Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
No pudo seguir; estaba demasiado conmovido. Me hizo mucho daño el dolor que trasuntaba su voz, el leve temblor que socavaba la firmeza de su tono. Yo no podría perdonármelo nunca. Me quedé sentado muy quieto, con la mirada perdida en la tiniebla. Los únicos sonidos eran el ruido de las olas, el golpeteo tenue de los cocoteros. Qué inconmensurables eran los cielos; qué agradables y serenas las horas previas al amanecer.
Recordé el rostro de Gretchen. Oí su voz.
Esta mañana hubo un momento en que pensé que podía abandonarlo todo... sólo para quedarme contigo... Me sentí inundada por esa sensación, tal como antes me ocurría con la música. Y aun ahora, si me dijeras "Ven conmigo", tal vez iría... La castidad significa no enamorarse... Podría enamorarme de ti. Sé que podría.
Después, tras esa imagen ardiente, tenue pero innegable, vi el rostro de Louis, y oí palabras pronunciadas con esa su voz que prefería olvidar.
¿Dónde estaba David? Permítaseme despertar de estos recuerdos. No los quiero. Levanté los ojos y lo vi otra vez, y en él vi la misma dignidad de siempre, la moderación, la fortaleza imperturbable. Pero también el dolor.
—Perdón —me pidió en un susurro. Su voz seguía vacilante pues luchaba por mantener la fachada bella y distinguida. —Cuando bebiste la sangre de Magnus abrevaste en la Fuente de Juvencia, por lo cual nunca vas a saber lo que significa ser viejo como yo. Que Dios se apiade de mí: odio la palabra viejo, pero eso es lo que soy.
—Te comprendo —dije—. No te preocupes. —Me incliné hacia adelante y volví a besarlo. —No te voy a molestar. Vamos, que nos conviene dormir.
Te prometo que te voy a dejar en paz.
Dios santo, David, míralo! —Acabábamos de bajar del taxi en el concurrido muelle. Pintado de color azul y blanco, el Queen Elizabeth II era tan inmenso que no podía entrar en aquel pequeño puerto. Por eso estaba fondeado a unos dos o tres kilómetros de distancia —me costaba precisarlo—, y se lo veía tan monstruosamente grande que parecía un barco salido de una pesadilla, anclado, inmóvil, en una bahía. Sólo las hileras y más hileras de diminutas ventanitas impedían que pareciese el barco de algún gigante.
Con sus reducidas dimensiones, sus colinas verdes y su costa curva, la isla se estiraba hacia la nave como si quisiera achicarla y atraerla, pero en vano.
Verlo ahí me produjo una súbita excitación. Jamás había subido a una motonave moderna. Esa parte iba a ser divertida.
Mientras mirábamos, enfiló hacia el muelle una lanchita de madera, con el nombre del transatlántico pintado en letras destacadas, que transportaba un cargamento de sus numerosos, pasajeros.
—Ahí en la proa viene Jake —anunció David—. Ven, vamos al bar.
Caminamos sin prisa bajo el sol ardiente, cómodos con nuestras camisas de manga corta y pantalones veraniegos —turistas al fin—, y pasamos por los puestos donde personas de piel oscura vendían conchas marinas, muñequitas de trapo y otros recuerdos. Que bonita era la isla y sus colinas boscosas tachonadas de pequeñas viviendas. Las construcciones más sólidas de la ciudad de St. George se apiñaban en una pendiente escarpada, hacia la izquierda y lejos del puerto. Todo el paisaje poseía un matiz casi italiano, con esas paredes oscuras, rojizas, y los herrumbrados techos de metal corrugado que bajo el sol candente engañaban la vista, pues parecían techos de tejas. Era un precioso lugar para explorar... en otro momento.
