Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Apenas si podía tenerme en pie mientras ella me secaba con un toallón, pero puse toda mi voluntad. Le di un beso en la coronilla; ella alzó la mirada despacito, intrigada, perpleja. Me dieron ganas de volver a besarla, pero no tenía fuerzas. Con sumo cuidado me secó el pelo, y con especial suavidad, la cara. Hacía mucho tiempo que nadie me tocaba de esa manera. Le dije que la amaba por su enorme bondad.
—Odio este cuerpo. Es un infierno estar aquí adentro.
—Tan insoportable le resulta ser humano?
—No me haga bromas. Sé que no cree las cosas que le conté.
—Oh pero nuestras fantasías son como nuestros sueños —dijo, frunciendo el entrecejo—. Tienen un significado.
De pronto me vi reflejado en el espejo del botiquín: un hombre alto, de piel color caramelo y espeso pelo castaño, y a su lado la mujer de huesos grandes y piel suave. Fue tanto el shock, que casi me paraliza el corazón.
—Dios santo, ayúdame —murmuré—. Quiero recuperar mi cuerpo.
—Sentí deseos de llorar.
Me hizo recostar en la cama y apoyar la cabeza en las almohadas. La tibieza de la habitación me daba placer. Comenzó a afeitarme, ¡gracias a Dios! Odiaba esa sensación de tener pelo en la cara. Le conté que, cuando morí, estaba bien afeitado como todos los hombres elegantes, y que, luego de hacemos vampiros, nos manteníamos iguales eternamente. Nos volvíamos cada vez más blancos, es verdad, y más fuertes, y el cutis se nos alisaba. Pero el pelo seguía siempre del mismo largo, lo mismo que las uñas y la barba. Además, yo era bastante lampiño por naturaleza.
—Fue dolorosa la transformación? —quiso saber.
—Me dolió porque me resistí. No quería que ocurriera. No sabía realmente lo que me estaban haciendo. Tenía la impresión de que una especie de monstruo medieval me había apresado y sacado de la ciudad civilizada. No olvide que en esa época París era una ciudad maravillosamente culta. Ah, si usted fuera allí ahora le parecería salvaje en grado sumo, pero para un terrateniente de un inmundo castillo era muy tentadora con sus teatros, con la ópera y los bailes en la corte. No se imagina. Y después, la tragedia, ese demonio que surgió de la noche y me llevó a su torre. Pero el acto mismo, el Truco Misterioso, no duele; es el éxtasis. Después uno abre los ojos y toda la humanidad le resulta hermosa de un modo que antes no conocía.
Me puse la camisa de dormir que me dio, me metí en la cama y dejé que me subiera las mantas hasta el cuello. Tenía la sensación de estar flotando. A decir verdad, era una de las sensaciones más agradables que experimentaba desde que me había convertido en mortal, algo semejante a la embriaguez. Me tomó el pulso y me tocó la frente. Vi miedo en su rostro, pero me resistía a creerlo.
Le comenté que, para mí, como ser malvado que era, el verdadero sufrimiento estaba en que comprendía la bondad y la respetaba. Siempre tuve conciencia. Pero durante toda mi vida, incluso cuando era un muchacho mortal, se me pidió que fuera en contra de mi conciencia si quería obtener cualquier cosa de valor.
—Pero, ¿cómo? ¿A qué se refiere?
Le conté que, de joven, me había escapado con una compañía de actores, cometiendo con ello un evidente pecado de desobediencia
También forniqué con una de las muchachas del grupo. jSin embargo, en esos días actuar en el teatro del pueblo y hacer el amor parecían cosas de inestimable valor!
—Eso ocurrió cuando estaba vivo, simplemente vivo. ¡Los pecados triviales de un jovencito! Después de morir, cada uno de los pasos que di en la vida fue de sometimiento al pecado, pero a cada instante captaba lo hermoso y lo sensual.
