Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Dada mi ligereza y mi locura, casi no llevaba dinero encima, por lo que tuve que usar todo mi poder de persuasión con los empleados del venerable Claridge para que aceptaran el número de mi tarjeta de crédito pese a no tener ninguna tarjeta para exhibir; y cuan do firmé con uno de mis seudónimos preferidos —Sebastian Mel- moth—, me acompañaron a una preciosa suite con bellísimos muebles estilo Reina Ana y equipada con todas las comodidades que uno pudiera desear.
Coloqué el cortés cartelito impreso de que no me molestaran, avisé también en mesa de entradas que no quería ser molestado hasta el anochecer y luego trabé todas las puertas desde adentro. Sinceramente, no tenía tiempo para leer. Estaba llegando la mañana tras el cielo gris y la nieve seguía cayendo en copos grandes, húmedos. Corrí todas las cortinas salvo una (para poder contemplar el cielo), y ahí me quedé, esperando el espectáculo de la llegada de la luz y todavía un tanto atemorizado por su furia. El dolor de la piel se me estaba intensificando, debido, más que nada, a ese miedo.
El recuerdo de David ocupaba mi mente; de hecho, desde que nos habíamos separado no pude dejar de pensar en él. Seguía oyendo su voz y trataba de imaginar su visión fragmentaria de Dios y del diablo en el café de París. Pero mi posición en cuanto a todo ese tema era sencilla y predecible. Creía que lo de David eran delirios muy reconfortantes. Y pronto él ya no estaría conmigo pues se lo llevaría la muerte. Y de su vida, sólo me iban a quedar esos manuscritos. Ni aun proponiéndomelo, podía creer que él sabría algo más cuando estuviera muerto.
No obstante, me asombraba el giro que había tomado la conversación, los bríos de David, las cosas peculiares que habían dicho.
Me hallaba muy cómodo con esos pensamientos, contemplando el cielo plomizo y la nieve que se acumulaba abajo, en las aceras, cuando de pronto sufrí un mareo; más aún, un momento de total desorientación, como si estuviera por quedarme dormido. Me resultó muy agradable la sensación de sutil vibración, acompañada por cierta ingravidez, como si en efecto estuviera abandonando la forma física y entrando en mis sueños. Luego vino esa presión que con tanta nitidez experimenté en Miami: se me comprimían las piernas, todo mi cuerpo presionaba hacia adentro, me volvía más estrecho y, de repente, ¡la atemorizante imagen de que se me forzaba a salir por la coronilla!
¿Por qué me pasaba eso? Me estremecí, tal como hice la vez anterior en la playa solitaria de Florida. Y en el acto se disipó la sensación. Volví a ser el de antes, pero quedé con un dejo de fastidio.
¿Pasaba algo malo con mi bella y deforme anatomía? Imposible. No necesitaba que los más antiguos me cerciorasen de esa verdad. No había resuelto aún si debía preocuparme por ello u olvidar lo, o si debía tratar de volver a inducirlo, cuando un golpe en la puerta me hizo olvidar la preocupación.
Sumamente enojoso.
—Mensaje para usted, señor. El caballero solicitó que se lo entregara en sus propias manos.
Tenía que haber algún error. Sin embargo, abrí la puerta.
El joven me entregó un sobre grueso, abultado. Durante un instante sólo atiné a mirarlo. Como me quedaba un billete de una libra —del ladronzuelo al que había dado muerte más temprano—, se lo di y volví a encerrarme.
Se trataba del mismo tipo de sobre que me había dado en Miami aquel mortal .loco que se me acercó corriendo por la arena. ¡Y la sensación! La misma cosa extraña que había experimentado en el instante en que mis ojos se posaron en aquella criatura. Ah, pero no era posible...
Rasgué el sobre con manos repentinamente temblorosas. ¡Era otro cuento corto impreso, recortado de algún libro igual al primero y abrochado de la misma manera, en el ángulo superior izquierdo!
Quedé desconcertado. ¿Cómo diablos había hecho ese ser para seguirme?
¡Nadie sabía que me encontraba ahí! ¡Ni siquiera David! Claro que estaba el número de la tarjeta de crédito, pero por Dios, cualquier mortal habría demorado horas en ubicarme por ese medio, suponiendo que fuera posible; que no lo era.
¿Y qué tenía que ver con ello la sensación, esa rara vibración, la presión que parecía sentir dentro mismo de mis extremidades?
Pero no había tiempo para analizarlo. ¡Ya era casi de mañana!
De inmediato capté el peligro de la situación. ¿Cómo no lo había advertido antes? Ese ser decididamente tenía algún medio para saber dónde estaba yo, ¡incluso dónde elegía ocultarme durante el día! ¡Tenía que abandonar esos aposentos! ¡Qué ultraje! Temblando de indignación, hice un esfuerzo y eché un vistazo al cuento, de unas pocas páginas de largo. El autor era Robert Bloch, y el título, "Los ojos de la momia". Un título ingenioso, pero ¿qué podía significar para mí? Pensé en el de Lovecraft, que era mucho más extenso y, al parecer, totalmente distinto. ¿Qué quería decir todo eso? La aparente idiotez del asunto me enloquecía.
