Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
No bien entramos en el departamento, nos sentamos con los folletos y los recortes de los diarios, y dedujimos el cronograma con que se habían perpetrado los crímenes.
Resultaba obvio que el malhechor había matado a mi agente de Nueva York escasas horas antes de zarpar la nave. Tuvo tiempo de sobra para embarcar antes de las once de la noche. El homicidio próximo a Bal Harbour se había cometido pocas horas antes de amarrar el buque.
Evidentemente utilizaba su capacidad de volar para trayectos cortos, y regresaba a su camarote u otro lugar de escondite antes de la salida del sol.
Para el crimen de Santo Domingo quizá había abandonado el barco durante una hora y lo alcanzó más adelante, en el trayecto hacia el sur.
Una vez más, esas distancias no eran nada. Ni siquiera necesitaba una visión sobrenatural para localizar al gigantesco paquebote que surcaba el mar. Los asesinatos de Curacao se habían llevado a cabo poco después de levar anclas. Probablemente él volvió al barco menos de una hora después, cargado con su botín.
El buque estaba viajando ahora rumbo al norte. Apenas dos horas antes había fondeado en La Guaira, sobre la costa venezolana. Si esa noche cometía algún crimen en Caracas o sus alrededores, sabríamos con certeza que lo habíamos ubicado, pero no teníamos intención de esperar esa ulterior confirmación.
—Bueno, pensemos un plan —dije—. ¿Nos atreveríamos a embarcamos nosotros mismos en ese barco?
—Tenemos que hacerlo, por supuesto.
—Entonces hay que conseguir pasaportes falsos. Es posible que armemos un gran revuelo. David Talbot no debe quedar implicado y yo no puedo utilizar el pasaporte que él me dio. Además, ni siquiera sé dónde lo dejé.
Tal vez esté todavía en la casa de Georgetown. Sólo Dios sabe por qué puso su propio nombre en ese documento, quizá quiera causarme problemas la primera vez que se me ocurriera Pasar por una aduana.
—Exacto. Yo puedo ocuparme de la documentación antes de irnos de Nueva Orleáns. Ahora bien, no podemos llegar a Caracas antes de las cinco, hora de partida del buque. No. Tendremos que abordarlo mañana en Grenada. Nos queda tiempo hasta las cinco. Es muy probable que haya camarotes disponibles, porque siempre se producen cancelaciones de
último momento y a veces hasta muertes. De hecho, en un barco tan caro como el Queen Elizabeth II siempre hay muertes. Eso James debe saberlo seguro. O sea que, tomando las necesarias precauciones, puede saciar su apetito en el instante que se le ocurra.
—Pero, ¿por qué tiene que haber muertes?
—Por los pasajeros ancianos —respondió David—. Es algo que ocurre en esos viajes. El buque lleva un hospital grande para emergencias. No olvides que un navío de semejante envergadura es un mundo flotante.
Pero no importa. Nuestros investigadores aclararán todo. En seguida me comunico con ellos. Será fácil llegar a Grenada desde Nueva Orleáns, y todavía nos va a quedar tiempo para preparamos.
"Bueno, Lestat, analicemos todo en detalle. Supongamos que enfrentamos a este ser despreciable antes del alba, que conseguimos meterlo de vuelta en este cuerpo y que después no podemos controlarlo. Necesitamos un lugar donde esconder te a ti... un tercer cama rote, reservado bajo otro nombre que no tenga nada que ver con ninguno de nosotros.
—Sí, algo que esté en el medio del buque, en alguna de las cabinas inferiores. No en la de más abajo porque sería demasiado evidente, sino más bien en la mitad, yo diría.
—Pero, ¿con qué velocidad puedes moverte? ¿Podrías bajar en cuestión de segundos hasta esa cubierta?
—Sin duda. Por eso no te preocupes. Y en el camarote tiene que caber un baúl grande. Aunque, en realidad, eso no es funda mental si de antemano he podido colocar una buena cerradura en la puerta, pero no sería mala idea.
