El ladrón de cuerpos (16 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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—Sí —repuso David, sin matices—. Creo que tienes razón.

—¿Por qué, si no, iba a permanecer en ese cuerpo? Es obvio que se halla incómodo en él y quiere cambiar. ¡Me está diciendo que puede hacer el trueque! Por eso corrió el riesgo. Debe saber que a mí me resultaría fácil matarlo, reventarlo como si fuera un insecto. Ni siquiera me agrada su... manera de ser. El cuerpo es excelente. Sí, es eso. Lo puede hacer, David; conoce el modo.

—¡Ni lo pienses! No puedes ponerlo a prueba.

—¿Por qué no? ¿Dices que no se puede hacer, que en ningún archivo de la Talamasca hay constancias de...? David, sé que ese hombre lo hizo. Lo que no pudo es obligarme a mí, pero por cierto que cambió de cuerpo con otro mortal.

—Lestat, cuando sucede eso decimos que hay posesión. ¡Se trata de un accidente parapsicológico! El alma de un muerto se apodera de un cuerpo vivo. Es un espíritu que posee a un ser humano y al que hay que persuadir de que lo abandone. Los seres vivos no andan haciéndolo por ahí ex profeso, concertando acuerdos. No, creo que no es posible. ¡No creo que haya casos semejantes! No... —Se interrumpió, dubitativo.

—Sabes que ha habido casos. Debe haberlos.

—Esto es muy peligroso, Lestat, es un riesgo demasiado gran de para cualquier tipo de prueba.

—Mira, si puede ocurrir circunstancialmente también puede ocurrir de esta manera. Si lo puede, hacer el alma de un muerto, ¿por qué no un vivo? Yo sé lo que es viajar fuera de mi cuerpo. Tú también lo sabes; lo aprendiste en Brasil y lo describiste con lujo de detalles. Muchos, muchos humanos lo saben. Las religiones antiguas lo practicaban. No es inconcebible que uno pueda regresar a otro cuerpo y tratar de retenerlo mientras el otro trata en vano de recuperarlo.

—Qué idea tan abominable.

Volví a explicarle lo de las sensaciones y lo intensas que habían sido.

—¡David, es posible que haya robado ese físico!

—Sencillamente encantador.

Una vez más recordé la sensación de opresión, la impresión aterradora pero a la vez extrañamente placentera de que mi cuerpo se apretaba y pugnaba por salir a través de mi coronilla. ¡Qué cosa rara! Si ese ser era capaz de hacerme sentir eso, seguro que podía lograr también que un mortal saliera de sí mismo, máxime si ese mortal no tenía ni la más leve idea de lo que estaba pasando.

—Serénate, Lestat —exclamó mi amigo, disgustado, y apoyó el pesado tenedor sobre el plato casi vacío—. Pensémoslo un poco más. A lo mejor se puede hacer ese cambio por unos minutos, ¿pero te imaginas permanecer dentro de ese nuevo cuerpo, funcionando allí día tras día?

No. Significaría funcionar también cuando estás dormido, no sólo cuando estás despierto. Estás hablando de algo totalmente distinto y a todas luces riesgoso. Con esto no se puede experimentar. ¿Y si diera resultado?

—Exacto. Si diera resultado, yo podría meterme dentro de ese cuerpo. — Callé un momento. No me atrevía a decirlo, pero al final lo solté: —David, podría volver a ser mortal.

Me quedé sin aliento. Transcurrió un instante de silencio, durante el cual nos miramos con fijeza. La ligera expresión de temor de sus ojos no alcanzó a aplacar mi entusiasmo.

—Yo sabría usar ese cuerpo —proseguí en un susurro—. Sabría cómo utilizar esos músculos, esas piernas largas. Oh, sí, seguramente eligió ese cuerpo porque supuso que me parecería posible, muy posible...