Le pregunté cómo podía ser eso. ¡Cuando convertí a Claudia en una niña vampiro, y a Gabrielle, mi madre, en una beldad vampiro, lo hice también buscando un sentimiento intenso! Me pareció irresistible. Y en aquellos momentos no le encontraba sentido a ningún concepto de pecado.
Me explayé sobre el tema; volví a mencionar a David y la visión que de Dios y el diablo tuvo en un bar; dije que para él Dios no era perfecto sino que estaba aprendiendo todo el tiempo, que de hecho el diablo aprendió tanto que llegó a despreciar su trabajo y a suplicar que se lo liberara de él. Pero sabía que ya le había contado todo eso en el hospital, cuando ella se quedaba teniéndome la mano.
Había momentos en que dejaba de acomodarme las almohadas, de traerme comprimidos y vasos de agua, y se limitaba a mirarme. Qué sereno su rostro, qué enfática su expresión, las pestañas gruesas y oscuras que rodeaban sus ojos claros, su boca grande y suave tan elocuente de bondad.
—Sé que es buena y la amo por eso —dije—. Sin embargo, le daría la
Sangre Misteriosa para convertirla en inmortal, para tenerla conmigo en la eternidad porque es tan enigmática conmigo, tan fuerte.
Me rodeaba un manto de silencio, había un rugido ahogado en mis oídos y un velo sobre mis ojos. La observé, inmóvil, mientras levantaba una jeringa, la probaba haciendo salir una gotita de líquido y luego me la clavaba en la carne. Experimenté una tenue sensación de ardor, pero fue muy remota, muy poco importante.
Cuando me alcanzó un vaso grande de jugo de naranja, bebí con fruición. Hmmm. Eso sí que me gustó paladear, algo espeso como sangre pero lleno de dulzura, que de una extraña manera me daba la sensación de estar devorando la luz misma.
—Había olvidado estas cosas —confesé—. Qué delicioso; mucho mejor que el vino. Tendría que haberlo bebido antes. Y pensar que podía haberme vuelto sin conocerlo. —Me hundí en las almohadas y contemplé los tirantes del techo en pendiente. Era una habitación chica y bonita muy blanca, muy sencilla Su celda de monja Nevaba del otro lado de la ventanita. Conté doce pequeños paneles de vidrio.
Entraba y salía del sueño. Tengo un leve recuerdo de que ella trataba de hacerme tomar sopa y yo no podía. Temblaba de la cabeza a los pies y me aterraba que pudieran volverme las pesadillas. No quería que viniera Claudia. La luz de la habitación me quemaba los ojos. Le conté que Claudia me perseguía, le hablé del reducido hospital.
—Lleno de niños —dijo. ¿No había comentado algo sobre eso antes? Qué desconcertada la noté. Me habló suavemente sobre su trabajo en las misiones... con niños, en la selva de Venezuela y en el Perú.
—No hable más —me sugirió.
Sabía que la estaba asustando. De nuevo flotaba, entraba y salía de la oscuridad, sentía un paño frío en la frente, volvía a reír por esa sensación de ingravidez. Le dije que con mi cuerpo de siempre podía volar por el aire. Le relaté que me había internado en la luz del sol sobre el desierto de Gobi.
De vez en cuando abría sobresaltado los ojos, impresionado por encontrarme ahí, en su pequeña habitación blanca.
A la luz bruñida vi un crucifijo con un Cristo sangrante en la pared, y sobre una repisita una estatua de la Virgen María, la conocida imagen de la Intercesora de Todas las Gracias, con la cabeza inclinada y las manos extendidas. Aquella otra, que tenía la herida roja en la frente, ¿era Santa Rita? Oh, viejas creencias... Y pensar que estaban vivas en el corazón de
esa mujer.
