El ladrón de cuerpos (15 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Realmente no era tan inverosímil que en todos esos años no hubiera regresado a Río de Janeiro, ya que, de haberlo hecho, tal vez nunca habría podido marcharse.

Sin embargo, no le bastaba con ser un adepto del candomblé. Los héroes buscan la aventura, pero la aventura sola no les alcanza.

Cómo aumentó mi cariño por él al enterarme de esas experiencias, y cuánto me entristeció pensar que pasó el resto de su vida en la Talamasca. No me pareció algo digno de él o, más bien, no me pareció que fuese lo mejor para hacerlo feliz, por mucho que dijera que eso era lo que quería. Me dio la impresión de que fue lo peor que pudo hacer.

Y, por supuesto, el hecho de conocerlo más en profundidad me hizo añorarlo más. Una vez más reflexioné que en mi lóbrega juventud preternatural me rodeé de seres que nunca podían haber sido verdaderos compañeros: Gabrielle, que no me necesitaba; Nicolás, que se volvió loco; Louis, que nunca me perdonó por haberlo seducido para entrar en el reino de los inmortales, pese a que él mismo lo quiso.

La única excepción fue Claudia —mi pequeña e intrépida Claudia, compañera de caza y matadora de víctimas fortuitas—, vampira por excelencia. Su fascinante fortaleza fue lo que la indujo a volverse contra su hacedor. Sí, ella fue la única verdaderamente parecida a mí, como se dice en esta era. Quizá sea por eso que en la actualidad su recuerdo me atormenta.

¡Sin duda eso tenía cierta relación con mi amor por David! Y antes no me había dado cuenta. Cuánto lo amaba, y qué profunda la sensación de vacío que experimenté cuando Claudia se volvió contra mí y dejó de ser mi compañera.

Esos manuscritos me sirvieron también para esclarecer otro punto. David iba a rechazar el Don Misterioso siempre, hasta las últimas consecuencias. Ese hombre no le temía a nada. No le gustaba la muerte, pero no le tenía miedo. Jamás se lo tuvo.

Pero yo no había ido a París sólo para leer sus memorias; tenía otro propósito en mi mente. Abandoné el bendito confinamiento del hotel y salí a deambular lenta, visiblemente.

En la calle Madeleine me compré ropa de categoría, incluso un abrigo cruzado azul marino de cachemira. Luego pasé horas en la margen izquierda recorriendo sus tentadores cafés, rememorando la anécdota de David sobre Dios y el diablo, preguntándome qué habría sido lo que vio.

Desde luego, París sería un lugar excelente para Dios y el diablo, pero...

Viajé en subterráneo y me puse a observar los rostros de los pasajeros, tratando de determinar por qué los parisienses eran tan diferentes. ¿Sería su expresión avispada, su vigor, la forma en que eludían la mirada de los demás? No podía precisarlo. Pero eran muy distintos de los norteamericanos —eso había notado yo en todas partes—, y me di cuenta de que los comprendía. Además, me caían bien.

El hecho de que París fuese una ciudad tan opulenta, tan llena de costosos abrigos de piel, alhajas e innumerables boutiques me dejó levemente azorado. Me pareció hasta más rica que las ciudades de los Estados Unidos. No me había resultado menos rica en mis tiempos, quizá, con sus coches de cristal y sus barrenderos uniformados de blanco. Pero también había visto pobres, incluso moribundos, por las calles. Pero ahora yo sólo veía ricos y, por momentos, esa ciudad con sus millones de autos, sus numerosas casas de piedra, sus hoteles y mansiones me parecía inverosímil.

Desde luego, cacé. Me alimenté.

Al día siguiente, a la hora del crepúsculo, me instalé en el piso superior del Pompidou bajo un cielo tan violeta como el de mi querida Nueva Orleáns y vi cómo se encendían todas las luces de la gran ciudad. A lo lejos, la torre Eiffel se elevaba claramente en la divina penumbra.

