El ladrón de cuerpos (32 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Haciendo caso omiso de la tos, que empeoraba hora a hora, y de la visión que se me nublaba, nuevo y molesto síntoma, caminé con Mojo por la ruidosa calle M y entré en Washington, la capital del país. Paseé por la zona de los monumentos y mausoleos de mármol, vi los enormes edificios y residencias oficiales, recorrí la triste belleza del cementerio de Arhlington con sus miles de pequeñas lápidas todas iguales y llegué hasta la polvorienta mansión del gran general confederado Robert E. Lee.

A esa altura, ya estaba al borde del delino Y es muy posible que el malestar físico aumentara mi felicidad, puesto que me producía una actitud semejante a la de la persona ebria o drogada No sé Lo único cierto es que estaba contento, contentísimo, y que el mundo a la luz del día no era el mundo de la noche.

Pese al frío, muchos turistas se habían atrevido a salir como yo a ver esos famosos lugares de interés. Me deleité en silencio con su entusiasmo; comprendí que a ellos, igual que a mí, les afectaban los paisajes abiertos de la ciudad capital, que los alegraba y transformaba ver el cielo tan azul y los numerosos monumentos espectaculares erigidos para celebrar los logros de la humanidad.

“jSoy uno de ellos!”, pensé de improviso, ya no Caín buscando eternamente la sangre de su hermano. Miré aturdido en derredor. “Soy uno de ustedes!”

Largo rato contemplé la ciudad desde las alturas de Arlington, temblando de frío e incluso soltando unas lágrimas frente al deslumbrante espectáculo tan ordenado, tan representativo de los principios de la gran Edad de la Razón, deseando que Louis o David estuvieran ahí conmigo sufriendo porque sabía que ambos desaprobarían mi proceder.

Pero eso que veía era el verdadero planeta, la tierra viviente nacida del sol del calor, incluso bajo el reluciente manto de nieve invernal.

Por último, bajé de la colina; Mojo corría de tanto en tanto por delante de mí, y luego regresaba para acompañarme. Recorrí la ribera del congelado Potomac, maravillándome ante el sol que se reflejaba en el hielo y en la nieve ya en proceso de derretirse. Hasta me encantó observar cómo la nieve se iba convirtiendo en agua.

En algún momento de la tarde fui a parar al grandioso mausoleo de Jefferson, un elegante y amplio pabellón griego que tiene grabadas en sus paredes de mármol las palabras más solemnes y conmovedoras que he leído jamás. Mi corazón se henchía al pensar que, durante esas preciadas horas, no me sentí lejos de los sentimientos allí expresados. De hecho, durante ese lapso en que me mezclé con la raza humana, no hubo nada en mí que me diferenciara de los demás.

Pero eso era mentira, ¿o no? Llevaba la culpa en mi interior, en la continuidad de mi memoria, en mi espíritu irreductible: Lestat el asesino, Lestat el que rondaba por las noches. Recordé la advertencia de Louis:

“No puedes convertirte en humano sólo con apoderar te de un cuerpo humano!” Rememoré la expresión trágica, consternada, de su rostro.

Pero, ¿y si el vampiro Lestat nunca hubiera existido? ¿Y si hubiese sido sólo una creación literaria, puro invento del hombre en cuyo cuerpo yo ahora moraba? ¡Qué idea maravillosa!

Permanecí largo rato en la escalinata del mausoleo, con la cabeza gacha, mientras el viento tironeaba con fuerza de mi ropa. Una mujer amable me dijo que estaba enfermo, que debía abotonarme el abrigo. La miré a los ojos y noté que lo que ella veía era sólo un muchacho. No estaba deslumbrada ni temerosa. No había en mí esa necesidad de tronchar su vida para poder yo disfrutar más de la mía. ¡Pobre mujer de ojos celestes y pelo descolorido! De repente le tomé su mano pequeña y arrugada, se la besé, le dije en francés que la amaba y vi que una sonrisa se dibujaba en su rostro marchito. Qué encantadora me pareció, encantadora como todos los humanos sobre los que alguna vez posé mis ojos vampíricos.

La sordidez de la noche anterior se borré en esas horas del día. Creo que todo lo soñado para esa aventura se había cumplido.

Pero un invierno riguroso me rodeaba. A pesar de sentirse más animada por el cielo azul, la gente decía que se avecinaba otra tormenta peor aún que la anterior. Las tiendas iban a cerrar temprano las calles volverían a quedar intransitables y ya se había clausurado el aeropuerto. Varios peatones me advirtieron que me surtiera de velas porque podía cortarse la electricidad. Y un señor mayor, que llevaba un grueso gorro de lana, me reprendió por no llevar puesto nada en la cabeza. Una mujer joven me dijo que parecía enfermo, que me fuera rápido a mi casa.

No es más que un resfrío, les contestaba. Con un buen jarabe para la tos se me iba a pasar. Raglan James sabría qué hacer cuando recuperara su cuerpo. Seguramente no le haría demasiada gracia, pero podría consolarse con los veinte millones. Además, todavía me quedaban varias horas como para medicarme con remedios comerciales y descansar.

