El ladrón de cuerpos (49 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Abrí los ojos, o al menos pensé que lo hacía. Vi que flotaba justo encima de mi cuerpo; después no vi ni siquiera el cuerpo de carne y hueso.

"¡Sube!", me dije, ¡y al instante llegué al techo con la levedad y la rapidez de un globo lleno de gas! No me costó nada darme vuelta y mirar hacia abajo, toda la habitación.

¡Había llegado más arriba de las aspas del ventilador! Y allá abajo se encontraba dormida la forma humana donde con tanto sufrimiento había morado todos esos días. Tenía los ojos cerrados, lo mismo que la boca.

Vi a David sentado en el sillón de mimbre, su tobillo izquierdo apoyado sobre el derecho, las manos laxas sobre sus muslos mientras contemplaba al hombre dormido. ¿Se habría dado cuenta de que lo logré?

No alcanzaba a oír las palabras que él pronunciaba. Lo cierto es que yo parecía estar en una esfera totalmente distinta de la de esas dos siluetas sólidas, si bien me sentía total y absolutamente yo mismo.

¡Qué placentera sensación! Se parecía tanto a la libertad de que gozaba como vampiro, que me dieron ganas de llorar. Sentí pena por las dos figuras solitarias de allá abajo. Quise traspasar el techo e internarme en la noche.

Lentamente ascendí, atravesé el techo del hotel, me desplacé y fui a quedar sobre la arena blanca.

Pero ya era suficiente, ¿no? El miedo me atenaceó, el miedo que me invadía antes, cuando realizaba el mismo truco. ¡Qué era lo que me mantenía vivo en ese estado! ¡Necesitaba mi cuerpo! En el acto me desplomé a ciegas y regresé a la carne. Me desperté con un intenso cosquilleo y miré a David, que me devolvió la mirada.

—Lo hice —declaré. Me llenó de espanto verme otra vez rodeado de carne y piel, sentir que los dedos de mis pies cobraban vida dentro de los zapatos. ¡Dios santo, qué experiencia! Y tantos mortales habían tratado de describirla. Y tantos más, en su ignorancia, no creían que semejante cosa pudiera ocurrir.

—Acuérdate de ocultar tus pensamientos —me advirtió él de improviso—.

Olvídate del entusiasmo, y ¡cierra tu mente con llave!

—De acuerdo.

—Ahora hagámoslo de nuevo.

A medianoche —unas dos horas después— ya había aprendido a elevarme a voluntad. En realidad, eso era como una adicción: la sensación de liviandad, ¡el ascenso como una exhalación! La deliciosa capacidad de atravesar paredes y techos; y después, el repentino retorno. Producía un placer palpitante, puro, luminoso, como el erotismo de la mente.

—¿Por qué no puede el hombre morir de esta manera, David? Es decir, ¿por que no puede simplemente abandonar la tierra y elevarse así hasta los cielos?

—¿Es que viste alguna puerta abierta, Lestat?

—No —repuse amargamente—. Vi este mundo. Tan bello, tan claro. Pero era este mundo.

—Ahora ven, que debes aprender a realizar el ataque.

—Pensé que de eso te encargarías tú. Que de un golpe lo ibas a obligar a salir del cuerpo y...

—Sí, pero ¿si me detecta antes, no me da tiempo de hacerlo y me convierte en una hermosa hoguera? ¿Qué pasaría? No; tú también debes aprender el ardid.

Eso fue mucho más difícil, pues requería lo contrario de la pasividad y relajación que habíamos empleado antes. Tenía que orientar toda mi energía sobre David con el declarado propósito de obligarlo a salir de su cuerpo —fenómeno que no se me permitiría ver realmente— y luego entrar yo en él. La concentración que me exigía era pavorosa. El cálculo del tiempo, fundamental. Y los repetidos esfuerzos me produjeron un nerviosismo tan agotador como el de la persona diestra que trata de escribir a la perfección con la izquierda.