— ¡Lestat, no puedes seguir con esto! ¡Esa persona habla de cambiar un cuerpo por otro! ¡No puedes permitirle que se quede con el tuyo! La idea es monstruosa. ¡Ya es bastante con que tú te encuentres dentro de este cuerpo!

Impresionado, hice silencio.

—Mira —prosiguió, tratando de acapararme otra vez—, te pido que me perdones por hablar como superior general de una orden religiosa, ¡pero esto no lo puedes hacer! Por empezar, ¿de dónde sacó él ese cuerpo? ¿Y si lo hubiera robado? ¡No pensarás que un muchacho se lo entregó alegremente, sin protestar! Se trata de un ser siniestro y eso hay que reconocerlo. No puedes entregarle un cuerpo poderoso como el tuyo.

Yo escuché todo, lo comprendí, pero no me convenció.

—Piénsalo, David —dije, sabiendo que mis palabras parecían locas, incoherentes—. Me permitiría ser mortal.

—Te pido por favor que despiertes y me prestes atención. Esto no es una obra cómica ni un cuento gótico de Lovecraft. —Se limpió la boca con la servilleta y, enojado, bebió un sorbo de vino. Luego estiró una mano sobre la mesa y la apoyó sobre mi muñeca.

Tendría que haberle permitido que la levantara y me la sujetara, pero no cedí y al instante se dio cuenta de que querer mover mi mano era como pretender movérsela a una estatua de granito.

— ¡No puedes jugar con esto! No puedes correr el riesgo de que dé resultado, porque ese ser malévolo, quienquiera que sea, luego tendrá tu fuerza.

Hice un gesto de negación.

—Entiendo lo que dices, David, pero piensa un poco. ¡Tengo que hablar con él! Tengo que encontrarlo y averiguar si eso se puede hacer. El no importa; lo importante es el proceso, saber si se puede hacer.

—Te lo suplico: no investigues más. ¡Vas a cometer otro error atroz!

— ¿A qué te refieres? —Me costaba prestarle atención. ¿Dónde estaba ahora ese depravado ladino? Pensé en sus ojos, en lo bonitos que serían si no fuese él quien mirara por ellos. Sí- , ¡era un hermoso cuerpo para el experimento! ¿De dónde lo habría sacado? Me pro puse averiguarlo.

—David, te dejo.

— ¡No, tú no te vas! ¡Si no te quedas donde estás, te juro que te hago perseguir por una legión de los espíritus más malignos con que tuve trato en Río de Janeiro! Ahora escúchame.

Me reí.

—No levantes la voz o nos echan del Ritz —le pedí.

—Bueno, hagamos un trato. Yo vuelvo a Londres, enciendo la computadora y busco todos los casos de mutación de cuerpos que figuren en nuestros archivos. Vaya uno a saber con qué me voy a encontrar. Lestat, puede ocurrir que él esté dentro de ese cuerpo, que el cuerpo se le esté deteriorando y él no pueda salir ni detener el deterioro.

¿No pensaste en esa posibilidad?

—No se está deteriorando; en tal caso, yo habría percibido el olor. Ese cuerpo no tiene nada de malo.

—Salvo que quizá se lo haya robado a su legítimo propietario y el pobre diablo ahora anda a los tumbos en el del otro, y no tenemos ni el menor indicio.

—Tranquilízate, David, por favor. Tú regresas a Londres y te pones a investigar en los archivos. Yo empiezo a buscar a este hijo de puta porque quiero ver lo que me dice. ¡No te preocupes! No voy a seguir adelante sin consultar te. Y si decido...

— ¡No decidirás nada! Por lo menos, sin haber hablado conmigo.

—De acuerdo.

—¿Me lo prometes?

—Sí, por mi honor de asesino sanguinario.

—Dame un número telefónico en Nueva Orleáns.

Lo miré un instante sin pestañear.

—Está bien. No lo he hecho nunca, pero aquí lo tienes. —Le di el número de mis aposentos en el barrio francés. — ¿No lo vas a anotar?

