Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
No sé.
—Sombrío e irremediable, sí; es eso, ¿no? La música no te lo remediaba.
—Sí, lo hacía; pero era falso.
—jPor qué falso? ¿Por qué dices que era falsa una actividad buena, como tocar el piano?
—Porque no hacía mucho por los otros, por eso.
—Claro que sí. Les daba placer, eso es seguro.
—¿Placer?
—Perdona, elegí un término inadecuado. La vocación te ha hecho olvidar de ti misma. Cuando tocabas el piano, eras tú misma, ¿no lo ves? ¡Eras la Gretchen única! Ese es precisamente el significado de la palabra “virtuoso”. Y tú querías perder te, a ti misma.
—Creo que tienes razón. La música no era mi camino.
—Gretchen, me asustas.
—No debería asustar te. No estoy diciendo que el otro camino estuviera equivocado. Si tú hacías el bien con tu música, durante ese breve período como cantante de rock que me contaste, ésa era tu manera de hacer el bien. La mía es otra, nada más.
—No; en ti hay un renunciamiento feroz. Estás hambrienta de amor, del mismo modo que yo por la noche tengo hambre de sangre. Con tu labor de enfermera te estás castigando, niegas tus deseos carnales, tu gusto por la música y por todas las cosas del mundo que son como la música. Eres como un virtuoso, no hay duda; un virtuoso de tu propio sufrimiento.
—Estás equivocado, Lestat —repuso ella con otra sonrisa—. Sabes que no es verdad. Eso es lo que quieres creer de una persona como yo.
Escúchame: si todo lo que me has dicho es cierto, a la luz de esa verdad, ¿no es obvio que tu destino era encontrarme?
—Cómo es eso?
—Ven, siéntate aquí conmigo y charlemos.
No sé por qué vacilé, qué miedos tenía. Por último, regresé a la frazada y me senté apoyando la espalda contra el costado de la biblioteca con las piernas cruzadas.
—No te das cuenta? Yo represento un camino opuesto, un camino que jamás se te ocurrió pensar y que quizá te traería el consuelo que buscas.
—Gretchen, no me irás a decir que crees todo lo que te he dicho sobre mi persona. No espero que lo creas.
—iTe creo hasta la última palabra! Y no importa la verdad literal Estás buscando algo que los santos buscaban cuando renunciaban a su vida normal, cuando entraban al servicio de Cristo. Y no importa que no creas en Jesucristo. Lo que importa es que has sufrido mucho en la vida que llevaste hasta ahora, que sufriste al punto de la locura, y que mi opción te ofrece una posibilidad distinta.
—j,Me propones esto a mí?
—Por supuesto. ¿No ves cómo ha sido todo? Entras en este cuerpo caes en mis manos, me brindas el momento de amor que yo busco. Pero, ¿qué te he dado yo a ti? ¿Qué significo yo para ti?
Levantó la mano para que no la interrumpiera.
—No, no vuelvas a hablarme de grandes designios No preguntes si existe un Dios literal Piensa en todo lo que te he dicho
Lo he dicho refiriéndome a mí, pero también a ti. ¿Cuántas vidas quitaste en esa existencia tuya sobrenatural? ¿Cuántas vidas salvé yo — concretamente_ en las misiones?
Estuve a punto de negar toda la posibilidad, cuando de pronto se me ocurrió esperar, quedarme callado, reflexionar.
Me estremecí de sólo pensar, una vez más, que a lo mejor nunca recuperaría mi cuerpo preternatural y quedaría por siempre aprisionado en esa carne. Si no apresaba al Ladrón de Cuerpos, si no Conseguía que mis compañeros me ayudaran, la muerte que dije desear me llegaría a su debido momento. Había retrocedido en el tiempo
¿Y si había un designio para eso? ¿Y si existía un destino y me Pasaba la vida mortal trabajando como lo hacía Gretchen, dedicando la totalidad de mi ser físico y espiritual a los demás? ¿Y si volvía con ella a esa misión de la selva? No como su amante, desde luego. Esas cosas no eran para ella, evidentemente. Pero, ¿y si iba como ayudante o colaborador suyo? ¿Y si enterraba mi vida mortal en ese marco de abnegación?