—Ah, ya veo, ya veo lo que tenemos que hacer. Tú, descansa, bebe tu café, date una ducha, haz lo que quieras. Yo voy al otro cuarto y hago los llamados necesarios. Como esto tiene que ver con la Talamasca, debes dejarme solo.
—No lo dirás en serio. Quiero escuchar lo que...
—Hazme caso. Ah, y busca quien te pueda cuidar ese bello can (perro) tuyo. ¡Imposible llevarlo con nosotros! Y un perro de ese carácter, no puede quedar abandonado.
Rápidamente se encerró en mi dormitorio para poder hacer por su cuenta los enigmáticos llamados.
—Justo cuando yo empezaba a disfrutarlo... —lamenté.
Salí a buscar a Mojo, que estaba durmiendo en el frío y húmedo jardín de la azotea como si fuera la cosa más natural del mundo. Lo llevé a casa de la mujer de la planta baja. De todos mis inquilinos, era la más afable, y seguramente le vendrían bien doscientos dólares por alojar a un perro manso.
Apenas se lo sugerí, se mostró fuera de sí de alegría. Dijo que Mojo podía usar el patio trasero del edificio, que a ella le hacía falta el dinero y la compañía, y que yo era muy bueno. Tanto como mi primo, el señor de Lioncour t, una especie de ángel guardián suyo que nunca se molestaba en cobrar los cheques con que ella le pagaba el alquiler.
Subí de nuevo al departamento y me encontré con que David seguía con su trabajo y no me dejaba escuchar. Me pidió que preparara café, cosa que por supuesto yo no sabía hacer. Bebí el café viejo y llamé a París.
Me atendió mi representante. Dijo que estaba a punto de enviarme el informe por mí solicitado. Todo andaba bien. No había habido más intentos de robo por parte del ladrón misterioso. El último había ocurrido la noche del viernes. A lo mejor se había dado por vencido. Una cuantiosa suma de dinero me aguardaba en mi banco de Nueva Orleáns.
Le reiteré todas las precauciones que debía tomar y le dije que pronto lo volvería a llamar.
Noche del viernes: quería decir que James había hecho el último intento de robo antes de que el Queen Elizabeth II zarpara de los Estados Unidos.
Mientras iba a bordo, no tenía modo de robar por computadora. Y sin duda no planeaba hacerle daño a mi agente de París. Eso, si es que se contentaba con sus breves vacaciones en el Queen Elizabeth. Nada le impedía abandonar el barco cuando quisiera.
Volví a la computadora e intenté ingresar en las cuentas de Lestan Gregor, la persona que supuestamente le había girado los veinte millones al banco de Georgetown. Tal como suponía, Gregor aún existía pero prácticamente no le quedaba ni un centavo. Saldo de su cuenta: cero. Los veinte millones girados a Georgetown para que los usara Raglán James de hecho habían regresado al señor Gregor el viernes al mediodía, pero de inmediato fueron retirados de su cuenta. La extracción se había organizado la noche anterior. El viernes a las titee el dinero ya se había ido por algún camino imposible de rastrear. Toda la operación figuraba ahí, grabada en diversos códigos numéricos y terminología bancaria, que cualquier tonto podía ver.
Y por cierto había un tonto mirando la pantalla en ese preciso instante.
El abyecto individuo me había advertido que sabía robar mediante la computadora. Sin duda le había sonsacado información a la gente del banco de Georgetown, o bien había violado sus mentes confiadas valiéndose de la telepatía, con el fin de averiguar las claves cifradas que le hacían falta.
Fuese como fuere, él ahora contaba con una fortuna que antes era mía, por lo cual lo odiaba mucho más. Lo odiaba porque había matado a mi agente de Nueva York. Lo odiaba porque en el mismo acto destrozó mis muebles, y por robarse todo lo demás de la oficina. Lo odiaba por su mezquindad y su intelecto, su crudeza y su osadía.
