recuerde que serán palabras anticuadas. Usted se va a dar cuenta cuando sea yo el que hable.
Corté. Temblaba de indignación. ¡Ah, ese monstruo! No contento con apoderar se del cuerpo del dios, también tenía que saquear los almacenes del dios. ¡Sinvergüenza! ¡Y yo había sido tan tonto, que no pensé que pudiera pasar eso!
—Es que eres humano —me dije—. ¡Eres un humano idiota!
—No quería ni pensar en las acusaciones que me haría Louis antes de acceder a ayudarme.
¿Y si Marius se había enterado? Oh, era demasiado terrible para imaginarlo siquiera. Debía ponerme cuanto antes en contacto con Louis.
Tenía que conseguir una valija y dirigirme al aeropuerto. Mojo Sin duda debería viajar en una jaula especial, que también había que Conseguir. Mi despedida de Gretchen no sería el adiós prolongado y bello que había imaginado. Pero seguramente me iba a entender.
Estaban pasando muchas cosas en el complejo mundo alucinatorio de su misterioso amante. Era hora de separamos.
Al viaje al sur fue un suplicio. El aeropuerto, que acababa de abrirse luego de repetidas tormentas, rebosaba de ansiosos mortales que esperaban sus vuelos largamente demorados, o bien que iban a recibir a sus seres queridos.
Gretchen dejó escapar las lágrimas, y yo también. Se había apoderado de ella un miedo terrible a no volver a verme nunca más, y traté de tranquilizarla asegurándole que iría a la selva de la Guyana Francesa, a visitarla a la misión de Santa Margarita María. Guardé en el bolsillo la dirección escrita, junto con los números de la casa matriz que la orden tiene en Caracas, desde donde las hermanas me podrían orientar para que encontrara el lugar por mis propios medios. Ella ya había reservado un vuelo para emprende r esa misma noche el primer tramo de su retomo.
—¡De alguna manera tengo que volver a verte! —dijo, con una voz que me partió el alma.
—Me vas a ver, machére. Te lo prometo. Voy a buscar la misión. Te encontraré.
El vuelo fue un infierno. Viajé medio atontado, esperando a cada momento que explotara el avión y mi cuerpo mortal estallara en mil pedazos. Beber grandes cantidades de gin tonic no consiguió aliviar mi miedo, y cuando lograba no pensar en ello unos instantes, era sólo para obsesionarme con las dificultades que debería enfrenta r. En mi departamento, ubicado en una azotea de Nueva Orleáns, por ejemplo, tenía muchísima ropa que no me iba. Además estaba acostumbrado a entrar directamente por una puerta que había en la azotea, y no tenía llave de la puerta de calle. De hecho, la llave se hallaba en mi lugar de descanso nocturno, una cámara secreta del cementerio de Lafayette a la que no era posible acceder con sólo la fuerza de un mortal, ya que estaba bloqueada por varios portones que ni una banda de varios humanos podría haber abierto.
¿Y si el Ladrón de Cuerpos había andado antes que yo por Nueva Orleáns? ¿*Y si había saqueado mi departamento y se había llevado todo el dinero que yo ocultaba allí? No era muy probable, no. Pero ¡ había robado todos los archivos de mi desventurado agente de Nueva York... Oh, mejor pensar en que explotara el avión. También estaba el problema de Louis. ¿Y si no lo encontraba? ¿Y si...? Así seguí durante casi las dos horas.
Por último realizamos el descenso, difícil, estrepitoso, aterrador, en medio de una lluvia de proporciones bíblicas. Recogí a Mojo, deseché la jaula y audazmente lo subí conmigo a un taxi. Y ahí par timos en plena tormenta. El chofer corrió todos los riesgos que se le presentaron, por lo cual a cada instante Mojo y yo terminábamos arrojados uno en brazos del otro, por así decirlo.
Era cerca de medianoche cuando por fin llegamos a las calles arboladas del sector alto de la ciudad. Llovía tanto que apenas si se distinguían las viviendas tras las cercas de hierro. Cuando vi en el terreno de Louis la casa lóbrega y olvidada, disimulada tras los árboles oscuros, pagué al conductor, tomé la valija y nos bajamos con Mojo en medio del diluvio.
