Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
El dolor que me oprimía el pecho fue intolerable. En mi ansiedad, comencé a sentir que me temblaban todos los músculos. Levanté la mano para sostenerme la frente e incliné una pizca la cabeza, al tiempo que volvía a mirar hacia la izquierda.
¡Pero cómo no iba a divisarme con esos poderosos ojos preternaturales!
La oscuridad no era un obstáculo para él. Con seguridad percibiría el aroma a miedo que emanaba de mí, ya que en ese momento estaba transpirando.
Pero no me vio. De hecho, se había sentado en el bar dándome la espalda y movió la cabeza a la derecha. Yo sólo alcanzaba a verle la línea de la mejilla y la mandíbula. Cuando vi que adoptaba un aire de tranquilidad total, noté también que estaba posando, con el codo izquierdo apoyado sobre la madera lustrada, la rodilla derecha apenas flexionada, y el taco calzado en el apoyapiés de bronce de su banqueta alta.
Movía levemente la cabeza siguiendo el ritmo de la música. Y emanaba de él un gran orgullo, la satisfacción genuina de ser lo que era y estar donde estaba.
Respiré hondo. Del otro lado del amplio salón, lejos de él, vi Que la figura inconfundible de David se detenía un instante en la puerta abierta y luego seguía su camino. Gracias a Dios había divisado al monstruo, que a todo el mundo debía parecerle ya tan absolutamente normal como a mí (salvo por su llamativa belleza).
Cuando volví a sentir miedo, me obligué a imaginar un empleo que no tenía, una ciudad en la que nunca había vivido. Pensé en una novia de nombre Bárbara, bellísima y cautivante, y en una pelea entre nosotros que desde luego nunca tuvo lugar. Llené mi mente con tales imágenes y un millón de cosas más: peces tropicales que algún día me gustaría tener en una pecera, decidir si me convenía, o no, ir a ver el espectáculo del teatro.
El ser no se percató de mí; casi diría que no reparaba en nadie. Había algo casi conmovedor en su forma de sentarse, con el rostro algo levantado, al parecer disfrutando de ese pequeño salón oscuro, común y por cierto que bastante feo.
Le encanta, me dije. Estos salones públicos, con su plástico y su oropel, representan el pináculo de la elegancia y le fascina la sola idea de estar aquí. Ni siquiera desea que se fijen en él. No repara en nadie que pudiera prestarle atención. Es un pequeño mundo en sí mismo, del mismo modo que lo es este barco, que avanza raudamente por cálidos mares.
Pese a mi miedo, aquello me pareció de pronto algo conmovedor y trágico. Y me pregunté si yo no habría dado también una impresión de fracaso a los demás cuando tenía esa otra forma. ¿No me veían los otros como un ser igualmente triste?
Temblando con todo el cuerpo, tomé el vaso y apuré la bebida como si fuera remedio. Me oculté de nuevo tras las imágenes fabricadas, las usé para disfrazar mi temor y hasta me puse a tararear un poco al compás de la música, mientras observaba con aire casi ausente el juego de las luces coloreadas sobre esa hermosa cabellera rubia.
De repente se bajó de la banqueta y, enfilando hacia la izquierda, atravesó muy despacito el oscuro bar, pasó a mi lado sin verme y se encaminó hacia las luces más intensas que rodeaban la piscina techada. Levantaba el mentón y daba pasos lentos y prudentes como queriendo hacer ver que le costaban, y giraba la cabeza a diestra y siniestra mientras observaba el espacio que iba atravesando. Después, de la misma manera cautelosa — más indicativa de debilidad que de fuerza— empujó la puerta de vidrio que comunicaba con la cubierta y se sumergió en la noche.
¡Yo tenía que seguirlo! Sabía que no debía, pero sin darme cuenta ya me había levantado, la cabeza llena de la misma nube de falsa identidad, y lo seguí, eso sí, me detuve del lado de adentro de la puerta. Alcancé a verlo muy lejos, en el extremo mismo de la cubierta,, con los brazos apoyados en la barandilla mientras el viento impetuoso le desordenaba el pelo.
Estaba mirando el firmamento y una vez más se lo notaba lleno de orgullo y satisfacción, feliz con el viento y la oscuridad, quizás, y meciéndose levemente como suelen hacerlo los músicos ciegos cuando interpretan su música, como si apreciara cada instante que transcurría dentro de ese cuerpo, lleno de simple y puro regocijo.
De nuevo me inundó la sensación de que lo reconocía. ¿Les habría parecido yo el mismo tonto inservible a quienes me habían conocido y condenado? Oh, qué ser lamentable, haber pasado su vida preternatural en este sitio tan artificioso, con sus pasajeros viejos y tristes, en camarotes de chillona elegancia, aislados del gran universo de verdaderos esplendores que yacía más allá.
Sólo al cabo de un largo rato inclinó en tanto la cabeza y recorrió con su mano derecha la solapa de su saco, tranquilo, complacido como gato que lame su propio pelo. ¡Con cuánto cariño acariciaba ese trozo de tela sin importancia! Gesto que, más que ningún otro de los suyos, transmitía con absoluta elocuencia la totalidad de la tragedia.