Me quedé bebiendo el café viejo y pensando en lo que nos esperaba. Por supuesto, comprendía lo que había hecho James, por estúpido que pareciese. Supe desde el primer momento que, en su caso, el hecho de robar tenía que ver con ansias no saciadas de su alma. Y el Queen Elizabeth II había sido el mundo de su padre, el mundo de donde, por habérselo sorprendido robando, se lo había expulsado.
Oh, sí, expulsado, tal como mis compañeros hicieron conmigo. Y qué ansioso por regresar con sus nuevos poderes y su nueva riqueza debe haber estado. Probablemente lo había planeado con lujo de detalles no bien fijamos fecha para efectuar la transmutación. Sin duda, si yo lo hubiera hecho esperar, él habría tomado el barco en algún puerto más adelante. En cambio así, pudo iniciar el viaje a escasa distancia de Georgetown y aprovechó para dar muerte a mi representante antes de zarpar.
Ah, lo recuerdo sentado en esa oscura cocina de Georgetown, mirando a cada rato su reloj. Es decir, este reloj.
David salió por fin del dormitorio, anotador en mano. Estaba todo arreglado.
—No viaja ningún Clarence Oddbody en el Queen Elizabeth, pero un misterioso inglés joven, de nombre Jason Hamilton, reservó la lujosa suite Reina Victoria apenas dos días antes de que el buque zarpara de Nueva York. Por el momento debemos suponer que se trata de nuestro hombre.
Recibiremos más información antes de llegar a Grenada. Nuestros detectives ya se encuentran trabajan do.
"Para nosotros tenemos reservadas dos suites en la misma cubierta que el amigo misterioso. Nos embarcaremos mañana antes de las diecisiete, que es la hora de zarpar.
"El primero de los vuelos que deberemos tomar parte de Nueva Orleáns dentro de tres horas. Por lo menos una de esas horas la necesitamos para conseguir los pasaportes. Nos los proporcionará un señor que me fue sumamente recomendado y ya nos está esperando. Aquí está la dirección.
—Excelente. Yo tengo aquí suficiente dinero en efectivo.
—Muy bien. Bueno, uno de nuestros investigadores se reunirá con nosotros en Grenada. Se trata de un hombre muy hábil, que durante años ha trabajado conmigo. El reservó el tercer camarote, interno, en la cubierta cinco. Y se las va a ingeniar para entrar en el camarote modernas armas de fuego, como también el baúl que vamos a necesitar después.
—Esas armas no son nada para un hombre que habite en mi viejo cuerpo.
Pero después, por supuesto...
—Exacto —dijo David—. Después de hacerse el cambio, me hará falta un arma para protegerme de este hermoso cuerpo joven que está aquí. —Me señaló con un gesto. —Siguiendo con el plan, luego de embarcarse con todas las de la ley, mi investigador saldrá subrepticiamente pero nos dejará las armas en el camarote. Nosotros cumpliremos con el procedimiento de rigor para embarcarnos, usando los nuevos documentos de identidad. Ah, y ya elegí nuestros nombres, no me quedó más remedio. Espero que no te moleste. Tú serás Sheridan Blackwood, un norteamericano. Yo, un cirujano inglés jubilado, Alexander Stoker. En estas pequeñas misiones, siempre lo mejor es pasar por médico. Ya vas a ver.
—Me alegro de que no hayas elegido H.P. Lovecraft —dije, exagerando un suspiro de alivio—. ¿Tenemos que irnos ya?
—Sí. Ya pedí el taxi. Antes de partir debemos comprar alguna ropa veraniega; si no, vamos a parecer ridículos. No hay un minuto que perder.
Y ahora, si con esos fuertes brazos me ayudas con esta maleta, te quedaré eternamente agradecido.
—Qué desilusión.
— ¿Por qué? —Se detuvo, me miró y casi en el acto se ruborizó, como le había sucedido antes. —Lestat, no tenemos tiempo para esas cosas.
—Suponiendo que nos salga todo bien, quizá ésta sea nuestra última oportunidad, David.
