El ladrón de cuerpos (34 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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—Eso ocurrió hace medio siglo, querida. Odiame por las cosas mas importantes. Odiame, si lo deseas, porque no yaces ahora a su lado. ¿Te daría tibieza si estuvieras allí con ella? La sangre es tibia, querida. Ven conmigo, bebe sangre, como tú y yo sabemos hacerlo. podemos hacerlo juntos hasta el fin del mundo.

—Para todo tienes una respuesta. —Qué fría su sonrisa. En estas sombras uno casi puede ver a la mujer que hay en ella, la mujer que desafía a la estampa permanente de dulzura infantil, con la inevitable invitación a besar, a abrazar, a amar.

—Nosotros somos la muerte, machérie; la muerte es la respuesta final — La tomé en mis brazos, la apreté contra mí, besé, besé y besé su piel de vampiro. —Después de eso ya no hay preguntas.

Su mano me tocó la frente.

La ambulancia coma como si la persiguiera la sirena, como si _. la sirena fuese la fuerza que la impelia La mano rozó mis párpados :: ¡No te voy a mirar!

Oh, por favor, ayudenme la monótona plegaria del demonio a sus secuaces a medida que se hunde cada vez más, rumbo al infierno.

13

Sí, ya sé dónde nos encontramos. Desde el principio estuvieron tratando de traerme de vuelta aquí, al pequeño hospital.

—Qué aspecto desolado tiene ahora, con sus paredes de barro, sus ventanas con persianas y las camitas atadas unas a otras. Sin embargo, ella estaba ahí en la cama, ¿no? Conozco a la enfermera, sí, y al viejo médico de hombros caídos, y te veo ahí en la cama.., eres tú, la pequeñita de rulos que está acostada sobre la frazada, y ahí está Louis...

“Bueno, ¿por qué estoy aquí? Sé que esto es un sueño. No es la muerte. La muerte no tiene una consideración especial por las personas,

—Estás seguro? —dijo ella. Estaba sentada en la silla de respaldo recto, llevaba el pelo rubio recogido con una cinta azul y chinelas en sus piececitos, Eso quería decir que estaba ahí, en la cama, y en la silla, mi muñequita francesa, mi encanto, con sus pies de empeine alto y sus manos perfectas.

—Y tú estás aquí con nosotros, en una cama de una sala de primeros auxilios de Washington. Sabes que estás aquí muriéndote, ¿no?

—Hipotermia aguda, muy probablemente neumonía. Pero, ¿cómo sabemos qué infección tiene? Bombardéenlo con antibióticos, imposible darle oxígeno ahora. Si lo enviamos a la Universidad, también van a terminar atendiéndolo en el pasillo.

—No dejen que me muera, por favor. Tengo mucho miedo.

—Estamos aquí con usted, lo estamos atendiendo. ¿Por qué no nos da su nombre? ¿Tiene algún familiar a quien haya que dar aviso?

—Vamos, diles quién eres realmente —me aguijoneó ella con una risita argentina y su voz siempre tan hermosa, tan delicada. Siento sus labios tiernos... mírenlos. Yo solía apretarle el labio inferior con un dedo, a modo de juego, cuando le besaba los párpados y su frente tersa.

—No te pases de lista, pequeña! —murmuré entre dientes—. Además,

¿quién soy aquí?

—No un ser humano, si a eso te refieres. No hay nada que pueda convertirte en humano.

—De acuerdo, te doy cinco minutos. ¿Por qué me trajiste aquí? ¿Qué quieres que diga? ¿Que lamento lo que hice, haberte sacado de esa camita para convertirte en vampiro? ¿Quieres que te diga la verdad más sincera?

No sé si me arrepiento. Siento mucho que hayas sufrido. Siento mucho que cualquiera sufra, pero honestamente no puedo asegurar que lamente ese pequeño truco.

—i,No tienes ni una pizca de miedo a quedarte solo?

—Si la verdad no puede salvarme, nada podrá. —Cómo odiaba el olor a enfermedad que me rodeaba, esos cuerpecitos febriles, húmedos bajo las deslucidas mantas, todo ese sucio hospital de muchas décadas atrás.

