Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
—¡No puede dominar su fuerza! Actúa con la torpeza de un robot.
—Exactamente lo que pensé yo. Lo primero que me llamó la atención fue esa mezcla de destructividad con fuerza bruta. ¡Ese ser es increíblemente inepto! Todo el asunto es muy estúpido. Pero no me explico por qué eligió esos tres sitios para sus robos. —De pronto dejó de hablar y me dio la espalda, casi con timidez.
Me di cuenta de que ya me había quitado toda la ropa y estaba desnudo, lo cual lo volvió extrañamente reservado, a tal punto que casi se sonrojó.
—Aquí tienes medias secas —dijo—. ¿No se te ocurre nada mejor que andar con la ropa empapada? —Me arrojó las medias sin levantar la mirada.
—Yo no sé mucho de nada. Eso es lo que he descubierto. Ahora entiendo por qué te llama la atención lo de los distintos lugares geográficos. ¿Qué necesidad de viajar al Caribe si puede robar todo lo que le dé la gana en los barrios residenciales de Boston o Nueva York?
—Sí, a menos que le esté molestando mucho el frío. ¿Puede ser eso?
—No. El no lo siente tanto. No es lo mismo.
Me agradó ponerme la camisa y los pantalones secos. Esas prendas sí me iban bien, aunque eran un poco amplias, de un estilo pasado de moda, no entalladas como las usaban los jóvenes. La camisa era gruesa y los pantalones pinzados, pero el chaleco lo sentía cómodo, abrigado.
—No puedo atarme el nudo con estos dedos mortales. Pero, ¿por qué me visto así, David? ¿Nunca usas ropa más informal, como se dice ahora?
Dios santo, parece que vamos a un entierro. ¿Por qué tengo que hacerme un lazo alrededor del cuello?
—Porque quedaría muy mal que no lo usaras si te pones traje —me respondió—. Ven, que te ayudo. —Una vez más le noté cierta timidez al acercarse. Comprendí que sentía una gran atracción por mi cuerpo. Mi antiguo físico lo asombraba; éste, en cambio, encendía su pasión.
Mientras lo observaba atentamente y sentía el movimiento de sus dedos haciéndome el nudo de la corbata, tomé conciencia de que yo también experimentaba una profunda atracción Por él.
Recordé cuántas veces había querido tomarlo, estrecharlo en mis brazos, clavarle lenta, tiernamente los incisivos en el cuello, beberle la sangre.
Ahora tal vez podría tenerlo en cierto sentido sin poseerlo, mediante el simple acto humano de enredarme con sus piernas, en cualquier combinación de gestos y abrazos íntimos que a él pudieran gustarle. Y a mí también.
La idea me paralizó y una sensación de frío corrió por mi piel humana. Me sentía unido a él, unido como lo había estado con la infortunada joven a la que violé, con los turistas que paseaban por la nevada ciudad capital, mis hermanos, unido como lo había estado con mi querida Gretchen.
Era tan fuerte esa percepción —la de ser humano y estar con un humano — que, de pronto, y pese a la belleza de la sensación, me dio miedo.
Entonces comprendí que el miedo era parte de la belleza.
Oh, sí, yo era mortal como él. Flexioné los dedos y lentamente enderecé la espalda, con lo cual el estremecimiento se tornó en una sensación erótica al máximo.
Alarmado, David se desprendió bruscamente de mí, tomó el saco de la silla y me ayudó a ponérmelo.
—Tienes que contarme todo lo que te pasó —dijo—. Y tal vez dentro de una hora ya nos confirmen desde Londres si el hijo de puta ha vuelto a atacar.
Estiré el brazo, lo tomé del hombro con mi débil mano mortal, lo atraje hacia mí y le di un beso suave en la cara. Una vez más él dio un respingo.
—Déjate de tonterías —exclamó, como quien amonesta a un niño—.
Quiero que me cuentes todo. Ahora bien, ¿tomaste ya el desayuno?
Necesitas un pañuelo. Aquí tienes.
—¿Cómo vamos a recibir la comunicación de Londres?
—Por fax desde la Casa Matriz al hotel. Ven, vamos a comer algo.
Tenemos todo un día por delante para hacer planes.
—Si es que él ya no está muerto —manifesté con un suspiro—. Dos noches atrás, en Santo Domingo... —Una vez más me inundó una apabullante sensación de desesperanza. El delicioso impulso erótico corría peligro.
David sacó una bufanda larga de lana de la maleta y me la puso al cuello.
—¿No puedes hablar a Londres ahora? —quise saber.
—Es un poco temprano, pero puedo intentarlo.
Encontró el teléfono junto al sofá y durante unos cinco minutos conversó con alguien que estaba del otro lado del océano. Aún no había novedades.
Al parecer, las policías de Nueva York, Florida y Santo Domingo no estaban en comunicación entre sí, pues aún no se había establecido una relación entre los crímenes.
—Enviarán la información al hotel por fax, apenas la reciban __me hizo saber no bien cortó—. Vamos allí. Estoy que me muero de hambre. Me he pasado toda la noche aquí, esperando. Ah, el perro...
¿Qué vas a hacer con ese animal tan espléndido?