—De acuerdo; esta noche tendremos tiempo de sobra para hablar de ese tema en el hotel de la playa de Grenada. Según lo rápido que aprendas tus lecciones sobre proyecciones astrales, por supuesto- Y ahora, muestra por favor algo de vigor juvenil de tipo constructivo y ayúdame con la maleta. Tengo setenta y cuatro años.
—Espléndido. Pero antes de partir quiero saber algo.
— ¿Qué?
— ¿Por qué me estás ayudando?
—Pero si lo sabes, por el amor del cielo.
—No, no lo sé.
Me miró con aire severo un largo instante.
—Porque te tengo cariño —respondió luego—. No me importa en qué cuerpo estés. En verdad te lo digo. Pero te confieso que ese atroz Ladrón de Cuerpos, como tú le llamas, me aterra enormemente.
"Es un necio y siempre provoca su propia ruina. Pero esta vez creo que tienes razón. No tiene tantas ganas de que lo apresen, si es que alguna vez las tuvo. Cuenta con que todo le va a salir bien y quizá pronto se canse del Queen Elizabeth. Por eso debemos actuar. Bueno, recoge ya la maleta. Yo casi me mato subiéndola por la escalera.
Le obedecí.
Pero sus palabras cargadas de afecto me ablandaron, me entristecieron un poco, y en el acto mi mente se pobló con una serie de imágenes fragmentarias de todas las pequeñas cosas que podíamos haber hecho en la cama grande y muelle del otro cuarto.
Pero, ¿si el Ladrón de Cuerpos ya había saltado del barco? ¿Y si ya se lo había destruido esa misma mañana, tras haberme mirado Marius con tal desprecio?
—Después seguiremos viaje a Río —anunció David, que ya se dirigía hacia el portón—. Llegaremos justo para el carnaval. Será una linda vacación para los dos.
— ¡Me muero si tengo que vivir tanto! —exclamé, mientras me ponía delante de él para bajar la escalera—. Lo que pasa contigo es que te has acostumbrado a ser humano porque lo eres desde hace tanto tiempo.
—Ya estaba habituado cuando tenía dos años de edad —fue su comentario.
—No te creo. Hace siglos que vengo observando a los seres humanos de dos años y te digo que son infelices, David. Corren por todas partes, se caen, viven gritando. ¡Odian ser humanos! A esa altura ya saben que se trata de una especie de juego sucio que les han hecho.
Se rió para sus adentros pero no me contestó. Tampoco quería mirarme. Cuando, llegamos a la calle ya nos estaba esperando el taxi.
El viaje en avión habría sido otra pesadilla, pero como estaba tan cansado, dormí. Habían pasado veinticuatro horas desde la última vez que descansé en brazos de Gretchen, y lo cierto es que caí en un sueño tan profundo que, cuando David me despertó para cambiar de avión en Puerto Rico, no sabía dónde estábamos ni qué hacíamos. Y hasta hubo un
momento en que me pareció totalmente normal estar dentro de este físico grande y pesado, en estado de confusión e irreflexiva obediencia a las órdenes de David.
No salimos a la parte exterior del aeropuerto para el cambio de aviones y más tarde, al aterrizar por fin en el pequeño aeródromo de Grenada, me sorprendió la deliciosa calidez del Caribe y el cielo esplendoroso del atardecer.
Todo el mundo parecía cambiado por el suave bálsamo de las brisas que nos recibieron. Me alegré de haber hecho la incursión por los negocios de la calle Canal de Nueva Orleáns, porque la gruesa ropa de lana que teníamos era inadecuada. Mientras el taxi nos llevaba por un camino angosto y desparejo hacia el hotel situado en la playa, me deslumbraron los hibiscos rojos tras las pequeñas cercas de las casas, el bosque lujuriante que nos rodeaba, los elegantes cocoteros inclinados sobre las destartaladas casas de las laderas, y sentí ansias de ver, no ya con la limitada visión mortal, sino con la luz mágica del sol de la mañana.