El interior del lóbrego bar estaba fresco; había unas pocas mesas y sillas pintadas de colores chillones. David pidió botellas de cerveza fría, y al cabo de unos minutos entró Jake —vestido con la misma remera blanca y pantalones cortos— eligiendo adrede una silla desde donde pudiera controlar la puerta abierta. Allá afuera, el mundo parecía hecho de agua brillante. La cerveza tenía sabor a malta y era bastante buena.
—Misión cumplida —anunció en voz baja, imperturbable, como si no estuviera con nosotros sino absorto en sus pensamientos. Bebió un sorbo de la botella marrón y luego le pasó a David dos llaves sobre la mesa. — Transporta más de mil pasajeros. Nadie se va a percatar de que el señor Eric Sampson no vuelve a embarcar. El camarote es diminuto, en el sector interior como me pediste, mitad del barco, saliendo del pasillo. Cubierta Cinco, como sabes.
—Excelente. Y conseguiste dos juegos de llaves. Muy bien.
—El baúl está abierto y la mitad del contenido desparramado por el piso.
Los revólveres los puse en el baúl, dentro de dos libros que yo mismo ahuequé. Aquí están los cerrojos. Tendrías que poder colocar en la puerta el más grande, sin demasiada dificultad, pero no sé si les va a caer muy bien a los camareros cuando lo vean. Te deseo la mejor de las suertes una vez más. Ah, te enteraste del robo que hubo esta mañana en las sierras,
¿no? Parece que tenemos un vampiro en Grenada. Tal vez debieras pensar en quedar te aquí, David, ya que tanto te atraen estas cosas.
—¿Esta mañana?
—A las tres. En la cima de esas colinas. Fue en una casa grande, de propiedad de una australiana. Todos muertos. Un gran estropicio. No se habla de otra cosa en la isla. Bueno, me voy.
' Sólo después de que Jake se hubo ido, volvió a hablar David.
—Esto es malo, Lestat. A las tres de la madrugada estábamos los dos en la playa. Si él percibió aunque sea en mínimo grado nuestra presencia, quizá no esté en el barco. O tal vez se apronte para hacernos frente cuando se ponga el sol.
—Esta mañana él estaba demasiado ocupado. Además, si se hubiera percatado de nuestra presencia, nos habría incendiado el cuartito del hotel. Salvo que no sepa hacerlo, pero eso no lo podemos saber.
Embarquémonos de una vez, que ya estoy cansado de esperar. Mira, está empezando a llover.
Recogimos nuestro equipaje, incluso la monstruosa valija que David había traído de Nueva Orleáns, y nos encaminamos de prisa a la lancha.
De pronto apareció una multitud de mortales viejos y endebles —saliendo de taxis, cobertizos y pequeñas tiendas de los alrededores—, por lo que demoramos unos minutos en subir a la inestable lanchita y tomar asiento en el banco de plástico, bajo la lluvia.
No bien puso proa hacia el Queen Elizabeth H, experimenté la embriagante emoción de ir navegando en ese mar cálido, en una embarcación tan pequeña. Me encantó el movimiento cuando cobramos velocidad.
A David lo vi muy nervioso. Abrió su pasaporte, leyó la información por enésima vez y volvió a guardarlo. Esa mañana, después del desayuno, habíamos estudiado nuestros datos de identidad, pero esperábamos no tener que usar nunca los diversos detalles.
Por si hiciera falta, el doctor Stoker, jubilado ya, estaba de vacaciones en el Caribe, pero se hallaba muy preocupado por su querido amigo Jason Hamilton, que viajaba en la suite Reina Victoria. Les haría saber a los camareros de la Cubierta Insigne que estaba ansioso por verlo, pero por favor, que no le transmitieran su preocupación.
Yo era simplemente alguien a quien él había conocido la noche anterior en el hotel, con el cual había entablado amistad a raíz de que ambos Íbamos a viajar en el mismo buque. No debía haber ninguna otra relación entre nosotros, porque, una vez hecho el cambio, James volvería a este cuerpo y quizá David tuviera que estropearlo de alguna manera si no lo podía dominar.