Hacía frío, sí, mucho frío, pero no molestaba tanto como el aire gélido de Georgetown, pues el espeso follaje de gigantescas magnolias y pinos parecía alegrar el ambiente, volverlo más soportable. Por otra par te, jamás había contemplado con ojos mortales una vivienda más calamitosa que ese inmenso caserón abandonado que se erigía delante de la oculta choza de Louis.
Mientras me ponía la mano sobre los ojos para repararlos de la lluvia, observé las ventanas negras, vacías, y sentí un miedo irracional de que allí no viviera nadie, miedo de estar yo loco y condenado a permanecer eternamente dentro de ese cuerpo humano.
Mojo dio un salto y pasó al otro lado de la cerca en el mismo instante en que lo hacía yo. Juntos avanzamos por entre el pasto crecido, rodeamos las ruinas del viejo porche y llegamos al jardín. Predominaba en la noche el ruido de la lluvia retumbando en mis mortales oídos, y casi lloré cuando por fin divisé la choza, un armatoste de enredadera s empapada s que surgía ante mis ojos.
Pronuncié el nombre de Louis en fuerte susurro. Aguardé, pero no oí ruido alguno en el interior. Ese lugar daba la impresión de estar por venirse abajo por el deterioro. Lentamente me acerqué a la puerta.
—Louis —volví a articular—. ¡Louis, soy yo, Lestat!
Entré con cuidado, pues había pilas de objetos polvorientos.
¡Imposible ver! Sin embargo, vislumbré el escritorio, la blancura del papel, la vela y una cajita de fósforos a su lado.
Con dedos temblorosos procuré encender un fósforo, cosa que logré al cabo de varios intentos. Por último, lo acerqué al pabilo y una pequeña luz resplandeciente alumbró el sillón de pana roja que era mío, además de otros objetos, viejos y descuidados.
Me inundó un alivio profundo. ¡Había llegado! ¡Podía considerarme casi a salvo! Y no estaba loco. Ese era mi mundo, ¡ese lugar horrible, lleno de cosas! Louis seguramente no se demoraría. Debía estar por venir. Me desplomé sobre el sillón, de puro agotamiento. Acaricié a Mojo, le rasqué la cabeza.
—Llegamos, muchacho —le dije—. Pronto saldremos a perseguir a ese canalla. Ya vamos a ver qué hacemos con él. —Me había puesto de nuevo a temblar; de hecho, sentía la misma congestión en el pecho. — Dios santo, que no me pase otra vez. ¡Louis, por el amor de Dios, regresa! Vuelve ya, dondequiera que estés. Te necesito.
Estaba por buscar en el bolsillo uno de los muchos pañuelos de papel que me había dado Gretchen, cuando advertí una silueta para da a mi izquierda, a escasos centímetros del brazo del sillón, y una mano muy blanca que intentaba alcanzarme. En el mismo instante, Mojo dio un salto, lanzó uno de sus gruñidos más aterradores y quiso abalanza r s e sobre esa sombra.
Traté de gritar para darme a conocer, pero no pude ni abrir la boca, pues fui arrojado al piso en medio de los ladridos ensordece dores de Mojo. Una bota de cuero me aplastó con tal fuerza la garganta, los huesos mismos del cuello, que poco faltó para que me los quebrara.
No podía hablar, ni tampoco liberarme. El perro lanzó un lamento penetrante; luego él también se calló de golpe y oí los sonidos apagados que producía su enorme cuerpo al caer. Al sentir su peso sobre mis piernas, me debatí frenéticamente presa de pánico. Toda sensatez me abandonó mientras trataba de aferra r el pie que me tenía sujeto al piso, golpeaba esa fuerte pierna, boqueaba en busca de aire; sólo lograba emitir gemidos inarticulados.
Louis, soy Lestat. Estoy dentro de este cuerpo humano.
El pie apretaba cada vez con más intensidad. Me estaba estrangulando, un poco más y me quebraría los huesos, y yo no podía pronunciar ni una sílaba para salvarme. Vi su rostro en la penumbra, la blancura refulgente de la carne que no parecía ser carne, los huesos primorosamente simétricos, la mano delicada, a medio cerrar, que se cernía en el aire en perfecta actitud de indecisión al tiempo que los ojos hundidos, de un verde incandescente, me miraban desde arriba sin
la menor emoción.