¡Ah, París! Yo sabía que iba a volver, sí, y pronto. Alguna noche del futuro me fabricaría una cueva en la isla St. Louis, que siempre me encantó. Al diablo con las mansiones de la avenida Foch. Buscaría la casa donde cierta vez Gabrielle y yo hicimos actuar juntos la Magia Misteriosa, donde ella —mi madre— me pidió que la convirtiera en hija mía, y la vida mortal la soltó, dejándola ir como si esa vida fuera una simple mano cuya muñeca yo hubiera aferra do.

Pensé en traer de vuelta a Louis, Louis que tanto había amado esa ciudad antes de perder a Claudia. Sí, debía invitarlo a que volviera a amar París. Entretanto, caminaría sin prisa hasta el Café de la Paix, en el gran hotel donde Louis y Claudia se habían alojado durante ese año tan trágico del reinado de Napoleón III, y allí, sentado con mi vaso de vino sin tocarlo, haría el esfuerzo de pensar serenamente en todo eso... y en que ya estaba concluido.

Bueno, era evidente que el suplicio del desierto me había fortalecido; sobre eso no cabía duda. Ya me sentía con ganas de que sucediera algo...

...Hasta que por fin, en las primeras horas de la mañana, un tanto melancólico al no ver los viejos edificios de la década de 1780, cuando ya se cernían brumas sobre el río semicongelado y estaba asomado al parapeto de la orilla, muy cerca del puente que lleva a la ile de la Cité, divisé a mi hombre.

Primero experimenté la sensación, y esta vez la reconocí en el acto. Fui analizándola a medida que la sentía: el permitirme una leve desorientación sin perder nunca el control; las deliciosas ondas vibratorias y, luego, la intensa constricción, la opresión de mi cuerpo entero —dedos de las manos y de los pies, brazos, piernas, tronco—, igual que antes. Sí, como si mi cuerpo retuviera sus proporciones y al mismo tiempo se volviera cada vez más pequeño, ¡obligándome a salir de ese contorno! En el instante mismo en que ya me parecía imposible permanecer dentro de mí, se despejó mi mente y las sensaciones se terminaron.

Exactamente lo que me había pasado la vez anterior. Me quedé ahí, en el puente, sacando conclusiones, memorizando los pormenores.

Luego reparé en un autito desvencijado que se detuvo en la margen opuesta del río. De él bajó el joven de pelo castaño, con los mismos movimientos torpes. Se enderezó con aire tímido cuan alto era y posó en mí sus ojos vidriosos.

Había dejado el motor en marcha. Al igual que la vez anterior, pude oler su miedo. Evidentemente sabía que yo lo había visto; en eso no podía equivocarme. Supuse que también se habría dado cuenta de que yo llevaba allí dos horas, esperando que me encontrara.

Por último se armó de coraje y cruzó el puente en medio de la niebla, imponente con su largo sobretodo y echarpe blanca al cuello; medio caminando y medio corriendo, se detuvo a escasos centímetros de mí, de la fría mirada que yo, acodado en la baranda, le lanzaba. Me arrojó otro sobre y yo le aferré la mano.

—¡No se apresure, señor de Lioncourt! —murmuró con desesperación.

Acento británico de clase alta, muy semejante al de David, e imitaba casi a la perfección las sílabas del francés. Estaba poco menos que descompuesto de miedo.

—¿Quién diablos es usted? —exigí saber.

—¡Tengo una cosa que proponerle! Sería muy tonto que no me escuchara.

Se trata de algo que usted desea mucho. ¡Y le aseguro que no hay nadie en el mundo que pueda ofrecérsela!

Lo solté, dio un salto atrás y se tambaleó, por lo que estiró una mano para sujetarse de la baranda. ¿Qué tenían de raro sus movimientos? Pese a ser de fuerte contextura se movía como un ser inseguro, cosa que me llamaba mucho la atención.