Más de una vez estuve a punto de derramar lágrimas de ira y frustración.

Pero David se mostró inflexible: debíamos continuar porque eso se podía hacer. No, de nada serviría una medida doble de whisky. No, no comeríamos hasta más tarde. Tampoco podíamos suspender para ir a caminar por la playa o darnos un chapuzón.

La primera vez que lo logré quedé estupefacto. Avancé a toda velocidad hacia David y sentí el impacto de la misma manera puramente mental en que sentía la libertad del vuelo. Después ya estuve dentro de él, y durante una fracción de segundo me vi a mí mismo a través de las lentes oscuras de los ojos de mi amigo.

Luego experimenté una estremecedora desorientación y un golpe invisible, como si alguien me hubiera apoyado una mano enorme sobre el pecho. Comprendí que él había vuelto y me echaba. Me encontré revoloteando en el aire y por fin de regreso en mi propio cuerpo bañado en transpiración, soltando risas histéricas de la emoción y la fatiga total.

—Eso es todo lo que necesitamos —dijo—. Ahora sé que podemos llevar a cabo el plan. ¡Vamos, otra vez! Lo haremos veinte veces, si es necesario, hasta que nos salga sin errores.

Al quinto ataque que salió bien, permanecí dentro de su cuerpo durante treinta segundos enteros, totalmente fascinado por los diversos sentimientos concomitantes que me invadieron: las piernas más livianas, la visión más defectuosa y el sonido peculiar de mi voz al salir de su garganta. Bajé la mirada, vi sus manos —delgadas, surcadas por venitas— ¡y eran mis manos! Qué difícil me resultaba dominarlas. Incluso una de ellas tenía un marcado temblor que antes jamás le había notado.

Luego vino el sacudón y me encontré volando hacia arriba; luego la caída en picada y entrar de vuelta en el cuerpo de veintiséis años.

Lo habremos hecho unas doce veces antes de que David me anunciara que había llegado el momento de que él resistiera mi embate.

—Ahora debes atacarme con mucho más decisión. ¡Tu objetivo es recuperar el cuerpo! Y seguramente te opondrán resistencia.

Luchamos por espacio de una hora, hasta que por fin, cuando Pude hacerlo salir de su cuerpo y mantenerlo afuera durante diez segundos, aseguró que ya era suficiente.

—El no te mintió en eso de que tus células te iban a reconocer.

Te recibirán y tratarán de retenerte. Cualquier humano adulto sabe usar su propio cuerpo mucho mejor que el intruso. Y desde luego, tú sabes usar esos dones preternaturales de formas que él ni se imagina. Creo que podremos hacerlo. Es más, estoy seguro.

—Pero dime una cosa. Antes de que suspendamos, ¿no quieres sacarme de este cuerpo y meterte tú aquí, aunque sea para ver qué se siente?

—No —repuso serenamente—. No quiero.

—¿No sientes curiosidad? ¿No deseas saber...?

Me di cuenta de que yo estaba poniendo a prueba su paciencia.

—A decir verdad, no tenemos tiempo. Y a lo mejor tampoco quiero enterarme. Recuerdo bien mi juventud; casi te diría que demasiado bien.

Esto no es un juego. Lo que importa es que ya estás en condiciones de atacarlo. —Miró la hora.— Son casi las tres. Vamos a comer algo y luego a dormir. Nos espera un día intenso, pues habrá que explorar el barco y confirmar nuestros planes. Debemos estar descansados y en pleno uso de nuestras facultades. Ven, vamos a ver qué podemos conseguir para comer y beber.

Salimos y tomamos el sendero que llevaba a la pequeña cocina, una habitación rara, húmeda, algo desordenada. El amable propietario nos había dejado dos platos dentro de la oxidada y ruidosa heladera, como asimismo una botella de vino blanco. Nos sentamos a la mesa y comenzamos a devorar hasta el último bocado de arroz, batatas y carne sazonada, sin importarnos en absoluto que estuvieran muy fríos.