—Ya lo memoricé.

— ¡Entonces hasta luego!

Me levanté de la mesa y, pese a mi excitación, traté de caminar como un humano. Oh, poder moverse como un humano, estar dentro de un cuerpo humano... ¡Ver el sol, ver de veras ese círculo brillan te en un cielo azul!

—Ah, David, casi me olvidaba. Ya está todo pago. Llama a mi representante; él se ocupará de tu vuelo...

—Eso no me preocupa. Escúchame, Lestat: quiero que ya mismo me digas cuándo vamos a reunimos para seguir hablando de esto. Si te esfumas, jamás te...

Yo seguía de pie y le sonreí. Me di cuenta de que lo estaba hechizando.

Por supuesto que no me iba a amenazar con no dirigirme más la. palabra.

Qué absurdo.

—Errores atroces —dije, sin poder abandonar la sonrisa—. Claro que los cometo, ¿verdad?

— ¿Qué te dirán... los otros... tu bienamado Marius, los mayo res, si haces semejante cosa?

—Quizá te dieran una sorpresa, David. A lo mejor lo que más desean es volver a ser humanos. Tal vez sea eso lo que todos deseamos: tener otra oportunidad. —Pensé en Louis, que estaba en su casa de Nueva Orleáns.

Dios santo, ¿qué pensaría cuando se lo contase?

David murmuró algo por lo bajo, impaciente e irritado, pero con expresión de afecto y preocupación.

Hice ademán de mandarle un pequeño beso y me marché.

Había pasado escasamente una hora cuando tomé conciencia de que no podría encontrar al depravado ladino. Si se hallaba en París, estaría escondido de modo de no dejarme captar ni el menor indicio de su presencia. Y tampoco capté una imagen de él en la mente de otros.

Eso no quería decir que no estuviera en la ciudad. La telepatía tiene mucho de azar y París era una ciudad inmensa, rebosante de personas provenientes de todos los países.

Por último, regresé al hotel y me enteré de que David ya había partido, dejándome sus diversos números telefónicos para comunicarme por fax, por computadora o por línea común.

"Por favor, llámame mañana a la noche", me escribió, "porque para ese entonces ya tendré noticias."

Subí a prepararme para regresar. No veía la hora de encontrar me de nuevo con ese loco mortal. Y Louis... Tenía que contárselo todo a él.

Desde luego, no lo creería posible; eso iba a ser lo primero que diría. Pero sentiría la tentación. Sí, claro que sí.

No hacía ni un minuto que estaba en la habitación tratando de decidir si tenía que llevarme alguna cosa de allí —ah, sí, los manuscritos de David— cuando en la mesita de luz vi un sobre liso, apoyado contra un enorme florero. Decía "Conde van Kindergarten", escrito con trazos firmes, masculinos.

Apenas lo vi supe que era una nota de él. El mensaje estaba escrito a mano, con la misma letra firme, rebuscada.

No se apresure. Y tampoco le haga caso a ese tonto amigo suyo de la Talamasca. Nos vemos mañana a la noche en Nueva Orleáns. No me defraude. Plaza Jackson. Allí nos pondremos de acuerdo para elaborar una pequeña alquimia propia. Creo que comprenderá lo que está en juego.

Atentamente,

Raglán James

"Raglán James", murmuré en voz alta. Raglán James. No me gustaba el nombre porque se parecía a él.

Marqué el número de la conserjería.

—Ese sistema de'fax que acaba de inventarse —dije en francés—, ¿lo tienen ya aquí? Explíquemelo, por favor.

Tal como suponía, a través de una línea telefónica se podía enviar desde el hotel un facsímil completo de esta notita hasta el aparato que tenía David en Londres. Entonces mi amigo no sólo recibiría la información sino también la caligrafía, si es que podía servirle de algo.