Después miró a derecha e izquierda, y al ver sólo a dos personas que, a lo lejos, escudriñaban en otra dirección, ¡de pronto se elevó por los aires y desapareció!
Desde luego, no es que hubiera desaparecido, sino simplemente que iba desplazándose por los aires. Y yo me quedé temblando tras la puerta de vidrio, observando el lugar que había quedado vacío, sintiendo el sudor que me corría por la cara y la espalda. David me susurró algo al oído.
—Ven, amigo; vamos a cenar al restaurante de la Reina.
Giré y vi la expresión forzada de su rostro. Por supuesto, James todavía estaba a una distancia desde la que podía oírnos, captar cualquier cosa fuera de lo común sin tener siquiera que proponérselo deliberadamente.
—Sí, el restaurante de la Reina —dije, haciendo esfuerzos para no pensar en lo que anoche nos había dicho Jake, en el sentido de que el tipo tenía que presentar se a una comida en ese mismo lugar—. No tengo mucha hambre, pero es aburrido quedarse aquí, ¿verdad?
David temblaba igual que yo. Pero también se le notaba un gran entusiasmo.
—Te cuento —me dijo, siguiendo con el mismo tono falso mientras volvíamos a cruzar el salón rumbo a la escalera—. Están todos de rigurosa etiqueta, pero a nosotros tienen que servirnos igual Porque acabamos de embarcamos.
—No me importa ni aunque estén todos desnudos. Va a ser una noche infernal.
El famoso restaurante de primera clase era un poco más tranquilo y civilizado que los otros recintos que habíamos pasado. Estaba todo puesto con tapizados blancos y laca negra, y me pareció muy agradable el caudal de cálida luz. La decoración me pareció algo fría, la misma impresión que me causaba todo lo del barco; sin embargo no se podía decir que fuese fea. Y la comida era excelente.
Pasados veinticinco minutos desde que el pájaro levantara vuelo, me atreví a deslizar varios comentarios.
—¡No puede usar ni el diez por ciento de su fuerza porque le aterra!
—Estoy de acuerdo. Está tan asustado que hasta camina como si estuviera ebrio.
—En efecto; tú lo has dicho. No estaba ni a tres metros de mí, David, y no se percató de mi presencia.
—Lo sé, créeme que lo sé. Ay, Lestat, cuántas cosas no te he enseñado.
Hace un momento te estaba observando, aterrado de que se te ocurriera practicar alguna picardía telekinésica, viendo que yo no te había dado instrucciones para defender te de él.
—David, si de verdad él quisiera usar sus facultades, yo no podría hacer nada para impedírselo. Pero ya ves que no las sabe usar. Y si lo hubiera intentado, yo me habría cerrado por instinto, porque precisamente eso es lo que me estuviste haciendo practicar.
—Es verdad. Todo es cuestión de usar las mismas estratagemas que sabías y comprendías cuando te hallabas dentro de la otra forma. Anoche me dio la sensación de que tus mayores éxitos los lograste cuando te olvidabas de que eras mortal y volvías a comportarte como antes.
—Puede ser, pero te confieso que no lo sé. ¡Lo que fue verlo dentro de mi cuerpo!
—Shh, termina tu última comida y no levantes la voz.
—Mi última comida. —Contuve una risita. —Me voy a dar un festín con él cuando lo agarre. —Luego callé, porque tomé la des agradable conciencia de que estaba hablando de mi propia carne. Miré la mano larga, de piel morena, que sostenía el cuchillo de plata. ¿Sentía yo el menor afecto por ese cuerpo? No. Quería recuperar el mío, y no sopor taba la idea de que debería esperar unas ocho horas para que volviera a ser mío.
No lo vimos más hasta pasada la una.
Sabía .que me convenía evitar el pequeño Club Lido pues era el mejor lugar para bailar, cosa que a él le gustaba, y el ambiente era bastante oscuro. Preferí deambular por los salones más grandes, siempre con anteojos oscuros y el pelo engominado con un fijador que un joven camarero me consiguió. No me molestaba haber arruinado así mi apariencia, pero ello me daba un aspecto anónimo, y en consecuencia ganaba en tranquilidad.
Cuando volvimos a divisarlo se hallaba en uno de los pasillos externos, a punto de entrar en el casino. Esa vez fue David el que no aguantó y fue tras él para mirarlo de cerca.
Me dieron ganas de recordarle que no debíamos seguir a ese monstruo.
Lo único que teníamos que hacer era dirigirnos a la suite Reina Victoria a la hora adecuada. El pequeño diario de a bordo, que ya había sacado la edición del día siguiente, traía la hora exacta en que saldría el sol: las 6,21. Me reí al verla, pero también es verdad que ya no podía determinar esas cosas tan fácilmente como antes. Bueno, a las 6,21 de la mañana volvería a ser el que siempre fui.
Por último David regresó a su sillón y tomó el diario que había estado leyendo sin cesar.
—Se encuentra en la ruleta, y está ganando. ¡El muy tonto usa sus poderes parapsicológicos para jugar!