— ¿Puedes leerme los pensamientos? —le pregunté luego de haber apurado dos vasos de vino.

—No; ya le tomaste la mano.

— ¿Y cómo lo hago cuando esté dormido? El Queen Elizabeth II debe estar a menos de ciento cincuenta kilómetros de aquí. Va a amarrar dentro de dos horas.

—Igual que cuando estés despierto: te cierras totalmente. Porque, tú sabes, nunca estamos dormidos del todo. No lo están ni siquiera quienes se hallan en estado de coma. Siempre puede funcionar la voluntad. Y estas cosas dependen precisamente de la voluntad.

Lo observé, y si bien lo vi cansado, no se lo notaba ojeroso ni en manera alguna debilitado. Su abundante cabellera oscura acentuaba por supuesto la impresión de vitalidad, y sus grandes ojos castaños poseían la misma luz ardiente de toda la vida.

Terminé rápidamente, dejé los platos en la pileta y salí a la playa sin decirle yo que me proponía hacer. Seguro me iba a decir que ahora tenía que descansar, y yo no quería privarme de esa última noche como ser humano bajo las estrellas.

Caminé hasta el borde del mar, me desvestí y me metí en el agua. Me pareció fría pero tentadora; luego estiré los brazos y empecé a nadar. No me resultó fácil, por supuesto, pero tampoco difícil una vez que me resigné al hecho de que los mortales lo hacían de esa manera, brazada por brazada contra el empuje de las olas, dejando que el agua mantuviera a flote esa mole de cuerpo, cosa que éste estaba totalmente dispuesto a hacer.

Nadé hasta muy lejos; luego hice la plancha y contemplé el firmamento, lleno aún de nubecitas blancas. Tuve una sensación de paz pese al frío de mi piel desnuda, pese a la penumbra del entorno y a la extraña sensación de inseguridad que me producía flotar en el mar traicionero. Cuando pensé en volver a mi antiguo cuerpo no pude menos que sentirme feliz, y una vez más me convencí de que en mi aventura humana había fracasado.

No había sido el héroe de mis propios sueños. La vida humana me había resultado demasiado difícil.

Por último, volví a la playa y salí. Recogí mi ropa, la sacudí para quitarle la arena, me la colgué al hombro y regresé a la habitación.

Había una única lámpara encendida sobre la cómoda. David estaba sentado en su cama, la más próxima a la puerta. Tenía puesto sólo un largo saco pijama y fumaba uno de sus pequeños cigarros. Me gustaba ese aroma misterioso, dulzón.

Se lo veía señorial como siempre, con los brazos plegados y los ojos plenos de una normal curiosidad mientras miraba cómo yo tomaba una toalla del baño y me secaba la piel y el pelo.

—Acaban de llamar de Londres.

—¿Novedades? —Me sequé la cara; luego colgué la toalla en el respaldo de una silla. Era un gusto sentir el aire sobre mi piel desnuda, ahora que estaba seca.

—Hubo un robo en las colinas de Caracas. Muy similar a los crímenes de Curacao. Una enorme residencia con múltiples objetos de arte, alhajas, cuadros. Muchas cosas fueron destrozada s. Sólo se llevaron lo portátil.

Tres muertos. Debemos agradecer a los dioses la pobreza de la imaginación humana —por lo mezquinas que son las ambiciones de ese hombre— y que se nos haya presentado tan pronto la oportunidad de aprehenderlo. Con el tiempo, habría toma do conciencia de su monstruoso potencial. Ahora, en cambio, es para nosotros un necio de conducta predecible.

—¿Acaso algún ser utiliza todo lo que posee? —pregunté—. Quizás unos pocos genios conocen sus verdaderos límites. Y los demás, ¿qué hacemos además de protestar?