Pero ya era muy tarde para seguir cavilando. Recogí los manuscritos de David, dejé las habitaciones, me fui por la salida de incendios y subí al techo. Oteé la noche en todas las direcciones. ¡No pude ver al muy maldito! Suerte para él, porque, si lo veía, lo mataba. Cuando se trata de defender mi refugio, tengo poca paciencia o moderación.
Ascendí y recorrí los kilómetros a la mayor velocidad posible. Por último descendí en un bosque cubierto de nieve, lejos de Londres en dirección al norte, y allí cavé mi propia tumba en la tierra congelada como tantas veces había hecho con anterioridad.
Me puso furioso tener que hacerlo, realmente furioso. Voy a matar a ese hijo de puta, quienquiera que sea, pensé. ¡Cómo se atreve a acecharme, a darme esos cuentos! Sí, eso voy a hacer: apenas lo agarre, lo mato.
Pero luego me acometió el mareo, el embotamiento, y pronto ya nada importó...
Una vez más estaba soñando, y ella estaba ahí, encendiendo la lámpara de aceite, diciendo: "Ah, la llama ya no te asusta..."
—Te estás burlando de mí —dije, sintiéndome desdichado. Había estado llorando.
—Caramba, Lestat, tú sí que te repones rápido de esos ataques cósmicos de desesperanza. Te vi en Londres, bailando bajo los faroles de la calle. ¡Qué barbaridad!
Quise protestar, pero como estaba llorando, no me salían las palabras...
En un último lapso de conciencia, vi a ese mortal en Venecia... bajo las arcadas de San Marcos, donde por primera vez reparé en él... Vi sus ojos pardos y su boca joven, tersa.
¿Qué quieres?, exigí saber.
Ah, lo mismo que tú, pareció responder.
Cuando desperté ya no estaba tan furioso contra el extraño. En realidad, lo que sentía era una gran intriga. Pero luego había caído la noche, y eso a mí me dio ventaja.
Decidí hacer un experimento. Me dirigí a París, para lo cual realicé el cruce a toda velocidad, y solo.
Permítaseme ahora una pequeña digresión para explicar que en los últimos años he evitado París por todos los medios, y lo cierto es que nunca la había visto como ciudad del siglo XX. Las razones quizá sean obvias. Había sufrido mucho allí, en épocas pretéritas, y estaba precavido contra el espectáculo de modernos edificios en torno del cementerio de Pére- Lachaise, o de ruedas mágicas de diversión con luces eléctricas en las Tullerías. Pero, en lo más recóndito, siempre había añorado volver.
¿Cómo podía ser de otra manera?
Y ese pequeño experimento me dio coraje y una excusa perfecta. Redujo el dolor que con toda certeza habrían de producirme mis observaciones, ya que me llevaba un propósito. Pero a los pocos instantes de llegar me percaté de que realmente estaba en París —que esa ciudad no podía ser otra—, y una alegría sobrecogedora me inundó cuando caminé por los amplios bulevares y tuve que pasar por el sitio donde en una época se levantaba el Teatro de los Vampiros.
En efecto, sobrevivían varios teatros de ese período y ahí estaban, imponentes, recargados, convocando aún a sus públicos entre modernos edificios que los rodeaban por todos lados.
Mientras paseaba por los muy iluminados Campos Elíseos __congestionados por automóviles veloces y millares de peatones— (comprendí que París no era una ciudad de museo, como Venecia. Era una ciudad viva, como lo fue durante los últimos dos siglos. Una capital. Un sitio todavía moderno, de valientes innovaciones y cambios. Me maravillé ante el austero esplendor del Centro Georges Pompidou, que se eleva, audaz, no lejos de los arcos de Notre Dame. Ah, qué feliz me hacía estar de regreso.
Pero tenía una tarea, ¿no es así?
A nadie le conté, mortal ni inmortal, que estaba allí. No llamé a mi abogado de París, por más que me habría hecho mucha falta. Preferí, por el contrario, obtener una gran suma de dinero de la manera habitual: sacándosela a dos criminales desagradables y opulentos, que fueron mis víctimas en calles oscuras.
Luego enfilé hacia la nevada Place Vendóme, que albergaba los mismos palacios que en mis épocas, y bajo el nombre ficticio de barón Van Kindergarten me oculté en una magnífica suite del Ritz.
Recluido allí durante dos noches, evité la ciudad envuelto en un lujo y esplendor dignos del Versailles de María Antonieta. De hecho, asomaban lágrimas a mis ojos al ver la excesiva ornamentación parisiense que me rodeaba, los fabulosos sillones Luis XVI, la magnífica boiserie repujada de las paredes. Ah, París. ¿En qué otro lugar puede estar la madera pintada como oro y seguir siendo bella?
