Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
—Te voy a encontrar, James —murmuré—; de eso no te quepa la menor duda. Pero ahora tengo otras cosas que hacer. En vano podrás seguir tramando pequeños ardides.
Luego ascendí despacio, lo más despacio que pude, hasta que estuve muy alto, encima del barco, y lo miré desde arriba. Admiré sus numerosas cubiertas apiladas una sobre la otra, festoneadas por mil y una lucecitas amarillas. Qué festivo se lo veía, qué despreocupado. Valerosamente avanzaba, mudo y poderoso, por el mar ondulante, portando su pequeño reino de seres que bailaban, cenaban y charlaban, de atareados oficiales de seguridad, de presurosos camareros, de cientos y cientos de personas felices que nada sospechaban de que hubiéramos estado allí para perturbarlas con nuestro pequeño drama, ni de que nos hubiéramos ido con la misma rapidez con que llegamos, dejando sólo una mínima secuela de alboroto. Que reine la paz en el Queen Elizabeth II, pensé, y una vez más supe por qué el Ladrón de Cuerpos se había encariñado con esa nave, por qué se escondió en ella, por triste y de mal gusto que fuese.
Al fin y al cabo, ¿qué es todo nuestro mundo para las estrellas del firmamento? Qué piensan ellas de nuestro planeta diminuto, me pregunté, un planeta lleno de alocadas yuxtaposiciones, de ocurrencias fortuitas, luchas interminables y delirantes civilizaciones desparramadas sobre su faz, unidas no por voluntad, fe ni ambición comunitaria sino por cierta nebulosa capacidad de sus millones de habitantes de no pensar en las tragedias de la vida y lanzarse una y otra vez a la felicidad, tal como lo hacían los pasajeros de ese bar quito, como si la felicidad fuese para todos los seres tan natural como el hambre, el sueño, la necesidad de amor o el miedo al frío. Me elevé cada vez más alto hasta que ya no pude ver la nave. Se interponían nubes entre mí y el mundo de abajo. Y arriba ardían las estrellas en su fría majestuosidad, y por una vez en la vida no las odié. No, no podía odiarlas, no podía odiar nada. Me sentía demasiado lleno de júbilo y de sombrío triunfo amargo. Yo era Lestat, que me desplazaba entre el cielo y el infierno, contento de serlo quizá por vez primera.
Selva tropical de Sudamérica. Una profunda maraña de bosque y jungla a través de kilómetros y kilómetros de continente; que cubre con su manto laderas de montañas y se congrega en los valles; que sólo se interrumpe para dar paso a ríos rutilantes y lagos resplandecientes; suave, y lozana, y frondosa, y aparente mente inofensiva cuando se la ve desde muy arriba, por entre las nubes.
La penumbra es total cuando uno se detiene sobre la tierra blanda, mojada. Tan altos son los árboles, que el cielo no se ve sobre sus copas.
Allí la creación no es nada más que lucha y peligro en medio de esas profundas sombras húmedas. Es el triunfo final del Jardín Salvaje, y jamás los científicos del mundo podrán clasificar jamás todas las especies de mariposas, de leopardos, de peces carnívoros y serpientes gigantes que habitan el lugar.
Pájaros con alas color del cielo estival o del sol ardiente pasan raudos entre las ramas. Chillan los monos al tiempo que estiran sus manecitas inteligentes para aferrarse de enredaderas gruesas como maromas.
Mamíferos lustrosos y siniestros, de mil tamaños y formas, se buscan unos a otros sin piedad sobre raíces monstruosas y tubérculos semienterrados, bajo hojas enormes y susurrantes, se trepan por los troncos retorcidos de árboles jóvenes que mueren en la fétida tiniebla, mientras absorben su último alimento del suelo pestilente.
Insensato e infinitamente vigoroso es el ciclo de hambre y saciedad, de muerte violenta y dolorosa. Reptiles de ojos implacables y brillantes como ópalos se alimentan eternamente con el serpenteante universo de insectos duros y crujientes, como lo han hecho desde las épocas en que aún no había criaturas de sangre caliente sobre la tierra. Y los insectos — con alas, con aguijones, colmados de letal veneno, deslumbrantes por su belleza horrenda y atrozmente sagaces— a la larga se hacen un festín con todos.
No hay piedad en ese bosque. No hay misericordia, justicia, veneración por su belleza ni admiración por la hermosura de sus lluvias. Hasta el astuto mono es en el fondo un idiota moral.
Es decir, no había tal cosa hasta que llegó el hombre.
Nadie sabe a ciencia cierta cuántos miles de años atrás ocurrió. La jungla devora los huesos. Calladamente se traga manuscritos sagrados, corroe las piedras más obstinadas del templo. Productos textiles, cestas tejidas, cacharros decorados y hasta adornos de oro terminan disueltos en sus fauces.