Entrecerré los ojos tratando de leer los títulos más grandes de los libros: Santo Tomás de Aquino, Maritain, Teilhard de Chardin. El enorme esfuerzo que me insumió interpretar esos nombres de filósofos católicos me dejó exhausto. No obstante, leí también otros títulos, ya que mi mente febril era incapaz de descansar. Había libros sobre enfermedades tropicales, enfermedades infantiles, psicología infantil. Sobre la pared, cerca del crucifijo, alcancé a distinguir una foto de varias monjas con sus hábitos, tal vez en alguna ceremonia. No pude darme cuenta de si ella era una de las del grupo, no con esos ojos mortales y en la forma en que me dolían. Llevaban hábitos de falda corta color azul, y velos azules y blancos.
Me tenía la mano. Una vez más le dije que debía ir a Nueva Orleáns. Tenía que curarme para encontrar a mi amigo Louis, quien me ayudaría a recuperar mi antiguo cuerpo. Le describí a Louis: le conté que vivía alejado del mundo moderno en una casa diminuta Y sin luz, detrás de un ruinoso jardín. Le expliqué que era débil, pero no obstante podía darme su sangre, la cual me permitiría volver a ser vampiro; que luego saldría a cazar al Ladrón de Cuerpos para que me devolviera mi antigua forma. Le hablé de que Louis era muy débil, de que no me daría mucha fuerza vampírica, pero que jamás podría hallar al Ladrón si no contaba con un cuerpo pretematural.
—De modo que, cuando me dé la sangre, este cuerpo morirá. Usted lo está curando para la muerte. —Me había puesto a llorar. Tomé conciencia de que estaba hablando en francés, pero al parecer ella me entendió, porque me dijo en ese mismo idioma que descansara, que estaba delirando.
—Yo me quedo con usted —dijo lentamente en francés— para protegerlo.
Su mano tibia y cariñosa estaba sobre la mía. Con sumo cuidado me retiró el pelo de la frente.
Cayó la noche en torno de la casita.
Había un fuego encendido en la chimenea, y Gretchen se había tendido a mi lado. Antes se había puesto un camisón largo muy grueso y blanco. Se había soltado el pelo y abrazaba mi cuerpo tembloroso. Me gustaba sentir su pelo contra mi brazo. Me aferré a ella, con miedo de hacerle mal. Una y otra vez me enjugaba la cara con un paño frío. Me obligaba a beber jugo de naranja o agua fría. Pasaban las horas de la noche, y mi miedo iba en aumento.
—No lo dejaré morir —me susurró al oído. Pero noté un miedo que ella no lograba disimular. Me dormí con un sueño liviano, de modo que la habitación retuvo su forma, su luz, su color. Convoqué nuevamente a los otros, imploré a Marius que me ayudara. Empecé a pensar en cosas terribles: que todos estaban ahí como otras tantas estatuillas blancas de la Virgen María y Santa Rita, observándome, negándose a ayudarme.
En algún momento de la noche oí voces. Había venido un médico, un hombre joven, de aspecto cansado, piel cetrina y ojos enrojecidos. Una vez más me clavaron una aguja en el brazo. Bebí con ganas cuando me acercaron agua helada. No pude seguir el murmullo del doctor, ni tampoco era la intención que yo escuchase. Pero la cadencia de las voces era serena, tranquilizadora. Pesqué las palabras “epidemia”, “nevada” y “condiciones imposibles”.
Una vez que él se marchó, le rogué a ella que volviera.
—Quiero estar cerca de los latidos de su corazón —dije, cuando se tendió a mi lado. Qué agradable sensación, qué blandos sus brazos robustos, sus senos grandes e informes contra mi pecho, su pierna suave contra la mía Estaba tan enfermo que no podía sentir miedo?
—Ahora duerma y trate de no preocupar se. —Por fin me invadió un Sueño profundo, profundo como la nieve de la calle, como la oscuridad.
—,No te parece que ya es hora de que te confieses? —preguntó Claudia—.
Sabes que estás pendiendo del proverbial hilo. —Se hallaba sentada en mi regazo, mirándome, con las manos apoyadas en mis hombros, su carita a escasos centímetros de la mía.
El corazón se me encogió, explotó de dolor, pero no hubo un puñal, sólo esas manitas que me aferraban y el aroma de rosas que subía de su pelo resplandeciente.