Por el momento, me sentía demasiado incómodo en general como para preocuparme por semejante cosa. Había derrochado demasiado tiempo en esas distracciones triviales. Y desde luego, podía conseguir ayuda para todas las molestias banales de la vida real... Ah, la vida real.

Me había olvidado de la hora, y sin duda en la agencia me estaba esperando el dinero. En el reloj de una tienda vi que eran las dos y media.

La misma hora marcaba el ordinario reloj pulsera que yo llevaba. Bueno, me quedaban sólo unas trece horas.

Trece horas en ese cuerpo espantoso, con la cabeza que me estallaba y con dolor de piernas. Mi felicidad desapareció en un ataque súbito de temor. ¡Pero el día era demasiado bello para arruinarlo por cobardía!

Alejé entonces esa sensación de mi mente.

Trozos de poesía acudieron a mi memoria.., y de vez en cuando el tenue recuerdo de mi último invierno mortal, de haber estado de cuclillas frente a la chimenea, en la gran sala de la casa paterna, tratando por todos los medios de calentarme las manos en el fuego que se extinguía. Pero en general pude vivir el momento de un modo muy distinto a como solfa hacerlo mi mente maquinadora. Tan fascinado estaba con todo lo que pasaba a mi alrededor, que durante horas no experimenté aflicción ni distracción de tipo alguno.

Eso era absolutamente extraordinario. Y, en mi euforia, estaba seguro de poder llevar siempre dentro de mí el recuerdo de esa sencilla jornada.

El regreso a pie hasta Georgetown me resulté por momentos una hazaña ímproba. Aun antes de partir del mausoleo de Jefferson, el Cielo ya había comenzado a nublarse y rápidamente iba adquiriendo un tinte plomizo.

La luz se secaba como si fuera líquida.

Sin embargo, me encantaron esas manifestaciones más melancólicas. Me sentía hipnotizado por el espectáculo de los mortales que cerraban sus tiendas, que caminaban presurosos en contra del Viento, cargados con bolsas de alimentos, por los faros de los autos que alumbraban su luz intensa, casi festiva, la creciente penumbra.

Comprendí que no iba a haber crepúsculo. Oh, qué lástima. Pero como vampiro, muchas veces había contemplado el crepúsculo. Entonces, ¿a qué quejarme? No obstante, durante un momento fugaz lamenté haber pasado esas horas tan valiosas en las garras del crudo invierno. Pero por razones que no acertaba a explicarme, había sido justo lo que quería. Un invierno crudo como los de mi infancia. Crudo como aquel invierno en París, cuando Magnus me llevó a su cueva. Quedé satisfecho, complacido.

Cuando llegué a la agencia, hasta yo me di cuenta de que la fiebre me estaba subiendo y debía buscar refugio y alimento. Felizmente había llegado mi dinero. También me habían preparado una nueva tarjeta de crédito a nombre de Lionel Potter, uno de los nombres ficticios que usaba en París, y un talonario de cheques de viajero. Guardé todo en los bolsillos y, ante el horrorizado cajero, metí en los bolsillos también los treinta mil dólares.

—Mire que alguien lo puede asaltar! —murmuré, inclinándose sobre el mostrador. Agregó algo que no entendí bien acerca de que me convenía llevar el dinero al banco antes del horario de cierre. Después debía dirigirme a una sala de primeros auxilios porque se aproximaba un temporal. Había mucha gente engripada, prácticamente la epidemia de todos los inviernos.

Para simplificar, le dije a todo que sí, pero no tenía ni la menor intención de pasar las horas de mortal que me quedaban en manos de los médicos.

Además, no hacía falta. Lo único que necesitaba era comida, algo caliente para beber y la paz de una cama blanda de hotel. Entonces podría devolver a James ese cuerpo en condiciones tolerables y regresar tranquilamente al mío.

Pero primero tenía que cambiarme de ropa. ¡Eran apenas las tres y cuarto, me quedaban unas doce horas y no aguantaba ni un minuto más esos trapos sucios!

Llegué a las distinguidas Galerías Georgetown justo cuando estaban cerrando para que la gente pudiera huir del temporal, pero fui convincente y me permitieron entrar en una elegante casa de ropa, donde en un instante entregué al impaciente empleado una lista de todas las prendas que creía iba a necesitar. Cuando le di la tarjetita plástica, me invadió un enorme mareo. Me causó gracia, porque el hombre ya había perdido toda su impaciencia y trató de venderme bufandas y corbatas varias. Casi no le entendía lo que me decía. Ah, sí, marque todo en la registradora. Todo esto se lo entregaremos al señor James a las tres de la madrugada. Sí, claro, el otro pulóver, y por qué no, la echarpe también.

Cuando conseguí escapar con mi cargamento de relucientes cajas y bolsas, me acometió otra oleada de mareos. De hecho, una negrura total comenzaba a rodearme; corría peligro de caer de rodillas y perder el conocimiento ahí nomás, sobre el piso. Una preciosa muchacha vino a rescatarme. “Se está por desmayar!” A esta altura, ya transpiraba profusamente, y sentía frío pese al ambiente caldeado de la galería.