Pero los pobladores de cuerpo pequeño y tez oscura están allí desde hace siglos —sobre eso no hay duda—, creando sus frágiles aldeas de chozas construidas con hojas de palmera y humeantes fogones, cazando los animales abundantes y letales con sus toscas lanzas y sus dardos mortíferos. En algunos lugares levantan, como lo han hecho siempre, granjas pequeñas donde cultivan gruesas bata tas, enormes paltas, pimientos colorados y maíz. Mucho maíz amarillo, dulce y tierno. Gallinas de reducido tamaño picotean el exterior de las viviendas, hechas con esmero. Amontonados en sus chiqueros, resoplan, cerdos gordos y lustrosos.
¿Son estos humanos, que desde siempre han luchado unos contra otros, lo mejor del Jardín Salvaje? ¿O acaso tan sólo una parte no diferenciada de él, no más compleja que el ciempiés, que el furtivo jaguar de piel arrasada o la silenciosa rana de ojos saltones, tan tóxica que sólo tocar su piel moteada acarrea la muerte?
¿Qué tienen que ver las innúmeradas torres de la gran Caracas con ese mundo que se extiende y llega hasta tan cerca de ella? ¿De dónde salió esa metrópolis sudamericana, con sus cielos contamina dos y sus arrabales superpoblados en las laderas de las sierras? La belleza es belleza dondequiera se encuentre. Por la noche, hasta esos ranchitos, como les dicen —miles y miles de chozas que cubren las laderas en pendiente, a ambos lados de las modernas autopistas - — son hermosos, porque, si bien no tienen agua ni desagües cloacales y allí la gente vive apiñada transgrediendo todo concepto moderno de salud y confort, igualmente ostentan festones de brillantes luce- citas eléctricas.
¡A veces parece que la luz puede transformar cualquier cosa! Que es una innegable e irreductible metáfora de la gracia. Pero la gente de los ranchitos, ¿sabe esto? ¿Lo hacen así porque es más bello? ¿O acaso sólo buscan una iluminación cómoda en sus pequeñas viviendas? No importa.
No podemos dejar de crear belleza. No podemos detener el mundo.
Miro desde arriba el río que pasa por St. Laurent, una cinta de luz que de tanto en tanto se entrevé en medio de las copas de los árboles, mientras se interna cada vez más en la jungla hasta llegar por fin a la pequeña misión de Santa Margarita María, un puñado de viviendas en un claro a cuyo alrededor aguarda pacientemente la selva. ¿No es bonito ese racimo de edificaciones con techos de lata, con paredes pintadas a la cal y toscas cruces, con ventanitas iluminadas y el sonido de una única radio por la que se oye una melodía de letra india y alegre ritmo de tambores?
Qué hermosos los porches anchos de las casas, donde se ven hamacas, sillas y sillones de madera pintada. Las telas metálicas de las ventanas confieren a las habitaciones una belleza amodorrada al dibujar diminutos enrejados de líneas finas sobre los numerosos colores y formas, con lo cual consiguen acentuarlos, volverlos más visibles y vibrantes, hacer que parezcan más premeditados, como los interiores de una pintura de Edward Hopper o las ilustraciones de un colorido libro de figuras infantiles.
Por supuesto, no hay manera de detener la desenfrenada propagación de la belleza. Eso es cuestión de reglas, de la concordancia, la estética de la composición y el triunfo de lo funcional sobre lo impensado.
¡Pero allí tampoco hay mucho de eso!
Este es el destino de Gretchen, del cual todas las sutilezas del mundo moderno han desaparecido: un laboratorio para un único y reiterativo experimento moral: hacer el bien.
En vano entona la noche su canto de caos, hambre y destrucción alrededor del reducido campamento. Lo que allí importa es el cuidado de un número limitado de humanos que han venido en busca de vacunas y antibióticos, a que se le practiquen cirugías. Como dijo la misma Gretchen, pensar en un panorama más amplio es mentir.
Durante horas me paseé describiendo un gran círculo en medio de la jungla densa, despreocupado, abriéndome paso entre el follaje infranqueable. Trepé por las fantásticas raíces altas de los árboles, me detuve aquí y allá para escuchar el coro profundo y enmarañado de la noche salvaje. Muy tiernas eran las flores húmedas que crecen en las ramas más altas y lujuriantes y dormitan en la promesa de la luz matinal.
Una vez más, no sentí el más mínimo temor ante la fealdad mojada y corrompida del proceso natural. El hedor de la podredumbre en el cenagal. Las cosas resbaladizas no pueden hacerme daño, y por ende no me disgustan. Ah, que venga hacia mí la anaconda; me encantaría sentir ese abrazo estrecho, de rápido movimiento. Cuánto me agradó el grito
agudo de los pájaros, cuya intención era sin duda causar terror a un corazón más simple. Qué pena que los pequeños monos de brazos peludos estuvieran durmiendo en ese instante, pues me habría gustado cazarlos, tenerlos un rato conmigo para besarlos en sus frentes fruncidas, en sus parlanchínas bocas sin labios.
Y esos pobres mortales que dormían dentro de las numerosas casuchas, junto a sus campos prolijamente labrados, en la escuela, el hospital y la capilla, parecían un milagro divino de creación hasta en sus detalles más nimios.