—¡Explíqueme ya mismo su propuesta! —dije, y alcancé a sentir que, dentro de su pecho, el corazón se le detenía.

—No —se opuso—. Pero hablaremos muy pronto. —Tenía una voz culta, refinada.

Demasiado refinada para esos enormes ojos vidriosos y esa cara juvenil, tersa y robusta. ¿Sería una planta de invernadero, que alcanzó un tamaño prodigioso en compañía de gente mayor, sin haber tenido nunca contacto con personas de su edad?

—¡No se apresure! —volvió a gritar, y salió corriendo; trastabilló y se enderezó, luego su físico alto y torpe entró en el pequeño vehículo, y se marchó en medio de la nieve congelada.

Iba a tanta velocidad cuando desapareció en St. Germain que no pude menos que pensar que se estrellaría.

Miré el sobre; sin duda, otro maldito cuento. Lo abrí enojado, no muy convencido de haber hecho bien en dejarlo ir y al mismo tiempo disfrutando del jueguito, disfrutando incluso la indignación que me daba su astucia y su habilidad para seguirme los pasos.

Comprobé entonces que era un video de una película reciente. El título, "Viceversa". ¿Por qué diablos...? Lo di vuelta y leí la tapa. Un filme cómico.

Regresé al hotel y allí encontré esperándome otro paquete. Otro video, titulado "All of Me". Una vez más, la descripción que traía la cubierta de plástico me dio una idea del tema.

Subí a mis habitaciones. ¡No tenía reproductor de video! Ni siquiera en el Ritz. Llamé a David por teléfono pese a que ya era casi el alba.

—¿Por qué no vienes a París? Yo me encargo de organizar te todo. Te espero a cenar, mañana a las ocho en el comedor de la planta baja.

Luego llamé a mi agente mortal, lo levanté de la cama y le di instrucciones para que se ocupara del pasaje de David, de la limosina, la suite y todo lo demás. Tenía que esperarlo con dinero en efectivo, enviarle flores y champaña frío. Después salí a buscar un lugar seguro donde dormir.

Pero una hora más tarde, hallándome en el sótano húmedo de una vieja casa abandonada, me pregunté si ese mortal hijo de puta no me estaría viendo en ese momento, si no sabría dónde dormía yo de día, si no podría hacer entrar la luz del sol para que me afectara, como cualquier vulgar cazador de vampiros de película mala, sin el menor respeto por lo misterioso.

Me oculté en lo más profundo, debajo del sótano. Ningún mortal podría encontrarme ahí sin ayuda. Y si me encontraba, aun dormido yo podría haberlo estrangulado sin enterarme jamás de ello.

—¿Qué conclusión sacas de todo esto? —le pregunté a David. El comedor estaba elegantemente decorado y semivacío. Ahí estaba yo sentado a la luz de las velas, vistiendo traje de etiqueta y camisa de pechera almidonada, con los brazos plegados por delante, disfrutando del hecho de que ahora sólo necesitaba los anteojos de leve tinte violáceo para disimular mis ojos. Qué bien alcanzaba a ver los cortinados y el jardín a oscuras del otro lado de las ventanas.

David comía con placer. Le había encantado la idea de venir a París; le agradó mucho la suite del Place Vendóme, con sus alfombras aterciopeladas y sus muebles dorados a la hoja, y se pasó la tarde entera en el Louvre.

—Comprendes cuál es el tema, ¿no?

—No estoy seguro —respondí—. Veo ciertos elementos comunes, desde luego, pero esos cuentos son totalmente diferentes.

—¿En qué sentido?

—Bueno, en el de Lovecraft, Asenath, una mujer diabólica, cambia de cuerpo con su marido. Sale a recorrer la ciudad usando el cuerpo masculino, mientras él queda en la casa, desdichado y perplejo, dentro del cuerpo de ella. Me pareció muy cómico, muy astuto. Y, por supuesto,

Asenath no es Asenath, si mal no recuerdo, sino su padre, que antes había cambiado el cuerpo con ella. Después todo se vuelve muy típico de Lovecraft, con viles demonios semihumanos y cosas por el estilo.