Por supuesto, existía una aptitud más que ella desconocía: la riqueza que yo podía volcar en la misión. Y aunque la fortuna era tan enorme que algunos hombres no podrían haberla calculado, yo sí podía. Podía, en una gran visión incandescente, avizorar sus límites, sus efectos. Poblaciones enteras vestidas y alimentadas, hospitales equipados con todos los medicamentos, escuelas con libros, pizarrones, radios y pianos. Sí, pianos. Oh, era una vieja historia. Un sueño antiguo, muy antiguo.
Permanecí en silencio mientras cavilaba. Imaginé cada momento de mi vida mortal, mi posible vida mortal, dedicando mi fortuna a ese sueño. Lo vi como si fueran minúsculos granos deslizándose por el centro de un reloj de arena.
Bueno, en ese preciso minuto, mientras estábamos sentados en esa limpia habitación, había gente muriendo de hambre en Oriente, en el Africa. En todo el mundo morían seres humanos por enfermedades y catástrofes.
Las inundaciones arrasaban con sus viviendas, las sequías resecaban sus alimentos y sus esperanzas. Hasta la miseria de un solo país era más de lo que la mente podía soportar, si se la describía aunque fuese sin entrar en detalles.
Pero aun si yo invertía en esta empresa todo lo que tenía, ¿qué habría conseguido en el análisis final?
¿Cómo podía saber siquiera que en un pueblito de la jungla era mejor la medicina moderna que la situación de antes? ¿Cómo podía saber si el hecho de brindar educación a un niño de la selva le traería aparejada la felicidad? ¿Cómo podía saber si valía la pena mi renunciamiento en aras de todo eso? ¿Cómo podía hacer para preocuparme por esas cosas? Ese
era el horror.
No me importaba. Podía, sí, llorar por el individuo que sufría, ¡pero no tenía deseos de sacrificar mi vida por los millones de seres anónimos del mundo! De hecho, tal posibilidad me llenaba de pavor. Era sumamente triste. No me parecía vida. Me parecía, además, lo contrario de la trascendencia.
Hice gestos de negación con la cabeza. En voz baja, titubeante, le expliqué por qué me atemorizaba tanto esa posibilidad.
—Siglos atrás, la primera vez que salí al escenario en el pequeño teatro de París —cuando vi las caras felices y oí los aplausos— tuve la sensación de que mi cuerpo y mi alma habían encontrado su destino. Era como si, por fin, hubieran empezado a cumplirse todas las promesas de mi infancia.
“Ah, había otros actores, peores y mejores; otros cantantes, otros payasos; ha habido un millón desde entonces Y habrá un millón después de ahora. Pero cada uno de nosotros brilla con su propia energía inimitable; cada uno de nosotros cobra vida en su momento único y deslumbrante; cada uno de nosotros tiene su oportunidad de derrotar a los otros para siempre en la mente del espectador, y ésa es la única clase de logro que puedo entender en forma cabal: la clase de logro en la que el ser —este ser, silo deseas— es totalmente íntegro y triunfante.
“Sí, pude haber sido un santo, tienes razón, pero tendría que haber encontrado una orden religiosa o llevar un ejército a la batalla. Tendría que haber hecho milagros de tal magnitud como para que el mundo entero cayera de rodillas. Soy yo el que debe atreverse aunque esté equivocado, completamente equivocado. Gretchen, Dios me dio un alma individual y no puedo enterrarla.
Me sorprendió ver que aún me sonreía con dulzura, sin cuestionamientos, y que su rostro seguía lleno de serena perplejidad.
—Es mejor reinar en el infierno —preguntó con cuidado— que prestar servicios en el cielo?