Volví a gritar las palabras con toda mi alma, pero ¿acaso él alguna vez pudo adivinar el pensamiento de sus víctimas? ¡Yo sí podía hacerlo; él no! Oh Dios, ayúdame; Gretchen, ayúdame, gritaba mentalmente.
Cuando el pie aumentó la presión quizá por última vez, dejan do de lado toda indecisión, giré con esfuerzo la cabeza hacia la derecha, aspiré desfallecido algo de aire y alcancé a pronunciar la palabra "¡Lestat!" al tiempo que con el pulgar me señalaba desesperadamente a mí mismo.
Fue el único gesto que pude hacer. Me estaba asfixiando, y una negrura total se abatió sobre mí. De hecho sentía unas enormes náuseas también, y justo en el instante en que, presa de un agradable mareo, dejé de preocuparme, la presión cedió. Me di vuelta boca abajo y me incorporé apoyándome en las manos, tosiendo sin cesar.
—Por el amor de Dios —clamé, escupiendo las palabras mientras me atragantaba con las inhalaciones de aire—, soy Lestat. ¡Lestat, dentro de este cuerpo ¿No podías darme la oportunidad de hablar? ¿Matas a cualquier desventurado mortal que por casualidad entre en tu casa?
¿Dónde quedaron las eternas leyes de la hospitalidad, idiota? ¿Por qué diablos no pones rejas en las puertas? —Con esfuerzo me puse de rodillas, y en ese momento me dominaron las náuseas, por lo que vomité una inmundicia de comida podrida sobre el polvo y la mugre; luego reculé, sintiéndome desdichado, con frío, y lo miré desde el piso.
—Mataste al perro, ¿no? ¡Monstruo! —Me abalancé sobre el cuerpo inerte de Mojo. Pero no estaba muerto sino sólo inconsciente, y en el acto sentí los latidos de su corazón. —Gracias a Dios, porque si lo mataba s, jamás, jamás te habría perdona do.
Mojo soltó un gemido; movió la mano izquierda y luego despacito la derecha. Le apoyé la mano entre las orejas. Sí, se recuperaba, y estaba ileso. ¡Pero qué experiencia funesta! ¡Haber estado a punto de morir justamente en ese lugar! De nuevo me indigné y miré a Louis con furia.
Qué inmóvil estaba ahí parado, en silencio, perplejo. El ruido de la lluvia, los misteriosos sonidos de la noche invernal... todo pare ció esfumar se repentinamente en el instante en que lo miré. Nunca lo había visto con ojos mortales. Jamás había contemplado esa belleza pálida de fantasma. Cuando los mortales posaban en él sus ojos, ¿cómo se les ocurría pensar que fuera un humano? Ah, las manos, semejantes a las de los santos de yeso que cobraban vida en lóbregas cavernas. Y qué desprovisto de sentimiento ese rostro. Los ojos no eran las ventana s del alma sino sólo señuelos de ilumina ron semejantes a piedras preciosas.
—Louis, ha ocurrido lo peor. Lo peor. El Ladrón de Cuerpos hizo el cambio, pero me robó el cuerpo y no tiene intención de devolvérmelo.
No advertí en él reacción alguna. En realidad, parecía tan inanimado y amenazador que, de pronto, lancé un torrente de palabras en francés, mencioné todas las imágenes y detalles que pude recordar en mi afán por lograr que me reconociera. Hablé de la última conversación que habíamos mantenido en esa misma casa, del breve encuentro en la catedral, su advertencia de que no debía hablar con el Ladrón de Cuerpos. Le confesé que no había podido resistirme a lo que ese hombre me ofrecía, y que viajé al norte a encontrar me con él, para aceptar su propuesta.
Su rostro desalmado seguía sin denotar nada vital, y me callé de golpe.
Mojo trataba de levantarse soltando de tanto en tanto un gemido.
Lentamente le pasé el brazo derecho por el cuello, me apoyé contra él luchando por no perder el aliento y traté de tranquilizarlo diciéndole que todo estaba bien, que nos habíamos salvado. Ya no le iba a suceder nada malo.
Louis posó sus ojos en el animal; luego volvió a mirarme a mí. Después noté que se aflojaba un poco el gesto de su boca. Estiró una mano y me hizo levantar, sin mi consentimiento ni mi colaboración.