Había más datos, para el caso de que nos interrogaran si se producía algún revuelo. Pero la impresión general era que no se llegaría hasta tal punto.
Por último, la lancha se puso a la par del barco y atracó junto a una amplia abertura en el medio mismo del inmenso casco azul. ¡Qué disparate, lo enorme que parecía visto desde ese ángulo! Sinceramente, me dejaba pasmado.
Casi no lo advertí cuando entregamos los boletos al tripulante encargado de recogerlos. Alguien se ocuparía de nuestro equipaje. Recibimos indicaciones algo imprecisas sobre cómo llegar a la Cubierta Insigne, y nos internamos por un pasillo interminable, de techo muy bajo e innumerables puertas a ambos lados. A los pocos minutos, nos habíamos perdido.
Seguimos caminando hasta que de repente llegamos a un amplio lugar abierto con el piso en desnivel y —nada menos— un gran piano de cola que parecía listo para un concierto. ¡Todo eso en el vientre sin ventanas del barco!
—Es el Salón del Medio —me informó David al tiempo que señalaba un gran diagrama en colores del barco que colgaba de la pared—. Ahora ya sé dónde estamos. Sígueme.
—Qué absurdo es todo esto —comenté, observando la alfombra de intensos colores, los plásticos y cromados que había por doquier—. Qué espanto me parece ver todo sintético.
—Shh, mira que para los ingleses es un gran orgullo; podrías ofender a alguien. Ya no se permite usar madera... por cierta disposición que tiene que ver con los incendios. —Se detuvo ante un ascensor y apretó el botón.
—Por aquí vamos a subir a la Cubierta de Botes. ¿No dijo el hombre que buscáramos allí el Bar de la Reina?
—No tengo idea —repuse. Subí al ascensor como un zombi. —¡Esto no tiene nombre!
—Lestat, las motonaves gigantescas existen desde principios de siglo. Se ve que has estado viviendo en el pasado.
En la Cubierta de Botes me encontré con toda una serie de maravillas.
Había allí un enorme teatro y un entrepiso entero de elegantes tiendas.
Debajo del entrepiso había una pista de baile, con un pequeño estrado para la orquesta y un sector de mesitas de bar y cómodos sillones de cuero. Los negocios habían cerrado porque el barco estaba en puerto, pero se veía muy bien la mercadería por entremedio de las rejas de protección. En los pequeños escaparates, había expuesta ropa cara, alhajas finas, porcelana, smokings, camisas de pechera almidonada, regalos diversos.
Por todos lados se veía pasear a los pasajeros, en su mayoría hombres y mujeres de avanzada edad con breves atuendos playeros, y muchos se habían reunido en el tranquilo salón de abajo, ilumina do por el sol.
—Vamos a las habitaciones —dijo David, llevándome a la rastra.
Al parecer, las suites superiores, hacia donde nos dirigíamos, quedaban un tanto separadas del cuerpo del barco. Tuvimos que entrar en el Bar de la Reina, un local largo y angosto, de agradable mobiliario, reservado con exclusividad para los pasajeros de la cubierta principal, y luego buscar un ascensor casi secreto para llegar a las habitaciones. El bar contaba con grandes ventanales que permitían ver la maravilla del mar azul y el cielo límpido.
Ese sector correspondía a la primera clase en el cruce transatlántico, y aunque ahí, en el Caribe, no se le daba tal denominación, lo cierto es que el salón y el restaurante quedaban aislados del resto de ese mundo flotante.
Por último, aparecimos en la cubierta superior y entramos en un pasillo de decoración más recargada que los de abajo. Se notaba cierto tono artdéco en las lámparas de plástico, en la bella terminación de las puertas.
La iluminación también era más generosa y alegre. Un afable camarero — de unos sesenta años— salió de una cocinita y nos orientó para llegar a nuestros camarotes, casi en el final del pasillo.