—Sí, sigue diciendo eso. ¿Por qué no hablamos ahora de nuestras películas preferidas? Últimamente no he visto nada del actor holandés Rutger Hauer, y lo extraño.
David soltó una risita.
—A mí también me gusta mucho —confesó.
A las tres y veinticinco, seguíamos conversando pausadamente, cuando de pronto vimos pasar de nuevo al apuesto señor Jason Hamilton. Tan lento, tan soñador, tan predestinado al fracaso. David amagó con levantarse y seguirlo, pero apoyé mi mano sobre la suya.
—No hace falta, amigo. Faltan tres horas nada más. A ver, cuéntame la trama de Cuerpo y alma, esa vieja película —¿recuerdas?— que trataba sobre aquel boxeador... ¿no era allí que se mencionaba al tigre de Blake?
A las seis y diez, la luz lechosa ya teñía el firmamento. Era el momento exacto en el que yo solía buscar mi lugar de descanso, y me costaba creer que él no hubiera buscado el suyo aún. Teníamos que encontrarlo dentro de su lustroso baúl negro.
No lo veíamos desde las cuatro y pico, hora en que se hallaba en la pequeña pista del Club Lido, bailando a su típica manera de borracho con una diminuta mujer canosa de vestido rojo. Nos ubicamos a cierta distancia, fuera del bar, apoyando la espalda contra la pared, y desde allí escuchamos el ritmo ágil de su voz, oh, tan británica. Después nos marchamos de prisa.
Se acercaba el momento. Ya no huiríamos más de él. La larga noche estaba a punto de concluir. Varias veces pensé que en pocos minutos, podía morir, pero semejante reflexión jamás en la vida me había disuadido de nada. Si hubiera pensado que podía pasarle algo a David, entonces sí, habría perdido el valor.
Nunca había visto tan decidido a mi amigo. Acababa de sacar el revólver grande del camarote de la Cubierta Cinco y lo llevaba en el bolsillo del saco. Dejamos abierto el baúl, listo para mí, y en la puerta ya colocado el cartelito de "No molestar" para evitar que acudieran los camareros.
También resolvimos que, luego del cambio, yo no debía llevarme el revólver negro pues entonces quedaría en manos de James. No echamos llave a la puerta del pequeño camarote. En realidad las llaves estaban adentro, porque tampoco podía arriesgarme a llevarlas encima. Si algún camarero comedido trababa la puerta por fuera, me obligaría a accionar la cerradura con mi mente, cosa no muy difícil para el viejo Lestat.
Lo que sí llevaba en el bolsillo era el pasaporte falso a nombre de Sheridan Blackwood, y dinero suficiente como para que el tonto huyera al lugar del mundo que quisiera. El barco ya estaba entrando en el puerto de Barbados. Dios mediante, no le insumiría mucho tiempo atracar.
Tal como esperábamos, no había nadie en el ancho pasillo iluminado de la Cubierta Insigne. Se me ocurrió que el camarero estaba dormitando tras las cortinas de la cocinita.
En silencio avanzamos hasta la puerta de la suite Reina Victoria, David colocó la llave y enseguida entramos. El baúl estaba abierto y vacío. Las luces, todas encendidas. El sinvergüenza no había vuelto todavía.
Sin articular palabra, fui apagándolas una por una, caminé hasta la puerta que daba a la terraza y descorrí las cortinas. El cielo tenía todavía el color azul de la noche, pero a cada instante se volvía más claro. Una bella y suave luminosidad inundó la habitación, que sin duda le quemaría en los ojos apenas él la viera y le causaría un gran dolor en su piel expuesta.
Debía estar por regresar, a menos que tuviese otro escondite que nosotros ignorábamos.
Volví a la puerta de entrada y me paré a su izquierda. Allí él no me vería, porque cuando empujara la puerta ella misma me taparía - David había subido los escalones hasta la salita elevada, se hallaba con la espalda hacia la pared de vidrio y de frente a la puerta del camarote, sosteniendo el arma fuertemente con ambas manos.
De pronto oí pasos rápidos que se aproximaban. No le hice señas a David porque noté que él también los había oído. Venía casi corriendo. Me sorprendió su audacia. Entonces David levantó el revólver y apuntó a la puerta cuando la llave ya giraba en la cerradura.
Se abrió la puerta contra mi cuerpo, y James la cerró de un golpe al tiempo que entraba tambaleándose en la habitación. Con el brazo se tapaba los ojos para protegerse de la luz que entraba por la pared de vidrio, mientras murmuraba una maldición contra los camareros que no habían cerrado las cortinas como les había ordenado.
Con su torpeza característica, enfiló hacia los peldaños y se paró en seco al ver que David lo apuntaba desde arriba.
—¡Ya! —gritó mi amigo.
Me lancé sobre él con todo mi ser; la parte invisible de mí se elevó de mi cuerpo mortal y se precipitó con fuerza incalculable sobre mi antigua forma, pero en el acto fui arrojado hacia atrás. Volví a entrar en el cuerpo mortal, pero lo hice con tanta rapidez que el cuerpo mismo, derrotado, se azotó contra la pared.