—El ya desayunó; se va a quedar muy contento en el jardín de la azotea.
Estás ansioso por irte de aquí, ¿no? ¿Por qué no nos acostamos juntos?
No entiendo.
—¿Lo dices en serio?
Me encogí de hombros.
—Por supuesto. —¿Si lo decía en serio? Ya me estaba empezando a obsesionar con esa simple posibilidad: hacer el amor antes de que ocurriera ninguna otra cosa. ¡La idea me parecía fantástica!
De nuevo se quedó mirándome como en trance.
—¿Te das cuenta de que tienes un físico estupendo? Es decir... supongo que te habrás dado cuenta de que te han dejado un... hermosísimo cuerpo de hombre.
—No olvides que lo revisé muy bien antes de aceptar el cambio. ¿Por qué
no quieres...?
—Has estado con una mujer, ¿verdad?
—No me gusta que me leas los pensamientos. Es mala educación.
Además, ¿eso qué te importa?
—Una mujer a la que amabas.
—Siempre he amado a hombres y mujeres por igual.
—Es un uso ligeramente distinto del verbo "amar". Mira, ahora no podemos hacerlo, así que contrólate. Me tienes que contar todo lo de ese tal James. Nos llevará cierto tiempo preparar el plan.
—El plan. ¿Sinceramente piensas que podemos frenarlo?
—¡Desde luego que sí! —Me hizo señas de que nos fuéramos.
—Pero, ¿cómo? —Ya íbamos saliendo.
—Tenemos que observar la conducta de ese ser para saber cuáles son sus puntos fuertes y débiles. Recuerda también que somos dos contra uno, y que le llevamos una enorme ventaja.
—¿Cuál?
—Lestat, quita de tu mente esas imágenes eróticas y vamos ya. No puedo pensar con el estómago vacío, y es evidente que tú no estás razonando como corresponde.
Mojo se acercó al portón con la intención de seguirnos, pero le dije que se quedara.
Le di un beso cariñoso en el costado de su narizota negra. El se tendió sobre el suelo húmedo y se limitó a mirarnos con cara de desilusión mientras bajábamos la escalera.
El hotel quedaba a escasas cuadras de distancia, y caminar bajo el cielo azul no era desagradable pese al viento helado. Sin embargo, tenía tanto frío que no quise comenzar el relato. Además, el espectáculo de la ciudad a la luz del día me distraía de mis pensamientos.
Una vez más me impresionó la actitud despreocupada de la gente que se veía de día. Todo el mundo parecía bendecido por esa luz, con independencia de la temperatura. Y al contemplar todo aquello sentí que en mí asomaba cierta tristeza, ya que yo no quería permanecer en ese mundo iluminado, por hermoso que fuere.
No; prefería recuperar mi visión sobrenatural. A mí que me den la misteriosa belleza del mundo nocturno. Devuélvanme mi fortaleza y resistencia preternaturales, y con gusto renuncio para siempre a este espectáculo. El vampiro Lestat... c'est moi.
David avisó en la conserjería del hotel que íbamos a estar en el comedor, que de inmediato le alcanzaran allí cualquier cosa que le llegara por fax.
Nos instalamos en una tranquila mesa con mantel blanco, ubicada en una esquina del inmenso salón antiguo, con sus recargados techos de yeso y cortinados de seda, y comenzamos a devorar el abundante desayuno de Nueva Orleáns, que incluía huevos, bizcochos, carnes fritas y mantecosos cereales.
Tuve que confesar que el problema de la comida había mejora do con el viaje al sur. También me estaba resultando más fácil comer, no me atragantaba tanto ni me raspaba la lengua contra mis propios dientes. El café almibarado de mi ciudad natal superaba toda perfección. Y el postre de bananas asadas con azúcar era como para subyugar a cualquier mortal.
Pero a pesar de tantas tentadoras exquisiteces, y del deseo desesperado de recibir pronto noticias de Londres, en ese momento lo que más quería era relatarle a David mi lamentable historia. A cada momento me exigía detalles, me interrumpía con preguntas, de modo que resultó un informe mucho más pormenorizado que el que le di a Louis. y que también me hizo sufrir muchísimo más.
Resultó muy penoso para mí revivir la ingenua conversación que tuve con James en la casa de Georgetown, confesar que no tuve la precaución de desconfiar de él, que había tenido la vanidad de creer que ningún mortal podía burlarse de mí.
Luego vino la vergonzosa violación, el punzante relato del tiempo que estuve con Gretchen, las pesadillas terribles de Claudia, la separación de Gretchen para volver a buscar a Louis, que entendió mal todo lo que le conté, prefirió dar crédito a su propia interpretación, y no me hizo el favor que le pedí.
Gran parte de mi sufrimiento radicaba en que ya no sentía enojo sino un enorme pesar. Pensé en Louis, pero ya no como la imagen del amante cariñoso al que daban ganas de abrazar, sino la de un ángel insensible que me impedía pertenecer al Misterioso Séquito.