—No, no. Yo, si pudiera, haría el cielo y el infierno. Pero debo levantar mi voz, debo brillar. Y debo tratar de obtener el éxtasis que tú te has negado, esa intensidad de la cual huiste. ¡Para mí, eso es trascender! Cuando hice a Gabrielle, por perverso que parezca, sí, eso fue trascender. Fue un acto único, poderoso y espeluznante, que me obligó a usar toda mi audacia y ese don único que poseo. Ellas no morirán, dije, quizá las mismas palabras que usas tú con los niños de las aldeas.
“Pero las pronuncié para introducirlas en mi mundo no natural. ‘El objetivo no era tan sólo salvar, sino convertirlas en lo que era yo: un ser único, terrible. Era conferirles precisamente la individualidad que tanto valoro. Nosotros vamos a vivir, incluso en el estado que se denomina de la muerte viva, vamos a amar, a sentir, a desafiar a quienes nos juzgan y
nos destruyen. Esa es mi trascendencia. Y en eso no intervienen para nada el renunciamiento ni la redención.
Oh, qué frustrante era no poder comunicárselo, no poder hacérselo creer en un sentido literal.
- - ¿No ves que he podido sobrevivir a todo lo que me pasó Precisamente porque soy lo que soy? Mi fortaleza, mi voluntad, ese no querer entregarme... son los únicos componentes de mi corazón Y mi alma que de verdad puedo identificar. Este ego, si quieres llamarlo así, es mi fuerza.
Soy el vampiro Lestat, y nada.., ni siquiera este cuerpo mortal, me va a derrotar.
Me llamó mucho la atención verla asentir, notar su expresión de aceptación total.
—Y si vinieras conmigo, el vampiro Lestat perecería en su propia redención, ¿no es así?
—Sí. Moriría una muerte lenta, horrible, entre pequeñas e ingratas tareas, ocupándose de las hordas interminables de seres anónimos, los eternamente menesterosos.
De pronto sentí tal tristeza, que no pude continuar. Estaba cansado de una manera mortal y desagradable, pues la alquimia de la mente había influido sobre el cuerpo. Pensé en mi sueño y en mis palabras a Claudia, que ahora había vuelto a decir para Gretchen, y me conocí a mi mismo como antes jamás.
Encogí las piernas, apoyé sobre ellas los brazos, y la frente sobre los antebrazos.
—No puedo hacerlo —dije por lo bajo—. No puedo enterrarme vivo en el tipo de existencia que llevas tú. ¡Y no quiero —eso es lo tremendo—, no quiero hacerlo! No creo que ello pudiera salvar mi alma. No creo que importara.
Sentí sus manos en mis brazos. Me estaba acariciando de nuevo el pelo, apartándomelo de la frente.
—Te comprendo —dijo—, pese a que estás equivocado.
Solté una risita en el momento en que alcé la mirada hacia ella. Tomé una servilleta, me la pasé por los ojos, me soné la nariz.
—Pero no he conmovido tu fe, ¿no?
—No. —Esta vez su sonrisa fue distinta, más cálida, radiante.
—Me serviste para confirmarla —aseguró en un murmullo—. Qué raro eres, y qué gran milagro que te hayas cruzado conmigo. Casi me atrevo a creer que tu opción es la más adecuada para ti. ¿Quién otro podría ser tú? Nadie.
Me eché hacia atrás y bebí un sorbito de vino. Se había puesto tibio por el fuego, pero seguía siendo sabroso y envió una oleada de placer a mis piernas indolentes. Bebí otro sorbo, dejé el vaso y la miré.
—Quiero hacerte una pregunta, y que me la respondas de corazón. Si gano la batalla y recupero mi cuerpo, ¿quieres que venga a verte?
¿Quieres que te demuestre que todo lo que te dije es verdad? Piénsalo bien antes de responder.