Le expliqué que necesitaba un taxi, pero no pasaba ninguno. Ya era poca la gente que quedaba por las calles y de nuevo había empezado a nevar.

Había visto antes, no lejos de allí, un hermoso hotel con el romántico nombre de “Las Cuatro Estaciones” y hacia él me dirigí, para lo cual primero me despedí de la bella criatura y agaché la cabeza para enfrentar el viento feroz. En “Las Cuatro Estaciones” me sentiría a salvo, pensé casi con alegría, encantado de pronunciar en voz alta el significativo nombre.

Podría cenar, y no necesitaba volver a esa casa odiosa hasta que no se acercara la hora de devolver el cuerpo.

Cuando llegué por fin al lugar, me resulté más que satisfactorio. Dejé un abultado depósito para garantizar que Mojo se comportaría como un caballero educado, lo mismo que yo. La suite era suntuosa, con enormes ventanales que daban al Potomac, alfombras aparentemente interminables, cuartos de baño dignos de un emperador romano, aparatos de televisión y heladeritas disimuladas dentro de hermosos muebles de madera, y numerosos artefactos más.

Sin pérdida de tiempo pedí un banquete para mí y para Mojo; luego abrí el barcito, que estaba lleno de caramelos y otras golosinas además de licores, y me serví el mejor whisky. ¡Qué gusto espantoso! ¿Cómo diablos podía David beber eso? La tableta de chocolate estuvo mejor. ¡Fantástica! Me la devoré y después llamé al restaurante para que, al pedido de minutos antes, agregaran todos los postres con chocolate que tuvieran en el menú.

Tengo que llamar a David, me dije. Pero me parecía una total imposibilidad levantarme del sillón e ir hasta el escritorio para tomar el teléfono. Además, eran tantas las cosas que deseaba analizar, fijar en la mente. Malditos sean los malestares. Así y todo había quedado una experiencia fabulosa. Incluso me estaba acostumbrando a esas manazas que me llegaban varios centímetros más abajo de donde debían, y a esa piel oscura, porosa. No debía quedarme dormido. Qué desperdicio...

Me despertó el timbre. Había pasado una media hora completa de tiempo mortal. Me puse de pie con esfuerzo, como si con cada Paso tuviera que levantar ladrillos, y no sé cómo me las ingenié Para abrirle a la camarera, una agradable mujer mayor, de pelo amarillo claro, que entró empujando un carrito con mantel, lleno de comida. Le di carne a Mojo —antes había colocado en el piso una toalla de baño a modo de mantel— y él comenzó a comerla con ganas. Al mismo tiempo que comía se tendió, cosa que sólo hacen los perros de gran tamaño y que a Mojo en particular le dio un aspecto mucho más monstruoso: parecía un león que indolentemente mordisquea a un cristiano indefenso al que sostiene entre sus inmensas patas.

Sin pérdida de tiempo bebí la sopa caliente, aunque no le sentí mucho el gusto, pero qué podía esperarse con semejante resfrío. El vino era excelente, mucho mejor que el ordinario de la otra noche, y aunque su sabor aún me parecía flojo en comparación con la sangre, bebí dos vasos.

Estaba a punto de devorar las pastas, como se les dice aquí, cuando levanté la mirada y noté que la inquieta camarera no se había retirado.

—Usted está enfermo —constató—, muy enfermo.

—Tonterías, machre. Tengo un resfrío mortal, ni más ni menos. —Busqué el fajo de billetes en el bolsillo de la camisa, le di varios de veinte y le pedí que se marchara. Ella se resistía a dejarme.

—Está tosiendo mucho. Creo que está enfermo de verdad. Pasó mucho tiempo a la intemperie, ¿verdad?

Me quedé mirándola, totalmente desarmado al verla tan solícita, sabiendo que corría verdadero peligro de que, como un tonto, me brotaran las lágrimas. Quería advertirle que yo era un monstruo, que ese cuerpo sencillamente era robado. Qué tierna era, qué cariñosa.

—Todos estamos relacionados —le dije—, la humanidad entera. Tenemos que preocuparnos los unos por los otros, ¿no? —Supuse que se iba a horrorizar por tanto sentimentalismo, demostrado con la emoción densa del borracho, y que por ende se marcharía. Pero no fue así.

—Claro que sí —dijo——. Permítame llamarle a un médico antes de que empeore la tormenta.

—No, mi querida; váyase no más.

Dirigiéndome una última mirada de preocupación, por fin se retiró.

Después de consumir los fideos con salsa de queso —insípidos—, empecé a preguntarme si la mujer no tendría razón. Fui hasta el baño y encendí la luz. El hombre que vi en el espejo tenía, en efecto, un malísimo aspecto con sus ojos inyectados en sangre el cuerpo que le temblaba y su piel oscura amarillenta, si no directamente pálida.

Me palpé la frente, pero ¿de qué me sirvió? No me puedo morir de esto, pensé. Sin embargo, no estaba tan seguro. Recordé la expresión que había visto en la cara de la camarera, la preocupación de las personas que me pararon por la calle. Me dio otro acceso de tos.

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