Hmmm. Extrañaba a Mojo. ¿Por qué no estaba allí, merodeando conmigo por la selva? Tenía que entrenarlo para que se convirtiera en perro de vampiro. De hecho, lo imaginaba custodiando mi ataúd durante las horas del día, centinela al estilo egipcio, con orden de despedazar a cualquier intruso mortal que lograra descender las escalinatas del santuario. Pero ya pronto lo iba a ver. El mundo entero esperaba tras esos bosques.
Cuando cerraba los ojos y convertía mi cuerpo en agudo receptor, alcanzaba a oír a través de los kilómetros el ruido intenso del tránsito de Caracas, sus voces amplificadas, el pulso de la música en esas cuevas con aire acondicionado hacia donde atraigo a los asesinos, como mariposas a la luz de la vela, para poder alimentarme.
En la selva, en cambio reinaba la paz mientras iban pasando las horas de ronroneante silencio tropical. Un resplandor de lluvia caía desde el cielo nuboso con golpecitos suaves sobre los techos de metal, apisonando el polvo y moteando los escalones ya barridos de la es cuela.
Se apagaron las luces en los pequeños dormitorios y en las casitas distantes. Sólo siguió titilando una luminosidad roja en el interior de la capilla a oscuras, con su torre baja y su enorme campana reluciente y silenciosa. Lucecitas amarillas con minúsculas pantallas metálicas alumbraban los senderos despejados, las paredes blanquea das a la cal.
Se apagaron las luces en la primera de las construcciones del hospital, donde Gretchen trabajaba sola.
De vez en cuando alcanzaba a ver su perfil contra las ventanas. Vi que estaba del lado de adentro de la puerta, que llevaba el pelo recogido en la nuca y se sentaba unos instantes a un escritorio para escribir unas notas inclinando la cabeza.
Por último me aproximé en silencio a la puerta, entré en la oficina reducida, desordenada, iluminada por una única lámpara, y enfilé hacia la entrada del pabellón.
¡Hospital de niños! Ubicadas en dos hileras, las camas eran diminutas, sencillas, toscas. ¿Estaba viendo visiones en esa semipenumbra profunda?
¿O es que las camas estaban hechas de madera ordinaria, atadas en las uniones, y tenían mosquiteros? Y sobre la mesa descolorida, ¿no había un resto de vela en un platito?
De pronto me sentí mareado; me abandonó la gran claridad de la visión.
¡Este hospital, no! Parpadeé, tratando de separar los elementos eternos de aquellos que tenían sentido. ¡Bolsitas plásticas de suero endovenoso que brillaban colgadas de sus soportes junto a las camas, ingrávidos tubos de nylon que descendían hasta las agujas clavadas en bracitos delgados, frágiles!
Eso no era Nueva Orleáns. ¡No era aquel pequeño hospital! ¡Y sin embargo, miren las paredes! ¿No son de piedra? Me enjugué la pátina de sudor sanguinolento de la frente y miré la mancha que quedó en el pañuelo. La que estaba allá, en la camita del fondo, ¿no era una niñita rubia? Una vez más me dominaron las náuseas. Me pareció oír una risa aguda, burlona pero llena de felicidad. No, no, debía ser un pájaro afuera, en la gran penumbra. No había una mujer de edad, de batón casero hasta los tobillos y pañoleta alrededor de los hombros. Hacía siglos que no existía más; había desaparecido junto con aquel edificio pequeño.
Pero la criatura gemía; 1?. luz brillaba sobre su cabecita. Vi su mano regordeta contra la manta. Traté de aclarar nuevamente mi visión. Una sombra larga cayó en el piso, a mi lado. Sí, miren el indicador de apnea con sus diminutos números luminosos y los botiquines de remedios con puertitas de vidrio. No aquel hospital, sino éste.
¿Así que has venido a buscarme, papá? Cierto que dijiste que lo volverías a hacer.
—No, ¡no le voy a hacer daño! No quiero hacerle daño. —¿Estaba yo susurrando en voz alta? La vi a lo lejos, al final de la angosta habitación, sentadita en su silla alta.
Zarandeaba los pies y los bucles le llegaban hasta las mangas abollonadas ¡Has venido a buscarla! ¡Sabes que es así!
—Shh, va a despertar a los niños. Váyase. ¡Está loco!
Todos sabían que ibas a triunfar. Sabían que derrotarías al Ladrón de
Cuerpos. Y aquí estás, has venido... para llevártela.
—No para hacerle daño sino para dejar la decisión en sus manos.
— ¿Señor? ¿Qué desea?
Levanté la mirada y vi al médico que tenía ante mis ojos, un hombre de edad, de patillas descoloridas y minúsculos anteojitos. ¡No, ese doctor no!
¿De dónde había salido? Le miré la cartela del nombre. Estábamos en la Guyana Francesa; por eso él hablaba en francés. Y no hay una niña sentada en una sillita alta, al final del pabellón.
—Ver a Gretchen. La hermana Marguerite. —Me había parecido verla ahí adentro, a través de las ventanas. Sabía que estaba ahí.
Ruidos apagados en el extremo más distante de la sala. El no puede oírlos, pero yo sí. Gretchen viene para acá. De pronto percibí su aroma, mezclado con el de los niños y el del anciano.