—Padre mío que estás en el infierno, Lestat sea tu nombre.

—Y tú? Cuando el sol te quemó entera en el pozo de ventilación del

Teatro de los Vampiros, ¿te fuiste al infierno?

Risas, risas puras, como monedas relucientes que caen de una cartera.

—No te lo voy a decir jamás!

—Bueno, sé que esto es un sueño, que lo ha sido desde el primer momento. No puede ser que alguien regrese de entre los muertos para decir semejantes banalidades.

—Sucede todo el tiempo, Lestat. No te excites tanto. Ahora quiero que me prestes atención. Mira esas camitas, mira a esos niños que sufren.

—A tí te rescaté de ahí.

—Sí, de la misma manera en que Magnus te sacó de tu vida Y te dio a cambio algo maligno y perverso. Me convertiste en asesina! de mis hermanos y hermanas. Todos mis pecados provienen de aquel momento, cuando me levantaste de la cunita.

—No, no puedes echarme toda la culpa a mí. No lo voy a permitir. ¿Acaso el padre es autor de los crímenes del hijo? Y aunque así fuera, ¿qué?

¿Quién hay allí que lleve la cuenta? ¿No ves que ése es el problema? No hay nadie.

_jEntonces está bien que matemos?

—Yo te di vida, Claudia. No fue para siempre, no, pero fue vida, y hasta nuestra vida es mejor que la muerte.

—Cómo mientes, Lestat. “Hasta nuestra vida”, dices. La verdad es que piensas que nuestra maldita vida es mejor que la vida misma. Reconócelo.

Mirate cómo estás ahora en tu cuerpo humano. Cómo lo odiabas. —Es verdad, lo admito. Pero ahora quiero oírte hablar con el corazón, mi preciosa, mi pequeña hechicera. ¿Sinceramente habrías preferido la muerte en vez de la vida que te regalé? Vamos, dime. ¿O acáso esto es un tribunal como el de los humanos, donde el juez puede mentir y los abogados pueden mentir y sólo están obligados a decir la verdad quienes suben al estrado de los testigos?

Me miró con aire muy pensativo, mientras una mano regordeta jugueteaba con el bordado de su túnica. Cuando bajó la mirada, la luz brilló primorosamente en sus mejillas, en su boquita oscura. Ah, qué hermosa creación. La muñeca vampiro.

—‘,Qué sabía yo de opciones? —dijo, mirando al frente con sus . ojos grandes, vidriosos y llenos de luz—. No había alcanzado la edad de la razón cuando hiciste tu sucio trabajito; y dicho sea de paso, padre, siempre quise saber una cosa: ¿gozaste cuando me diste a succionar la sangre de tu brazo?

—Eso no interesa —murmuré. Aparté mis ojos de ella y los posé en la huerfanita moribunda que había bajo las mantas. Vi a la enfermera de pelo recogido, vestida con harapos, que se desplazaba Inquieta entre las camas. —A los niños mortales se los concibe en Un acto de placer —dije, pero no sabía si me estaba escuchando. No quise mirarla. —No puedo mentir. No importa si hay un juez o un Jurado. Yo...

—No trate de hablar. Le he dado una combinación de drogas que le van a venir bien. La fiebre ya está cediendo. Le estamos Curando la congestión pulmonar.

: —Por favor, no me dejen morir. Todo está sin terminar y es monstruoso.

Si existe el infierno voy a ir allí, pero no creo que exista. Si es que existe, debe ser un hospital como éste, sólo que lleno de niños enfermos y moribundos. Pero yo creo que sólo existe la muerte.

—¿Un hospital lleno de niños?

—Oh, mira cómo ella te sonríe, cómo te apoya la mano sobre la frente.

Las mujeres te aman, Lestat. Ella te ama aunque estés dentro de ese cuerpo. Mírala. Cuánto amor.

—¿Por qué no habría de preocuparse por mí? ¿Acaso no es enfermera? Y yo soy un moribundo.