Recogí los manuscritos, pasé por la oficina con la nota de Raglán James, la hice enviar por fax, volví a guardármela y por último me dirigí a Notre Dame porque quería despedirme de París con una plegaria.

Me sentía loco, totalmente loco. ¡Cuándo había experimentado semejante grado de felicidad! En la penumbra de la catedral —cerrada en ese momento por la hora que era— recordé la primera vez que había estado allí, muchas décadas atrás. En ese entonces no existía la gran plaza frente al atrio; sólo la pequeña Place de Gréve rodea da de edificios maltrechos; tampoco existían los grandes bulevares como los que hay actualmente en París, sino sólo calles anchas de tierra, que nos parecían majestuosas.

Pensé en aquellos cielos azules, en cómo era la sensación de tener hambre, mucha hambre de pan y de carne, recordé cómo era querer embriagarme con un buen vino. Pensé en Nicolás, mi amigo mortal a quien tanto amé, y en lo fría que era antes nuestra piecita del desván.

¡Nicki y yo discutiendo como habíamos discutido David y yo! Oh, sí.

Tenía la impresión de que mi prolongada existencia había sido una pesadilla desde aquella época, una pesadilla llena de gigantes, ¿de monstruos y de horribles máscaras tras las cuales se escondían seres que me amenazaban en la oscuridad eterna. Noté que temblaba. Estaba llorando. Ser humano, pensé. Volver a ser humano. Creo que pronuncié en voz alta las palabras.

De pronto, el susurro de una risa me sobresaltó. Era una niña pequeña en medio de la penumbra.

Me volví. Estaba casi seguro de haberla visto: una silueta diminuta que avanzaba a toda velocidad por un pasillo, hacia un altar lateral, y después desaparecía de la vista. Sus pisadas habían sido apenas audibles. Pero seguramente debía tratarse de un error. No había olor, no había una verdadera presencia. Era una ilusión.

Sin embargo, exclamé: — ¡Claudia!

Y mi voz rebotó en una suerte de áspero eco. No había nadie allí, desde luego.

Recordé las palabras de David: "¡Vas a cometer otro error atroz!".

Sí, no voy a negar que he cometido errores atroces, terribles. Volví a sentir el clima de mis sueños recientes, pero no en profundidad; sólo me quedaba una vaga sensación de estar con ella. La imagen de una lámpara de aceite y ella riéndose de mí.

Rememoré una vez más cómo se la había ejecutado: el pozo de ventilación con paredes de ladrillo, el sol que se acercaba, lo pequeña que era ella; luego se mezcló también el recuerdo del sufrimiento en el desierto de Gobi y ya no pude soportarlo más. Advertí que, con mis brazos, estrechaba mi propio pecho, que temblaba, que mi cuerpo estaba rígido como si padeciera el tormento de un shock eléctrico. Oh, pero ella no debe haber sufrido. Seguramente fue una muerte instantánea por tratarse de una niña tan pequeña y tierna. Polvo eres...

La angustia fue total. No eran esas épocas las que quería recordar, pese a que un rato antes me había demorado en el Café de la Paix, y pese a que creía haberme vuelto muy fuerte. Lo que añoraba era el París mío, el París anterior al Teatro de los Vampiros, cuando yo era inocente y tenía vida.

Permanecí unos minutos más entre las sombras, contemplando simplemente las grandes arcadas. Qué iglesia majestuosa era, incluso ahora, con el ruido de fondo de los autos. Se parecía a un bosque de piedra.

Le tiré un beso, tal como había hecho con David. Y partí a emprender el largo regreso a casa.

7

Nueva Orleáns. Arribé a primera hora de la noche puesto que volvía hacia atrás en horario, en sentido inverso a la rotación del mundo. El clima era frío, tonificante, pero no cruel, aunque se avecinaban intensos vientos helados del norte. No había ni una nube en el firmamento, pero sí innumerables estrellas, muy nítidas.

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