“Yo quiero hacerlo, sinceramente te lo digo. Pero no sé si es lo que más te conviene. Tu vida es casi perfecta. Nuestro pequeño episodio carnal no podría alejarte de esa vida. Tenía razón, ¿no?, cuando te dije que ahora sabes que el placer erótico no es importante para ti, que pronto, si no de inmediato, regresarás a tu trabajo en la selva.
—Es verdad. Pero hay algo más que también deberías saber. Esta mañana hubo un momento en que pensé que podía abandonarlo todo... sólo para quedarme contigo.
—No, tú no puedes haber pensado eso, Gretchen.
—Sí, yo. Me sentí inundada por esa sensación, tal como antes me ocurría con la música. Y aun ahora, si me dijeras “Ven conmigo”, tal vez iría. Si ese mundo tuyo existe realmente... —Se interrumpió para encogerse de hombros. Se retiró el pelo y lo alisó detrás del hombro. —La castidad significa no enamorar se —añadió, centrando la mirada en mí—. Podría enamorarme de ti. Sé que podría.
—Luego agregó en voz baja, turbada: —Podrías convertirte en mi dios, lo sé.
Eso me asustó, y al mismo tiempo me produjo un desvergonzado placer, un triste orgullo. Traté de no ceder a la excitación física que me iba invadiendo. Al fin y al cabo, ella no sabía lo que estaba diciendo No podía saberlo Pero había algo muy convincente en su voz, en sus modales.
—Me vuelvo —anunció con la misma voz, llena de certidumbre y humildad— Tal vez me vaya dentro de unos días Pero si ganas tu batalla, si recuperas tu antigua forma, por el amor de Dios sí, quiero que vengas a verme. ¡Quiero saber!
No le respondí. Estaba demasiado desconcertado, y luego expresé ese desconcierto.
—Cuando vaya a verte y te revele mi verdadera personalidad, quizá te desilusiones horriblemente.
—Por qué?
—Me consideras un ser humano sublime por el contenido espiritual de todo lo que te he dicho. Me ves como si fuera una especie de loco bendito que revela verdades con error como podría hacerlo un místico. Pero no soy humano. Y cuando lo sepas, quizá me aborrezcas.
—No. Nunca podría aborrecerte. Y en cuanto a que todo lo que has dicho fuera verdad, eso sería un milagro.
—Quién sabe, Gretchen, quién sabe. Pero recuerda lo que dije. Somos una visión sin revelación. Somos un milagro sin significación. ¿Sinceramente quieres esa cruz junto con tantas otras?
No me contestó, pues estaba sopesando mis palabras. Yo no Imaginaba qué podían significar para ella. Estiré la mano, ella me la tomó y apretó con suavidad mis dedos entre los suyos, sin apartar los Ojos de mí.
—No existe Dios, ¿no, Gretchen?
—No, no existe —murmuró.
Me dieron ganas de reír y de llorar. Volví a apoyar la espalda, reí suavemente para mis adentros y la miré, miré su figura de estatua, el brillo de fuego en sus ojos castaños.
—No sabes cuánto has hecho por mí —dijo—. No sabes cuánto ha significado. Ahora estoy lista para regresar.
Asentí sin despegar los labios.
—Entonces, mi hermosa, no importa si volvemos a la cama, ¿verdad?
Ciertamente, creo que debemos hacerlo.
—Sí, yo también lo creo —me respondió.
Casi había oscurecido cuando me levanté, llevé el teléfono con su largo cable hasta el pequeño cuarto de baño y me encerré para llamar a mi agente de Nueva York. Una vez más sonó y sonó. Ya me iba a dar por vencido e intentar comunicarme con mi representante de París, cuando alguien atendió y me contó lenta, dificultosamente, que mi agente ya no vivía. Había sufrido una muerte violenta unos días atrás, en su oficina de la avenida Madison. Se decía que el móvil del crimen fue el robo, pues desaparecieron todos sus archivos y su computadora.