—Y qué atractivo moribundo. Tendría que haberme imaginado que harías la transmutación sólo si te ofrecían un cuerpo bello. ¡Qué vano y superficial eres! Mira ese rostro. Mucho más apuesto que el tuyo propio.

—Yo no diría tanto!

Me dirigió una sonrisa maliciosa. Su rostro brillaba en la penumbra de la habitación.

—No se preocupe, que yo estoy con usted. Me voy a quedar aquí, a su lado, hasta que se mejore.

—He visto morir a tantos humanos. Yo les provoqué la muerte. El momento en que la vida se va del cuerpo es tan simple y traicionero. Sencillamente se desliza y se va.

—Está diciendo insensateces.

—No; estoy diciendo la verdad, y usted lo sabe. No puedo prometer que , si vivo, vaya a reformarme . No lo creo posible. Sin embargo, me muero de miedo ante la idea de morir. No me suelte la mano.

—Lestat, ¿por qué estamos aquí?

¿Louis?

Levanté la mirada. Estaba parado en la puerta del pequeño hospital, desorientado, con el mismo aspecto que tenía la noche en que lo creé, ya no aquel joven mortal enceguecido se furor, sino el sombrío caballero de ojos serenos y la paciencia infinita de un santo.

—Ayúdame a levantarme —dije—. Tengo que sacarla de su camita.

Estiró la mano, pero se hallaba muy confundido. ¿No intervino en ese pecado? No, por supuesto que no, porque vivía cometiendo desatinos y sufriendo, expiando su culpa al mismo tiempo que los cometía. Yo era el demonio. Yo era el único que podía levantarla de su camita.

Hora de mentirle al médico.

—Esa niña que está ahí es mi hija.

Seguramente se iba a alegrar de que le quitaran una carga.

—Llévesela, señor, y gracias. —Miró agradecido las monedas de oro que le arrojé sobre la cama. Claro que hice eso. Por supuesto que los ayudé. —Sí, gracias. Dios lo bendiga.

Seguro que me bendecirá. Siempre lo hace. Yo también lo bendigo.

—Ahora duerma En cuanto se desocupe un cuarto, lo llevaremos; allí estará más cómodo.

—1Por qué somos tantos aquí? Por favor, no me abandone.

—No; yo me quedo con usted. Me siento aquí, a su lado.

Las ocho Estaba tendido en la camilla con la aguja pinchada en el brazo y la bolsita plástica de ese líquido que atraía a la luz. pude ver con toda claridad el reloj. Lentamente volví la cabeza.

Había allí una mujer. Tenía puesto un abrigo negro que resaltaba contra sus medias blancas y sus zapatos blandos, blancos también. Llevaba el pelo peinado en un grueso rodete y estaba leyendo.

Tenfa cara ancha, de huesos fuertes, tez clara y grandes ojos castaños.

Sus cejas eran oscuras y bien delineadas y, cuando levantó la mirada, me encantó su expresión. Cerró el libro sin hablar y me sonrió.

—Ya está mejor —sentenció. Voz modulada, dulce. Un mínimo trazo de sombra azul bajo los ojos.

—Sí? —El barullo me hacía mal a los oídos. Había demasiadas personas.

Puertas que se abrían y cerraban.

Se levantó, cruzó el pasillo y tomó mi mano entre las suyas.

—Oh, sí, mucho mejpr.

—Entonces voy a vivir?

—Sí —respondió, pero no estaba segura. ¿Se propuso demostrarme expresamente que no lo estaba?

—No me deje morir dentro de este cuerpo —rogué, humedeciéndome los labios con la lengua. ¡Los sentía tan secos! Dios santo cómo odiaba ese físico, cómo odiaba la forma en que el pecho Subía y bajaba, la voz que me salía, el dolor insoportable detrás de tos ojos.

—Ya empieza de nuevo —dijo, ensanchando la - sonrisa.

—Siéntese aquí, conmigo.