—¿Dónde queda la suite Reina Victoria? —le preguntó David.
El camarero le respondió en el acto, con similar acento británico, que quedaba ahí nomás, y hasta le señaló la puerta.
Al mirarla, sentí que me erizaba. Yo sabía, sin asomo de duda, que el ser despreciable estaba adentro. ¿Qué necesidad tenía de buscarse un sitio más difícil donde ocultarse? Nadie me lo tenía que decir. En esa suite íbamos a encontrar un baúl grande cerca de la pared. Tomé leve conciencia de que David desplegaba todo su encanto y aplomo con el camarero, para explicarle que él era médico y deseaba echar un vistazo cuanto antes a su querido amigo Jason Hamilton. Pero no quería alarmar al amigo.
Claro que no, convino el alegre camarero, quien informó, sin que se lo preguntaran, que el señor Hamilton dormía todo el día. Más aún, en ese preciso momento estaba durmiendo, como lo indicaba el cartelito de "No molestar" colgado del picaporte. Pero, ¿no queríamos ir ya a nuestros cuartos? Casualmente ahí llegaba el equipaje.
Los camarotes me sorprendieron. Vi ambos cuando nos abrieron las puertas, antes de entrar en el mío.
Una vez más me llamó la atención que sólo hubiera materiales sintéticos, puesto que no tenían la calidez de la madera. Pero las habitaciones eran amplias, evidentemente lujosas, y se conectaban por una puerta para convertirse en una suntuosa suite. En ese momento la puerta estaba cerrada.
Ambos cuartos tenían una decoración idéntica, salvo pequeñas diferencias de detalle en el color, y parecían habitaciones de hoteles modernos, con camas bajas de dos plazas, colchas en tonos pastel y cómodas angostas empotradas en las paredes cubiertas de espejos.
Estaba el obligado televisor gigantesco y había incluso un pequeño sector para sentarse, con un elegante sofá chico, mesita y sillón tapizado.
Sin embargo, la verdadera sorpresa fueron las terrazas. Una gran puerta corrediza de cristal daba a un pequeño porche privado, de un ancho suficiente como para dar cabida a una mesa y sillas. ¡Que lujo poder salir, pararse junto a la baranda y contemplar la hermosa isla en la bahía! Y desde luego, eso quería decir que la suite Reina Victoria también tenía terraza, por donde debía entrar la resplandeciente luz de la mañana.
Tuve que reírme para mis adentros al recordar las viejas motonaves del siglo pasado, con sus diminutos ojos de buey. Y aunque me desagradaban los colores pálidos, desteñidos, de la decoración, y la falta total de revestimientos antiguos, empezaba a comprender porqué a James siempre le había fascinado ese pequeño reino tan especial.
Mientras tanto, alcanzaba a oír claramente a David hablando con el camarero; la animada entonación británica parecía agudizarse cada vez que el uno le respondía al otro, hasta que el ritmo de la conversación se volvió tan rápido que me perdí y ya no entendí todo lo que hablaban.
Al parecer el tema era el pobre enfermo, y que el doctor Stoker deseaba entrar silenciosamente para controlarlo mientras él dormía, pero el camarero sentía mucho no poder permitirlo. Lo que el doctor quería era conseguir la llave adicional de esa suite y quedarse con ella para poder seguir de cerca la evolución del enfermo...
Poco a poco, mientras iba desempacando, caí en la cuenta de que la conversación, con toda su lírica amabilidad, iba a desembocar en un soborno. Por último, David expresó con su tono más cortés que comprendía lo incómodo que se sentía el camarero, por lo cual quería darle dinero para que se pagara una buena cena en el primer puerto que tocaran. Y si las cosas salían mal y el señor Hamilton se fastidiaba, David asumiría toda la culpa, diría que la llave la había sacado él de la cocina para no complicar en absoluto al camarero.