Tendido en un sofá estilo Directorio, de inmediato me puse a leer los manuscritos de David, interrumpiéndome sólo de tanto en tanto para caminar por las silenciosas habitaciones, o bien para abrir una puerta - ventana y contemplar el jardín trasero del hotel, tan formal, tan callado y orgulloso.
El relato de David me fascinó, a tal punto que pronto me sentí más cerca de él que nunca.
Lo que estaba claro era que en su juventud había sido un hombre de acción y nada más que acción, que sólo tenía contacto con libros que narraban acción, y que su mayor placer había sido siempre la cacería.
Mató su primer animal cuando sólo contaba diez años. En los relatos acerca de cómo daba muerte a los tigres de Bengala se advertía el entusiasmo por la persecución misma y los riesgos que debió enfrentar.
Como se acercaba mucho a la bestia antes de disparar, más de una vez estuvo a punto de sucumbir él mismo.
Se enamoró del África, como también de la India; cazó elefantes en la época en que nadie soñaba que la especie pudiera correr Peligro de extinción. En numerosas oportunidades fue atacado por esas enormes bestias antes de poder derribarlas. Y cuando cazaba leones en la planicie de Serengeti corrió riesgos similares.
Con esfuerzo recorrió arduos senderos de montaña, nadó en ríos inseguros, apoyó la mano sobre la dura piel del cocodrilo, venció su innata repulsión por las serpientes. Le encantaba dormir a la intemperie, hacer anotaciones en su diario a la luz de las velas o las lámparas de aceite, comer sólo la carne de los animales que cazaba, aunque fueran pocos, y desollar a esas fieras sin ayuda.
Su poder de descripción no era muy notable. No tenía paciencia con la palabra escrita, especialmente cuando era joven. Sin embargo, en sus memorias se podía sentir el calor de los trópicos, oír el zumbido de los mosquitos. Parecía inconcebible que un hombre como él hubiera disfrutado alguna vez del invernal solaz de Talbot Manor, o de los lujos de las casas matrices de la orden, a las cuales ahora parecía haberse vuelto adicto.
Pero muchos otros caballeros británicos habían tenido alguna vez tales opciones e hicieron lo que consideraron adecuado a su edad y posición social.
En cuanto a la aventura en Brasil, parecía escrita por otro hombre. El vocabulario era igual de escaso y preciso y, por supuesto, se advertía la misma avidez de peligro, pero al manifestarse en él la inclinación hacia lo sobrenatural surgió un individuo mucho más cerebral, más inteligente. En realidad, el léxico mismo cambió, puesto que incorporó muchas palabras desconocidas de origen portugués y africano, para definir conceptos y sensaciones físicas imposibles de describir de otra manera.
Pero el meollo era que David había desarrollado sus notables poderes telepáticos merced a una serie de encuentros aterradores y primitivos con sacerdotisas brasileñas, como también con espíritus, o sea que su cuerpo se convirtió en mero instrumento de sus facultades parapsicológicas. Esta experiencia preparó el camino para el erudito que habría de ser en años posteriores.
Había mucha descripción física en las memorias del Brasil. Se hablaba allí de pequeñas chozas campestres, donde los fieles del candomblé se reunían para encender velas ante estatuas de santos católicos y dioses autóctonos. Se hablaba de tambores y de danzas, y del inevitable trance en que caían algunos miembros del grupo cuando, al convertirse en huéspedes inconscientes de los espíritus, adquirían los atributos de una determinada deidad durante largos lapsos que luego borraban de su memoria.
Pero el acento caía sobre lo invisible, sobre la percepción de una fuerza interior y la lucha contra las fuerzas externas. Ya no existía el joven aventurero que buscaba la verdad puramente en lo físico, en el olor de la bestia, en el sendero de la jungla, en el chasquido de un arma o la caída de una presa.
Cuando se marchó de Río, David era otra persona. Si bien con posterioridad su relato fue pulido —e indudablemente sufrió también correcciones—, incluía de todos modos grandes fragmentos del diario que había escrito en el momento mismo. No cabe duda de que estuvo al borde de la demencia en el sentido convencional. Cuando miraba a su alrededor ya no veía edificios, calles y personas sino espíritus, dioses, poderes invisibles que emanaban de otros, como también diversos niveles de resistencia espiritual, tanto consciente como inconsciente, que ponían los humanos ante todas esas cosas. De hecho, si no se hubiera internado en la selva amazónica, si no se hubiera esforzado por volver a ser el cazador
británico, quizá se habría perdido para siempre de su viejo mundo.
Fue, durante meses, un ser demacrado, quemado por el sol, que deambuló por Río en mangas de camisa y pantalones sucios en busca de una experiencia espiritual mayor, un hombre que cortó todo vínculo con sus compatriotas pese a lo mucho que ellos insistían en mantener el contacto.
Después se abasteció del atuendo color caqui de rigor, tomó sus armas largas, consiguió los mejores pertrechos británicos para campamento y partió a reivindicarse, para lo cual mató al jaguar moteado y luego lo desolló con su propio puñal.