—Ya lo estoy. Le dije que no me iba a ir. Me quedo aquí, con usted

—Si me ayuda, estará ayudando al demonio.

—Ya me lo dijo.

- - - iQuiere escuchar toda la historia?

—Sólo si conserva la calma mientras me la cuenta, si se toma su tiempo

—Qué bonito rostro tiene. ¿Cuál es su nombre?

—Gretchen

——Es monja, ¿no?

—Cómo se dio cuenta?

—Me di cuenta. Ante todo, por las manos, por la alianza de plata que usa, por algo de la cara, una expresión resplandeciente... la expresión de los que tienen fe. Y el hecho de que se haya quedado conmigo cuando los demás le decían que siguiera con lo suyo. Yo advierto cuándo una mujer es religiosa. Soy el diablo, y sé cuando estoy contemplando la bondad.

¿Eran lágrimas lo que vi agolparse en sus ojos?

—Me está tomando el pelo —dijo con amabilidad—. Tengo una etiquetita aquí, sobre el bolsillo, donde dice que soy monja. Hermana Marguerite.

—No la vi, Gretchen. No quería hacerla llorar.

—Ya está mejorando. Está mucho mejor. Creo que se va a curar perfectamente.

—Soy el diablo, Gretchen. Oh, no el propio Satanás, el Hijo de las

Tinieblas, ben Sharar, pero sí malo, muy malo. Un demonio de primera, sin duda.

—Está soñando. Es producto de la fiebre.

—Eso sería espléndido? Ayer, parado en la nieve, traté de imaginar precisamente eso: que toda mi vida de maldad no fuera sino el sueño de un mortal. Ojalá, pero no es así, Gretchen. El diablo precisa de usted. El diablo está llorando. Quiere que le tome la mio. No le tiene miedo al demonio, ¿verdad?

—Si lo que necesita es un acto de piedad, no. Ahora duérmase. Van a venir a ponerle otra inyección. Yo no me voy. Mire, arrimo la silla a su cama para poder tenerle la mano.

—Qué estás haciendo, Lestat?

Estábamos en nuestra suite del hotel, un lugar mucho mejor que ese apestoso hospital —siempre es mejor una buena habitación de hotel que un apestoso hospital—, y Louis le había chupado la sangre a Claudia.

Louis, el pobre indefenso.

—Claudia, Claudia, escúchame. Vuelve en ti... Estás enferma, ¿me oyes?

Para curarte debes hacer lo que te digo. —Me mordí mi propia muñeca y, cuando comenzó a brotar la sangre, se la puse en los labios. —Muy bien, querida, bebe un poquito más...

—Trate de beber un poquito de esto. —Me pasó la mano por detrás del cuello. Ah, qué dolor cuando me levantó la cabeza.

—El sabor es tan flojo. No se parece en absoluto al de la sangre.

Sus párpados me parecieron tersos sobre sus ojos cabizbajos. Me hizo acordar de una mujer griega pintada por Picasso, por lo sencilla que parecía con sus huesos grandes, fina y fuerte. ¿Alguna Vez alguien había besado su boca de monja?

—Hay gente muriéndose aquí, ¿no? Por eso están tan colmados los pasillos. Oigo a gente que llora. Se trata de una epidemia, ¿verdad?

—Es una época mala —dijo moviendo apenas sus labios virginales—. Pero se va a curar. Yo me quedo aquí.

Louis estaba tan enojado.

—Pero, ¿por qué, Lestat?

Porque ella era hermosa, porque se estaba muriendo, porque quise ver si daba resultado. Porque ella estaba ahí y nadie la quería; entonces la alcé, la tuve en brazos. Porque era algo que yo podía hacer, como la velita de la iglesia que sirve para encender otra sin perder su propia luz. Era mi manera de crear, mi única manera, ¿no lo ves? En un momento dado

éramos dos, y al instante ¿ramos tres.

Lo vi tan acongojado, de pie ahí con su larga capa negra, y sin embargo él no podía quitarle los ojos de encima a la niña; no podía dejar de mirar sus mejillas de marfil, sus diminutas muñecas.

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