—Quizás ésa sea la parte que no viene al caso. ¿Y el cuento egipcio?

—Otra cosa. Los muertos convertidos en polvo pero que aún poseen vida, tú sabes...

—Sí, pero la trama...

—Bueno, el alma de la momia logra apoderarse del cuerpo de un arqueólogo, y él, pobre diablo, termina dentro del cadáver podrido de una momia...

—¿Sí?

—Dios santo, ahora entiendo lo que dices. ¡Después, la película "Viceversa”, que trata sobre las almas de un niño y de un hombre que intercambian los cuerpos! Se arma un lío de todos los demonios hasta que logran hacer el cambio de vuelta. Y la película "All ofMe" también trata sobre cambio de cuerpos. Tienes toda la razón. Las cuatro historias giran en torno de lo mismo.

—Exacto.

—Por Dios, David... Ahora lo veo claro. No sé cómo no caí antes. Pero...

—El hombre trata de hacerte creer que sabe algo sobre este asunto de cambiar de cuerpo. Está tratando de tentar te dando a entender que se puede hacer semejante cosa.

—¡Pero claro! Eso explica su forma de moverse, de caminar, de correr.

—¿Qué?

Azorado, antes de responder evoqué unos instantes la imagen de la bestia; traté de recordar su figura desde todos los ángulos que me permitía la memoria. Sí, hasta en Venecia le había notado esa torpeza de movimientos.

—David, él puede hacerlo.

—¡No saques una conclusión tan alocada, Lestat! A lo mejor cree que puede hacerlo; quizá hasta lo intente. Es probable que esté viviendo enteramente en un mundo de delirio...

—No. Esa es su proposición, David, ¡la proposición que, según él, voy a querer oír! ¡Es capaz de cambiar de cuerpo con otras personas!

—No me digas que crees...

—¡Eso- es lo que le noto de raro! Desde que lo vi en la playa de Miami he tratado de comprender qué le pasaba. ¡No está dentro de su cuerpo! ¡Por eso no puede usar sus músculos ni su... estatura!

Por eso trastabilla cuando corre. No puede dominar esas piernas lar gas y fuertes. Santo cielo, ese hombre está ocupando el cuerpo de otro.

Y la voz, David... eso yo te lo comenté. No es una voz de muchacho. ¡Así se explica todo! ¿Sabes lo que pienso? Que eligió ese físico en particular porque yo iba a reparar en él. Y te digo algo más: ya trató incluso de hacer conmigo ese truco del cambio y le fracasó.

No pude continuar. Me deslumbraba demasiado la posibilidad.

— ¿Cómo es eso de que trató!

Le relaté las sensaciones peculiares, la vibración y la contracción, aquello de que literalmente se me obligaba a abandonar mi yo físico.

No hizo comentarios a mis palabras, pero me di cuenta del efecto que le habían causado. Estaba inmóvil, con los ojos entornados, la mano derecha semicerrada y apoyada cerca de su plato.

—Fue una agresión contra mí, ¿no? Intentó sacarme de mi cuerpo, quizá para introducirse él. Y, desde luego, no lo pudo hacer. Pero, ¿cómo es que se arriesgó a ofenderme mortalmente con su acto?

—¿Te ofendió mortalmente?

—No; sólo me dejó con más curiosidad, ¡una gran curiosidad!

—Ahí tienes la respuesta. Creo que te conoce muy bien.

—¿Qué? —Oí lo que había dicho, pero no pude responderle en el momento pues me puse a evocar las sensaciones. —Ese sentimiento es muy intenso. ¿No ves lo que está haciendo? Me da a entender que puede intercambiar conmigo. Me ofrece esa bella osamenta de mortal.

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