—Entiendo por qué se negó —dije, sintiéndome casi incapaz de tratar ese tema—. Supongo que tendría que haberlo previsto. Y te digo con sinceridad: no creo que persista eternamente en esa actitud para conmigo. Lo que pasa es que se entusiasmó con la sublime idea de que debo salvar mi alma. Es lo que él haría. Sin embargo, en cierto sentido él jamás haría eso. Y nunca me comprendió. Nunca. Por eso es que en su libro me describió tantas veces sin llegar al fondo de mí. Si sigo preso en este cuerpo, si él llegara a entender que no pienso irme a la selva de la Guayana Francesa a reunirme con Gretchen, creo que con el tiempo va a ceder. A pesar de que le incendié la casa. A lo mejor demora años... ¡Años dentro de este miserable...!
—Te estás enfureciendo de nuevo. Tranquilo. ¿Y qué es eso de que le incendiaste la casa?
—¡Estaba enojado! —exclamé en un nervioso susurro—. Indignado. N o, ni siquiera ésa es la palabra.
Pensé que en aquella, ocasión no era enojo lo que sentí sino más bien un gran sufrimiento, pero me di cuenta de que no era así. Me puse tan triste que no quise seguir cavilando sobre el tema. Bebí como mejor pude otro vigorizante sorbo de espeso café negro, y pasé a narrar que había visto a Marius a la luz de las llamas. Marius había querido que lo viera. El ya había emitido su juicio, pero yo sinceramente no sabía cuál era.
Una fría desesperanza me dominó, borró todo rastro de enojo en mí, y me quedé apático mirando el plato, el restaurante ya medio vacío, con sus cubiertos relucientes y las servilletas dobladas como sombreritos en cada lugar. Mis ojos siguieron de largo y se posaron en las luces silenciosas del hall, con esa desagradable tenebrosidad que se cernía sobre todas las cosas, y luego en David, que pese a su carácter, su conmiseración y su encanto, no era el ser maravilloso al que habría visto con mis ojos vampíricos sino tan sólo un mortal más, frágil, que vivía al borde de la muerte como yo.
Me sentía alicaído, triste. No podía seguir hablando.
—Escucha, Lestat. No creo que Marius haya destruido a ese ser. No habría ido a mostrarse ante ti, si hubiese cometido ese acto. No puedo imaginar qué piensa ni qué siente alguien como él; no me imagino siquiera lo que piensas tú, y eso que eres uno de mis amigos más queridos de toda la vida. Pero no creo que lo haya hecho. Se presentó ahí para mostrar te su indignación, para negarte ayuda, y ése fue el juicio que emitió. Pero apuesto a que te está dando tiempo para recuperar tu cuerpo. Y recuerda que, cualquiera sea la expresión que le hayas visto, la percibiste con tus ojos humanos.
—Eso ya lo pensé —repuse, desanimado—. ¿Qué otra cosa puedo creer, salvo que mi cuerpo todavía existe y puedo recuperarlo? No sé darme por vencido.
Me obsequió una encantadora sonrisa llena de cariño.
—Tuviste una estupenda aventura —dijo—. Ahora, antes de que pensemos cómo aprehender al ladrón, quiero hacerte una pregunta. Y por favor, no pierdas los estribos. Me doy cuenta de que no sabes cuánta fuerza tienes en este cuerpo, como tampoco lo sabías del otro.
—¿Fuerza? ¿Qué fuerza? Esto no es más que un montón de nervios y ganglios repulsivos, fofos. Ni menciones la palabra "fuerza".
—Tonterías. Eres un robusto y saludable muchacho de unos noventa kilos, sin un gramo de grasa. Te quedan por delante cincuenta años de vida mortal. Por el amor del cielo, toma conciencia de tus privilegios.
—Está bien, está bien. ¡Es hermoso estar vivo! —susurré, para no gritar—.
¡Y hoy al mediodía podría atropellarme un camión por la calle! ¿No ves, David, que me desprecio a mí mismo por no poder soportar estas simples tribulaciones? ¡Odio ser esta criatura débil y cobarde!
Me apoyé en el respaldo y dirigí mis ojos al techo tratando de no toser, llorar ni estornudar, como tampoco de cerrar la mano derecha en un puño porque corría el riesgo de romper la mesa o golpear alguna pared.
—¡Odio la cobardía! —musité.
—Lo sé —convino de buen grado. Me observó unos instantes en silencio; luego se secó los labios con la servilleta y asió la taza del café. — Suponiendo que James todavía ande por ahí con tu viejo cuerpo —dijo luego—, ¿estás totalmente seguro de que quieres re cobrarlo y volver a ser Lestat dentro de ese otro cuerpo?
Me reí para mis adentros.
—¿Cómo quieres que te lo demuestre? ¿Cómo diablos voy a hacer para efectuar de nuevo la transformación? De eso depende que conserve la salud mental.
—Bueno, primero tenemos que ubicar a James. Lo primordial es encontrarlo... No nos daremos por vencidos hasta que no tengamos la certeza de que no se lo puede hallar.
—¡Dicho por ti parece tan fácil! ¿Cómo se hace semejante cosa?
—Shhh, estás llamando la atención sin necesidad —me regañó, con autoridad—. Bebe el jugo de naranja, que te hará falta. Te pido otro.