—No sé —me respondió, y por su rostro cruzó una sonrisita. Sacudió la cabeza como diciendo que no, y desvió la mirada. —Una de estas noches, cuando todo haya terminado, cuéntame de nuevo cómo te resultó la experiencia, cómo pudiste estar dentro de ese bello cuerpo joven y odiar tanto este mundo.

—Te lo diré, pero no lo comprenderás nunca. Estás del otro lado del vidrio oscuro. Sólo los muertos saben lo terrible que es estar vivo.

Saqué una camiseta de algodón de mi pequeña maleta, pero no me la puse. Me senté en la cama, a su lado. Luego le di un beso suave en la cara, como había hecho en Nueva Orleáns, y disfruté la sensación áspera de su barba mal afeitada, tal como me gustaban esas cosas cuando era realmente Lestat y estaba a punto de beber la fuerte sangre masculina.

Me acerqué más, pero de pronto me tomó la mano y sentí que me apartaba suavemente.

—¿Por qué, David?

No me respondió. Levantó la mano derecha y me retiró el pelo de los ojos.

—No lo sé —pronunció en susurros—. No puedo. Honestamente no puedo.

Se levantó con elegancia y salió a la noche.

Yo estaba tan furioso de pura pasión refrenada, que por un instante no pude reaccionar. Luego salí tras él. Se había alejado un trecho por la arena y se detuvo, como un rato antes había hecho yo.

Me aproximé por detrás.

—Dime por qué no.

—No lo sé —repitió—. Lo único que sé es que no puedo. Créeme que quiero, pero no pudo. Mi pasado... está demasiado fresco. —Dejó escapar un largo suspiro, y durante unos momentos volvió a quedar en silencio. Después prosiguió. —Tengo tan fresco el recuerdo de aquellos días... Me siento como si estuviera de nuevo en la India, o en Río. Sí, en Río. Como si fuera otra vez un hombre joven.

Sabía que la culpa de eso era mía, y que de nada valía pronunciar palabras de disculpa. También percibí algo más: yo era un ser malvado, y aun cuando me hallara dentro de este cuerpo, David captaba esa maldad.

David percibía mi intensa voracidad vampírica. Se trataba de una vieja y terrible perversidad. Gretchen no la había sentido porque la engañé con el cuerpo tibio y sonriente. Pero cuando David me miraba, veía al demonio rubio de ojos azules al que tan bien conocía.

Nada dije. Me limité a contemplar el mar. Quiero recuperar mi cuerpo, pensé. A mí, que me dejen ser ese diablo. Aléjenme de esta clase de mezquino deseo, de esta debilidad. Llévenme de vuelta a los cielos misteriosos, que es donde debo estar. De pronto me pare ció que mi soledad y mi sufrimiento se volvían más insoportables de lo que eran antes del experimento, antes de venir a habitar en carne más vulnerable.

Sí, déjenme salir, por favor. Quiero ser un espectador. ¡Cómo pude ser tan tonto!

Oí que David decía algo, pero no entendí las palabras. Alcé los ojos con lentitud, dejé atrás mis pensamientos, vi que se había dado vuelta para mirarme a la cara y sentí que apoyaba suavemente la mano sobre mi cuello. Quise reaccionar con enojo, decir por ejemplo, "Saca esa mano de ahf', "No me atormentes", pero no abrí la boca.

—No, no eres malvado —murmuró—. El problema soy yo, ¿no te das cuenta? ¡Es mi miedo! ¡No sabes lo que ha significado esta aventura para mí! Poder estar de nuevo en esta parte del gran mundo, ¡y contigo! Te amo. Te amo desesperadamente, como loco. Amo el alma que llevas dentro, y que no es mala. No es voraz, pero es inmensa. Abruma incluso a ese cuerpo joven porque es el alma tuya, feroz, indomable y atemporal, el alma del verdadero Lestat. Yo no puedo entregarme a ella. No puedo... Si lo hiciera, dejaría de ser yo para siempre, como si... como si...

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