—No, no puedo confesarme —le respondí. Cómo me temblaba la voz. — Oh Dios, qué pretendes de mí!
—No estás arrepentido! ¡Nunca lo estuviste! Dilo. ¡Di la verdad! Te merecías el puñal con que traspasé tu corazón, y tú lo sabes. ¡Siempre lo has sabido!
Dentro de mí algo se quebró cuando la contemplé, cuando miré el rostro delicado dentro de su marco de fino pelo. La alcé y me levanté; luego la puse sobre la silla, ante mí, y caí de rodillas a sus pies.
—Claudia, escúchame. Yo no lo empecé. ¡Yo no hice el mundo! El mal estuvo siempre. Se encontraba en las tinieblas y se apoderó de mí, me hizo parte de él, y yo hice lo que creí que debía. No te rías, por favor; no mires a otro lado. ¡Yo no inventé el mal! ¡No me hice a mí mismo!
Qué perpleja estaba cuando me miraba, me observaba; luego su boquita se distendió y formó una preciosa sonrisa.
—No fue todo angustia —dije, aferrándola de sus pequeños hombros—.
No fue un infierno. Dime que no lo fue. Dime que también hubo felicidad.
¿Pueden ser felices los demonios? Dios mío, no comprendo.
—No comprendes, pero siempre haces algo, ¿no?
—Sí, y no lo lamento. No. Lo gritaría desde los techos hasta la cima misma del cielo. Claudia, volvería a hacerlo! —Lancé un gran suspiro y repetí las palabras, con mayor volumen. —1Volvería a hacerlo!
Silencio en la habitación.
Nada alteró su serenidad. ¿Estaba enojada? ¿Sorprendida? Imposible saberlo, mirando esos ojos inexpresivos.
—Eres perverso, padre mío —sentencié en voz baja—. ¿Cómo puedes soportarlo?
David se dio vuelta desde la ventana y se detuvo junto a Claudia. Yo seguía de rodillas, y él me miraba desde arriba.
—Soy el ideal de mi especie —dije—, el vampiro perfecto. Cuando me miras estás mirando al vampiro Lestat. Nadie eclipsa a esta silueta que ves ante ti... ¡nadie! —Lentamente me puse de pie. —No soy el tonto de todos los tiempos, ni un dios encallecido por los milenios. No soy un embustero de capa negra ni un vagabundo acongojado. Tengo conciencia.
Sé distinguir el bien del mal. Sé lo que hago y sí, lo hago. Soy el vampiro Lestat. Esta es mi respuesta. Haz con ella lo que quieras.
El alba. Incolora y brillante sobre la nieve. Gretchen dormía, acunándome.
No se despertó cuando me incorporé y tomé el vaso de agua. Insípida, pero fresca.
Luego abrió los ojos, se enderezó de un salto y el pelo al caer le rodeó la cara, seca y limpia y llena de débil luz.
Besé su mejilla tibia y sentí sus dedos en mi cuello; después, sobre mi frente.
—Consiguió hacerme pasar —dije con voz temblorosa, ronca. Después volví a tenderme sobre la almohada y una vez más sentí lágrimas en mis mejillas. Cerré los ojos y murmuré: —Adiós, Claudia —esperando que no me oyera Gretchen.
Cuando volví a abrirlos, me había traído un tazón grande de caldo, que bebí y encontré casi sabroso. Sobre un plato había manzanas y naranjas abiertas, lustrosas. Las comí con ganas, sorprendido por la consistencia de las manzanas y lo fibrosas que eran las naranjas. Luego vino un líquido caliente, mezcla de licor fuerte, miel y limón, y fue tanto lo que me gustó que corrió a prepararme más.
Pensé otra vez en cuánto se parecía a las mujeres griegas de Picasso. Sus cejas eran de un marrón oscuro y sus ojos claros, casi verde pálido, lo que confería a su rostro una expresión de abnegación e inocencia. No era joven, y para mí eso también realzaba su belleza.